24 de agosto de 2020

“¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría de Dios! ¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos!”

Podemos imaginarnos este momento en que Jesús está con sus discípulos y les pregunta a cada uno de ellos “¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre?” y, expresan ellos que la consideración de la gente pasa por decir que Él es un profeta más, alguien especial, un enviado de Dios, pero nada más que eso. Entonces Jesús se vuelve más incisivo al preguntar de nuevo “¿Y ustedes quién dicen que soy?”. Podemos pensar en el silencio breve o no breve que suscitó esto y luego escuchar la respuesta de Simón, uno de los doce diciendo “tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt. 16, 13-20).

Fue una  afirmación de fe, por cierto, ya que no lo mira Simón como  un profeta más,  sino que se trata del Hijo de Dios que está presente en la historia humana. Y Jesús continúa afirmando que el conocimiento de Simón no procede de su ingenio o su inteligencia humana, sino de  la inspiración divina. O sea,  no porque él lo haya visto, no porque él lo haya comprobado, sino que es Dios quien ha inspirado ésta afirmación: “tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
E inmediatamente le cambia el nombre a Simón, llamándolo Pedro. Acerca de esto hemos de  tener en cuenta que en la Sagrada Escritura el cambiar el nombre  a alguien significa darle a esa persona una misión especial, y así, “tú eres Pedro, y sobre ésta piedra edificaré mi iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella”. Nos preguntamos entonces, ¿cuál es la piedra sobre la que Cristo edifica su iglesia?  Pedro será la piedra visible, el vicario de Cristo en la Iglesia Universal con poderes especiales, pero la piedra fundante, la roca que sostiene a la Iglesia como institución es precisamente el Hijo de Dios vivo. Es el Hijo de Dios vivo quien le da firmeza a la Iglesia por Él fundada, de allí que es indefectible y no podrá ser destruida por poder humano alguno.
 Esto es muy importante para tenerlo en cuenta, porque es lo que le da sentido a nuestra pertenencia a la Iglesia Católica, formando parte de Ella como piedras vivas que somos por el Sacramento del Bautismo.
En esta ocasión, Jesús le da  a Pedro el poder de las llaves del Reino, que Él había recibido a su vez del Padre. ¿Qué es dar las llaves? La respuesta ya la tenemos en el Antiguo Testamento en la primera lectura de hoy, cuando en la entronización de un mayordomo real, en tiempo del rey Ezequias, se le entregan las llaves del palacio indicando el poder de atar y desatar con que  se lo reviste desde ese momento (Is. 22,19-23)
Este hecho anticipa obviamente  lo que sucederá en el futuro cuando Jesús reciba del Padre las llaves del Reino y que a su vez entrega a Pedro. El poder de atar y desatar en la tierra tendrá a su vez alcance en el Reino de los cielos cuando se desate o ate algo según haya sucedido en este mundo temporal. Al tener este poder de atar y desatar,  definir o no alguna verdad, el sucesor de Pedro que posee las llaves del Reino, podrá decidir sobre algo en forma definitiva.
