24 de abril de 2009

Manifestando la Divina Misericordia


Resuena todavía en nuestro corazón el eco de la profunda alegría que embarga a los verdaderos cristianos con la resurrección de Jesús.
Ese Jesús que al atardecer del primer día de la semana, es decir, del domingo, se hizo presente ante sus discípulos que estaban reunidos en espera de su presencia.
Luego de mostrar sus heridas, dijo “La paz esté con ustedes”, provocando una gran alegría entre los presentes. Habían ya tenido experiencia del Señor los discípulos que caminaban a Emaús, Juan y Pedro que testimonian el vacío del sepulcro, las mujeres que son enviadas por los ángeles a anunciar a los apóstoles que el Señor está vivo y María Magdalena que lo descubre en el supuesto jardinero de la huerta sepulcral.
Existe un clima de gozo por la resurrección del Señor y se van dando cuenta que se cumplía –a pesar de sus dudas- lo que había anunciado: su resurrección al tercer día de su muerte.
En ese momento que se les aparece les dirá “Como el Padre me envió, yo los envío a ustedes”. De entrada les está señalando que han de continuar la obra por Él comenzada. Ahora la misión es de ustedes –parece confiar Jesús. Es la Iglesia la que debe continuar llevando la Buena Nueva a todas partes.
Para ello –descubren- no están solos, ya que Cristo habita siempre en medio de la Iglesia a través de su Espíritu entregado no de un modo solemne como en Pentecostés, pero que presencializa el don que hace el Señor de sí mismo, que los va a transformar para dejar atrás sus ignorancias y cobardías para llevar su mensaje de redención.
Junto con el Espíritu les entrega un poder muy particular, el de perdonar los pecados. Instituye así el sacramento de la Penitencia o Reconciliación.
La Reconciliación junto con el bautismo y la Eucaristía son sacramentos propiamente pascuales, ya que son posibles por la eficacia de la Pascua.
Y así, el sacramento del perdón en la Iglesia es la realización del paso de la muerte a la vida en el corazón de cada uno.
En efecto, a través de la absolución sacramental se da el renacimiento del penitente a la vida de la gracia ya que ha muerto al pecado.
Cristo al mismo tiempo que entrega la paz que el mundo no puede dar y el poder de perdonar los pecados, los envía a todo el mundo bajo el impulso del Espíritu, a predicar la resurrección y a prodigar estos frutos de la presencia nueva del Señor entre nosotros.
La paz que da Cristo no sólo pacifica el corazón de cada uno sino también las relaciones humanas entre sí.
En un mundo como el nuestro tan perturbado, crispado, de enojo permanente, de respuestas agresivas, de personas que se enojan por cualquier cosa, de “destrato”, Cristo nos brinda a todos su paz, la verdadera Paz. Más allá de las dificultades de la vida y de las preocupaciones diarias que nos embargan, los cristianos debemos mantener ese equilibrio, ese señorío, que nos ha dado Dios no sólo en la creación al hacernos a su imagen y semejanza, sino también por la fuerza de la resurrección de su Hijo.
Cristo resucitado viene a pacificar los espíritus, no a perturbarlos.
Al contrario, el encuentro con Cristo transforma a los cristianos en verdaderos pacificadores de los demás. En un mundo lleno de odio e injusticias, de actitudes nuestras que siempre están mirando al otro para condenar, resalta Cristo que nos trae la misericordia en abundancia.
Por eso el papa Juan Pablo II siguiendo las inspiraciones que tuvo del mismo Jesús santa Faustina, instituye este día como el de la Divina Misericordia.
Jesús viene a decirnos en esta devoción que de la Pasión, Muerte y Resurrección suyas nos viene la misericordia.
Dirá a Santa Faustina que los pecadores le entreguemos los corazones, debilidades y limitaciones, que le concedamos incluso nuestra falta de decisión para convertirnos, o las dificultades que podamos tener para reconciliarnos y volver a Él, hasta aunque sea una pequeña disposición, que El nos transformará.
Cristo no sabe qué hacer, qué inventar para hacernos merecedores de su misericordia. De allí la necesidad de sentir en nosotros el peso de la misericordia de Dios.
Sentir el peso de los pecados cometidos no siempre lleva a una conversión firme, mientras que el experimentar el peso abrumador, aplastante, de la misericordia de Dios, permite comprender cuánto nos ama y difícilmente nos apartaremos de su amor.