Al respecto, por ejemplo, hoy, el arzobispo de Hamburgo en Alemania, salió a defender la posibilidad de la ordenación sacerdotal de mujeres. Este  tema  siempre anda rondando por allí, a pesar de que el Papa San Juan Pablo II ya había dado un corte definitivo al mismo diciendo que no estaba en el designio salvador de Cristo más que la ordenación de varones. De hecho, incluso la Virgen María que es la Madre de Jesús, no fue revestida con la dignidad sacerdotal. Y así, María, por el privilegio de la maternidad divina es superior al sacerdote dando a luz al Hijo de Dios encarnado  en su seno, pero  no puede hacerlo presente en el mundo a través de la Eucaristía.
A su vez,  al papa Francisco se le preguntó acerca de este tema hace un tiempo y el papa dijo claramente  que ya estaba definido  por San Juan Pablo II,  y que quien quiera seguir discutiendo por este tema, muy simple, que vaya a otra iglesia.
Respuesta excelente, por cierto, ya que el católico, sea obispo, sacerdote o laico que defienda esta innovación es libre de emigrar  a alguna de las  iglesias del protestantismo que sostienen esta falsificación de la voluntad de Cristo y han instituido “obispas”, “presbíteros” o “diaconisas”.
Como vemos, la fe en Cristo como Hijo de Dios vivo, le da sentido a todo lo que de esta afirmación se deriva, a todas las verdades de nuestra fe, lo que el Señor nos ha enseñado, lo que la Iglesia ha proclamado en el decurso del tiempo. A veces el ser humano quisiera tener un Cristo según su medida, “y yo estoy de acuerdo con lo que Jesús me enseña, salvo en tal o cual enseñanza”, cuando en realidad si lo acepto a Jesús como el Hijo de Dios vivo, tengo que aceptarlo tal cual se ha presentado en su misión en este mundo y seguir su enseñanza.
Conforme esto, una pregunta que podríamos hacernos en la semana, es la de: ¿creo yo firmemente que Jesús es el Hijo de Dios vivo? Y la respuesta a esta pregunta marcará toda nuestra existencia. Podríamos incluso  hacer esta pregunta en nuestra familia, a nuestros amigos,  ¿creemos que  Jesús es el Hijo de Dios vivo, sí o no?
Si la respuesta es sí, viene otra pregunta, ¿y te sientes comprometido con esto, o sea, tratas de vivir tu fe o tu obrar de acuerdo a esta verdad de Jesús como el Hijo de Dios vivo, o seguís a un Jesús de acuerdo a tu gusto, de acuerdo a como te lo has creado tú en tu mente y en tu corazón? Por eso es muy importante reconocer que al manifestar que Jesús es el Hijo de Dios vivo, en definitiva, como a Pedro, nos lo está inspirando el mismo Padre del Cielo y pide al mismo tiempo, coherencia con esta verdad que sostenemos, ya con nuestra inteligencia, ya con nuestras obras de todos los días.
“¡Qué profunda y llena de riqueza es la sabiduría de Dios! ¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos!” escuchábamos en la segunda lectura (Rom. 11, 33-36), y lo vemos aplicado en estos hechos que reflexionamos en el evangelio del día. Pidámosle al Señor que nos siga iluminando y de la fuerza para poder vivir estas verdades.

 
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXI del tiempo ordinario, ciclo “A”. 23 de agosto de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



18 de agosto de 2020

Con la palabra “¡Que se cumpla tu deseo!” el designio divino se encuentra con toda persona para concederle alivio y salvación.


Los textos bíblicos de este domingo tienen una misma idea central, que podemos sintetizar con las palabras del apóstol San Pablo escribiéndole a su discípulo Timoteo (I Tim. 2, 4) “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. 

Y uno se pregunta por qué Dios quiere que todos los que venimos a este mundo seamos salvados? ¿Por qué Dios quiere eso? porque a todos nos ha creado a lo largo de la historia de la humanidad. ¿Y para que nos ha creado Dios? ¿Para qué ha llamado a la existencia al hombre Dios?  Para participar de su misma vida después de caminar por este mundo haciendo el bien y estando en comunión con Él.
Y tan importante esto es en la Providencia Divina que cuando el ser humano cae en el pecado y se separa de su Creador, Él insiste en su voluntad de llamarnos a la comunión consigo, para lo cual  envía a su Hijo que se hace hombre en el seno de una mujer, la Virgen María.
Viniendo a este mundo y redimiéndonos, nos muestra nuevamente el camino que conduce justamente a la salvación, al encuentro definitivo con la Trinidad misma.   
Esto significa que somos bendecidos por Dios en ésta su voluntad salvadora  sobre cada persona que ha venido a este mundo desde el principio. La llamada, pues, a la comunión con Él, abarca a todos, sin distinción de raza, de religión, sin mirar la bondad o no de cada uno.
O sea, a todo el mundo Dios llama para que se una a su bondad, y para ello a través de su Hijo, funda a la Iglesia que como Madre está presente en este mundo con sus puertas abiertas dispuesta siempre a recibir a toda persona que por la fe, por la conversión de su vida quiera adherirse a Cristo nuestro Señor. El apóstol San Pablo precisamente en la segunda lectura de hoy (Rom. 11,13-15.29-32) nos recuerda que Dios ha querido salvar al hombre a través de un pueblo concreto, el pueblo de Israel, por eso Jesús en el evangelio dice yo he venido a buscar a las ovejas perdidas de Israel, pero queriendo a través de ellas buscar también a las ovejas perdidas que provienen de otros pueblos.  
El mismo Pablo dirá que de la infidelidad del pueblo de Israel se sirvió Dios para llamar a los que provenimos del mundo pagano, pero como Dios en su misericordia llama a todos, no se ha olvidado tampoco de su pueblo elegido, ya que “los dones y el llamado de Dios son irrevocables”
Incluso en la Sagrada Escritura se presenta como una de las señales que anticipa el fin de los tiempos a la conversión del pueblo de Israel, en cuanto pueblo, quizá no todos y cada uno pero si en cuanto pueblo elegido por Dios desde el principio.
 Teniendo en cuenta esto entendemos lo que acontece con Jesús en este encuentro con la mujer cananea, tal como lo escuchamos en el evangelio del día (Mt. 15,21-28). En efecto, Jesús ha entrado en territorio pagano, no judío, por lo tanto aquí hay una voluntad expresa de llegar a los que no vienen del judaísmo. Y una mujer cananea, precisamente  del pueblo rechazado como pueblo pecador, exclama “¡Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”.
Los paganos eran considerados “perros” por los judíos, de allí que Jesús, poniendo a prueba a la mujer, pero suavizando los términos, le dirá movido por la misericordia propia de quien viene a salvar a toda la humanidad: “no está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros”. En efecto, Jesús da a entender que está dispuesto a escuchar, porque esta mujer tiene fe llamándolo por su título mesiánico, sabiendo que es el único que puede liberar a su hija  del maligno.
Cristo tarda en responder pero ya estaba dispuesto a conceder lo que se le pedía, enseñándonos de esa manera que nunca hay que ceder al pesimismo o al desaliento en nuestra súplica y siempre clamar al Señor,  humildemente presentarnos ante Él y mostrarle nuestras angustias, nuestros desalientos, nuestras preocupaciones, todo aquello que es limitativo en nuestra vida para que Él cure nuestra alma, para que Él cure nuestro interior, y haga renacer esa fe incipiente que está allí presente como lo hiciera con esta mujer.
 “Mujer ¡que grande es tu fe!” le dice Jesús, e inmediatamente, destaca el texto bíblico, la hija quedó curada fruto de la fe de esa mujer en el Señor. En efecto, la palabra del Señor “¡Que se cumpla tu deseo!” tiene un efecto sanador, la hija es liberada del espíritu del mal y nuevamente queda allí presente el designio divino de venir al encuentro de toda persona que viene a este mundo cargada de sus problemas para concederle el alivio y la salvación.
En el mundo hay mucha gente que está alejada de Dios, o que han perdido la fe, o que nunca la tuvieron o que profesan otras religiones,  todos y cada uno está llamado a este encuentro personal con Jesús, es un camino, más largo más corto, pero que en definitiva tiene el mismo fin, la aceptación de Jesús como el Hijo de Dios vivo. Y Dios va trabajando en el corazón de cada uno en la conciencia de cada uno por caminos que no sabemos, para que algún día podamos reunirnos todos en una misma adoración al Señor, como cantábamos recién en el salmo responsorial, “a ti Señor te alabe la tierra y todos los pueblos aclamen tu nombre y te bendigan”.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XX durante el año, ciclo A.- 16 de Agosto de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com




16 de agosto de 2020

La “dormición de la Santísima Virgen”, y su Asunción al cielo en cuerpo y alma, anticipa la gloria que nos espera si somos fieles al Señor.



“Se abrió el templo de Dios”, nos dice el libro del Apocalipsis (11,19ª), y se vio el Arca de la Alianza, inmediatamente menciona el texto sagrado a una mujer que está a punto de dar a luz, reconocida siempre como María, la madre del Salvador.