A veces nos preguntamos por qué Dios me perdona, por qué me tiene en cuenta, pero en realidad debiéramos decir, ¿quién soy yo para que no me prefiera o ame? ¿Quién soy yo para que no tenga infinita misericordia sobre mis pecados? Si Él me ha creado al comienzo de la humanidad, quiere recrearme en mi interior por la acción de su misericordia fruto especialísimo de la Pascua.
Este es el mensaje que los apóstoles en la Iglesia naciente llevaron al orbe conocido entonces, y que hoy debemos manifestar a un mundo postrado por sus miserias y convencido que nadie ni nada podrá rescatarlo de tantas males ya que al experimentar el fracaso más rotundo del poder humano en el que confiaban, se encuentra muchas veces desahuciado.
Debemos llevar al mundo de hoy, a creyentes e incrédulos el mensaje de Cristo resucitado, su paz reconciliadora de nuestro interior y entre nosotros.
Transmitir que Cristo nos trae el Espíritu, no esa especie de “energía” de la cual se habla tanto hoy, energía vaga que anda por allí, que brota de no sé qué pirámide, ejercicio corporal o piedra suelta.
El auténtico creyente está convencido que es la fuerza del Espíritu la que lo transforma y le permite vivir algo nuevo.
En los Hechos de los Apóstoles leemos que los mismos gozaban del aprecio de la gente y que los primeros cristianos compartían juntos el pan eucarístico, la oración y sus bienes. Los más pudientes vendían sus posesiones y colocaban el dinero al servicio de los más necesitados de la comunidad. Este era un signo especial de la Pascua del Señor de modo que a nadie le falte ni le sobre.
La Pascua del Señor que estamos celebrando nos convoca también a nosotros a repetir los gestos de la primera comunidad. Compartir el pan convertido en el Cuerpo de Jesús, vivir en la paz del Señor pacificando a su vez a los demás y poniendo en común nuestros dones y cualidades como así también nuestros bienes en el ejercicio de la solidaridad.
Se podrá objetar que lo sucedido en la primera comunidad no puede trasladarse a la época actual tan signada por el descreimiento, el egoísmo o las dificultades imperantes de todo tipo, especialmente un marco cultural tan descristianizado.
Sin embargo hemos de recordar que tampoco les era fácil a los primeros cristianos que celebraban la Eucaristía en las catacumbas, eran perseguidos y martirizados en las diferentes ciudades del imperio romano, insertos en una cultura pagana que carecía de aquellos valores que en la actualidad a pesar de las dificultades, se tienen en cuenta.
Todos estos conflictos no impidieron la propagación del cristianismo porque estaba presente la fuerza del resucitado.
¿Por qué no podemos alcanzar lo mismo en la actualidad? Aleccionados por el pasado tan glorioso de los primeros cristianos hemos de propagar el evangelio sin miedo a las persecuciones de este mundo recordando que es necesario obedecer primero a Dios que a los hombres como dijera Pedro ante el Sanedrín, ya que: “Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído” (Hechos 4,19 y 20).
El que cree en Jesús vence al mundo nos dice San Juan, de allí que el creyente al afirmarse en Cristo es capaz de vencer todo aquello que se le opone a la realización del bien.
Es cierto que como sucedió con Tomás nuestra fe flaquea muchas veces, pero también es verdad que afirmados en Jesús resucitado podemos vencer nuestras vacilaciones y debilidades y podremos decir “Señor mío y Dios mío”.
No lo vemos físicamente a Jesús, pero si lo vemos por el testimonio de los apóstoles y por la difusión contagiosa en las comunidades paganas, de la fe en el resucitado.
Muchos sin saberlo esperan el mensaje salvador de Jesús, llevémoslo con confianza para que se posibilite un mundo nuevo a todos los creyentes.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Pquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz. Reflexiones en torno a los textos de la liturgia del IIº domingo de Pascua. Ciclo “B. (Hech.4, 32-35; I Jn.5, 1-6; Juan 20,19-31). 19 de Abril de 2009. ribamazza@gmail.com;www.nuevoencuentro.com/tomasmoro; www.nuevoencuentro.com/provida; http://ricardomazza.blogspot.com;