Como Arca de la Alianza  invocamos a María  en las letanías, porque así como en el Arca de la Alianza en el Antiguo Testamento se encontraban las Tablas de la Ley, después de haber sido entregadas por Dios a Moisés en el Sinaí, siendo  un signo de la presencia divina en medio de  su pueblo, en la Virgen María está presente, se va gestando Aquél que  sella la Nueva Alianza con su muerte y su resurrección.
Más aun, los exégetas de la Sagrada Escritura hablan de una presencia anunciada de la Virgen cuando David traslada el Arca de la Alianza a Jerusalén, porque como David danzaba de alegría delante de la misma, mientras se dirigía a Jerusalén, así también Juan Bautista saltaba de gozo en el seno de Isabel cuando se encuentra con María la nueva Arca de la Alianza, en cuyo seno se gestaba el Salvador del mundo.
Como sabemos, todo lo que acontece en el Antiguo Testamento está unido estrechamente con el Nuevo, siendo un anticipo del mismo.
Y María como Arca de la Alianza, terminado el curso de su vida mortal, como señala el papa Pío XII al declarar el dogma de la Asunción, ingresa a la gloria del cielo, a la vida eterna que es la nueva arca de la alianza que contiene obviamente a la Trinidad pero también a la Madre del Hijo de Dios hecho hombre. María está presente entonces en la gloria del cielo, asegurando así que espera a cada uno de nosotros.
Ya Jesús, de hecho, mientras vivía en este mundo había dicho a los discípulos “me voy a prepararles un lugar” , ciertamente a quien le preparó el primer lugar en la Gloria fue a su propia madre.
Cristo al ascender al cielo  hace presente en la eternidad la humanidad, y se corrobora esto, por cierto, con la presencia de su madre.
De tal modo que si alguien pensara que no necesariamente la ascensión es un anticipo de nuestra entrada en la vida Eterna, sí lo es la Asunción de María Santísima, por ser ella la creatura más perfecta que salió de las manos creadoras de Dios. Y así, en la medida que nosotros bautizados caminemos por este mundo viviendo en la Gracia de Dios, tratando de agradarle en todo y mirando siempre la meta que nos espera, podemos tener la seguridad de algún día encontrarnos con ella.
El mismo San Pablo nos dice, en la segunda lectura de hoy (I Cor. 15,20-27ª), que Cristo muerto y resucitado es el nuevo Adán, que deja de lado al viejo Adán, que había traído precisamente la muerte y el pecado para la humanidad, siendo María Santísima al unirse al misterio salvador de su Hijo, la nueva Eva, que redime o corredime con su Hijo a la humanidad a través de la obediencia y la sumisión al Padre.
De manera que la Virgen, adornada con tantas virtudes y privilegios, culmina su vida en este mundo sin que se corrompa su cuerpo, llamándose este hecho la “dormición de la Santísima Virgen”, y siendo elevada  al cielo en cuerpo y alma,  anticipa lo que nos espera.
Queridos hermanos, aprovechemos esta fiesta para crecer en la fe, en que se cumplirán las promesas divinas de llegar algún día mediante la gracia de Dios y nuestras buenas obras, al encuentro del Padre de la Gloria. Aprovechemos para acrecentar nuestra esperanza, es decir que los problemas, las vicisitudes de esta vida, no oscurezcan la seguridad de lo que nos espera, añoramos y buscamos; y aumente también nuestra caridad en cuanto deseemos permanentemente que todos podamos algún día  gozar de la misma gloria junto a la Trinidad Santa,  junto a María, los ángeles y los santos.

Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en  la Solemnidad de la Asunción de María Santísima el 15 de agosto de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



10 de agosto de 2020

Triunfemos sobre el temor que esclaviza para vivir en la fidelidad a Jesús y sus enseñanzas, gracias a la fe madura propia de discípulos.