20 de abril de 2009

CELEBRANDO AL SEÑOR RESUCITADO

En esta noche santa hemos proclamado las maravillas que Dios ha hecho por nosotros. Hemos cantado el amor eterno de Dios, y ha de quedar grabado a fuego en nuestro corazón el que no hay nada ni nadie en el mundo que pueda impedirnos llegar al infinito amor de Dios.
Las pruebas que se presentan en la vida no son más que vías para imitar al crucificado y que nos llevan a la gloria de la resurrección.
Podemos decir nuevamente con alegría:”Cantaré eternamente las misericordias del Señor”.
Los textos bíblicos que hemos proclamado no hacen más que hablar de las maravillas que Dios ha realizado en nosotros.
El libro del génesis despliega lo que fue la creación del mundo. Todo lo que existe fue realizado por Dios, no sólo para manifestar su gloria, es decir, poner de manifiesto su grandeza y eterna sabiduría, sino para mostrar su amor para con nosotros. Nos ha preparado el mundo con todo aquello que el hombre necesita para vivir dignamente como hijo suyo. Obra de la creación que nos ha encomendado para cuidarla, para protegerla, y orientarla según su designio divino, a la salvación del hombre, es decir para que toda persona que viene a este mundo pueda participar de los bienes, ya temporales como espirituales con que nos ha regalado.
La creación del mundo nos atestigua la generosidad de Dios para con el hombre, que contrasta con nuestra mezquindad que muchas veces utiliza esa naturaleza caprichosamente según su propio provecho, olvidándose de glorificar a Dios y atender a sus hermanos.
Cantar las maravillas del Señor es volver a los orígenes. Es como un clamor que Dios hace brotar de nuestro corazón para que como seres humanos volvamos al origen de la creación misma para ser sus custodios.
Todo fue dado al hombre sin exclusión de alguno, pero siempre dentro de este orden que Dios mismo ha puesto en sus creaturas.
No puede por lo tanto el hombre perder su dignidad de hijo de Dios, esclavizándose él a las cosas creadas.

Este camino por la historia de la salvación nos muestra además cómo Dios se acuerda del pueblo elegido, en el cual está presente cada uno de nosotros.
El mismo Dios que saca al pueblo israelita de la esclavitud de Egipto, es el mismo Dios que pugna por sacarnos de todo sometimiento.
El paso del mar Rojo no es más que un anticipo del paso del bautismo donde dejamos atrás la condición de pecador para recrear en nuestro interior la vida nueva que Dios quiere transmitir. Y así como el pueblo liberado debe caminar entre alegrías y tristezas hacia la tierra prometida, también nosotros por el paso de las aguas del bautismo, hemos de orientar esta vida al encuentro definitivo con Dios.
Pero hemos de reconocer que junto a la gracia y al amor de Dios, está presente la sordidez del hombre, fruto del pecado, de allí que Baruc profeta nos diga que volvamos a la fuente de la sabiduría.
Volver a adentrarnos en la voluntad de Dios manifestada en su Palabra. Por eso Baruc anuncia que quien entra de lleno en esta sabiduría de Dios encontrará la vida, mientras que quien prefiere seguir la sabiduría humana, siempre aparente sabiduría, no encontrará más que la muerte.
El profeta Ezequiel como rematando la acción salvífica de parte de Dios destaca que nos envía su Espíritu. Espíritu que renueva y transforma el corazón del hombre.
De hecho Jesús viene a destruir el hombre viejo -recuerda san Pablo- que vive en pecado para hacernos hombres nuevos a través del misterio Pascual.
Jesús ya no está en la tumba, y las mujeres reciben una misión bien precisa “Vayan y anuncien lo que han visto”.
¿Qué es lo que han visto? Vieron la ausencia de Cristo muerto, es decir comenzaron a percibir la presencia del Señor pero de un modo nuevo.
Digan a los discípulos que el que ha muerto ya vive….y que los espera en Galilea…
Cristo resucitado nos espera a cada uno de nosotros, en la parroquia, en el hogar, en el sindicato, en la empresa, en el trabajo del campo, en las escuelas, en la política, para entrar de lleno en nuestras vidas y viene a anunciarnos que viene a realizar algo nuevo, a recrearnos.
La resurrección del Señor nos ha de dar una profunda esperanza y seguridad de que apoyados en Él podamos superar las dificultades que se nos presentan continuamente en la vida cotidiana.
En un momento en que el pueblo argentino languidece en medio de la carencia de los bienes elementales para los más pobres, de la inseguridad, de un ejercicio de la política que se ha olvidado del bien común, de un mundo frívolo, decadente, buscador de lo fácil, Cristo nos vuelve a decir: Yo soy el resucitado, vengo a transformar el corazón de cada uno, a cambiar la sociedad argentina, las estructuras, pero déjenme entrar.
Dejar entrar a Cristo es decir de una vez por todas no a la corrupción, a la miseria, a lo que denigra al hombre.
En estos días de múltiples oportunidades para la reconciliación con Dios y los hermanos por medio del sacramento de la Penitencia, somos confidentes de tantos dolores, de tantas penas, de la desorientación del creyente ante un mundo cada vez más hostil ante lo religioso, ante lo humano.
Un mundo sin esperanza flota en el aire. ¿A dónde nos llevarán en Argentina nuestros gobernantes? –escuchamos hasta el cansancio estos días-
La esperanza es lo propio del cristiano. Sigamos adelante como el pueblo de Israel cruzando el Mar Rojo. Dejemos que Dios trabe las ruedas de los carros de los que buscan nuestra ruina, que Dios sepulte bajo las aguas del Mar Rojo a aquellos que creyendo que son poderosos pueden ser prepotentes no sólo con nosotros haciendo a su antojo, sino también con el mismo Dios vulnerando permanentemente el orden natural.
Dejemos que Dios actúe, confiando en el Señor victorioso que alabamos a través de los cánticos pascuales. Dios nos iluminará y nosotros debemos acompañar la acción divina ya que Dios nada puede hacer sino lo acompañamos.
No temamos. El pueblo de Israel indefenso ante las tropas del Faraón confió en Dios y El mostró su victoria. Hemos nacido para la tierra nueva del cielo, pero también para vivir dignamente en este mundo.
Volvamos a Dios muriendo al pecado para renacer a la vida nueva que nos ofrece abundantemente.
¡Qué distinta sería nuestra Patria si nosotros los bautizados viviéramos según los mandamientos de Dios, buscáramos la sabiduría de Dios, dispuestos a recibir el Espíritu del resucitado!
Pidamos a Cristo que nos llene de esperanza y de caridad y nos haga cada día más fuertes para llevar valientemente el mensaje del resucitado.

Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”. Reflexiones en torno a los textos bíblicos de la Vigilia Pascual. 11 de Abril de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomas moro.-

7 de abril de 2009

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Marcos 15,34)


“Es necesario llegar a la Cruz para entender que el único camino que asegura la plenitud humana es el de la vida que se entrega olvidándose de sí por el bien de los demás”.

1.-Proclamada la Pasión del Señor según San Marcos, en este domingo de Ramos, volvíamos a escuchar a las puertas de la muerte, el grito desgarrador del Cristo sufriente: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”