 

Podríamos decir que el eje de los textos bíblicos de este domingo se centra  en dos tipos de vida que nosotros podemos tener mientras caminamos por este mundo, el de ser esclavos del temor y del miedo, cosa que no proviene de Dios, o ser libres, fundados en la fe en Cristo nuestro Señor.

Fíjense ustedes que en la primera lectura por ejemplo, nos encontramos con el profeta Elías. Temeroso huye de la persecución de la reina Jezabel, que ha entronizado el culto idolátrico en el reino de Israel, mientras el profeta que defiende la pureza de la fe en Yahvé, al no poder hacer nada huye.
Se dirige al monte Sinaí u Horeb, evocando el encuentro que allí tuvo Moisés con Yahvé cuando recibió las dos Tablas de la Ley. Refugiado en la cueva del monte, escucha a Dios que le dice: “Sal y quédate  de pie en la montaña, delante del Señor” mientras el Señor pasaba. Sin embargo, ante el viento impetuoso que se escucha, el terremoto y la fuerza de la naturaleza, se siente  débil y nuevamente se refugia en la cueva.
Al respecto, el texto bíblico (I Rey. 19,9.11-13) dice que en esos fenómenos -que eran comunes para manifestar la presencia de Dios- no estaba Dios, sino que estaba en la brisa suave: “Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su mano, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta”, encontrándose con  Dios.
Dios suavemente se comunica con él, entra en su corazón, lo anima para que  actúe como profeta de la alianza, del Dios Altísimo. De ese modo Elías sale fortalecido en su fe en Dios, ya que  como escuchamos al apóstol san Pablo el domingo pasado (Rom. 8, 35.37-39), si Dios está con nosotros nada ni nadie podrá separarnos de su amor,  que entre nosotros se manifiesta por  Cristo. 
En el texto del Evangelio (Mt. 14, 22-33) nos encontramos con una situación parecida.  Los discípulos son enviados a la otra orilla y una tormenta sacude la barca, tienen miedo, signo de las fuerzas del mal que permanentemente acechan al hombre para destruirlo o para hacerle perder ese equilibrio interior que proviene del encuentro de la amistad con Dios nuestro Señor. Y Jesús que ha estado hablando con el Padre del Cielo, con su Padre y Padre nuestro, se acerca caminado hacia la barca para darles tranquilidad, pero los apóstoles siguen esclavizados por el temor y, así dirán  “es un fantasma” poniéndose  a gritar, sin que ninguno pensara en la presencia del Señor.
Precisamente esto  es lo que acontece muchas veces en nuestra vida, de modo que ante los problemas, las dificultades, los dramas, comenzamos a gritar y no nos acordamos del Señor, y entonces en lugar de salir del problema, de la dificultad, nos hundimos más todavía. 
Pero Cristo que conoce la debilidad humana le dice a los apóstoles “soy yo no teman” porque  ¿cuándo vamos a entender que si el Señor está con nosotros nada hemos de temer? Principalmente si obramos el bien, buscando adorar a Dios, y viviendo en comunión  con Él.
A pesar de esto, puede sucedernos lo de Pedro, que lo desafía a Jesús, “si eres Tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua” y el Señor redobla la apuesta diciéndole “ven”.  Sin embargo, Pedro comienza a hundirse, ¿por qué? ¿Porque lo dejo de proteger el Señor? No; porque Pedro nuevamente esclavo del temor, como confiaba en él, comienza a hundirse, aunque  en un momento de lucidez dirá  “Señor sálvame”
Observa el texto  bíblico que Jesús lo toma de la mano, le da seguridad, le reprocha suavemente la falta de fe que originó la duda y el hundimiento, para subir ambos a la barca, cesando el viento, mientras todos se postran  reconociendo el señorío de Jesús diciéndole “Tú eres el Hijo de Dios”.
Como Elías en el monte adora al Señor que se le manifiesta y como los apóstoles reconocen la divinidad del Señor, así también cuanto más unidos estemos en el Señor, lo adoremos y lo reconozcamos como Dios,  podremos superar todas las dificultades que se presentan y si no las podemos superar, por lo menos saber cómo soportarlas con paciencia siguiendo en definitiva el ejemplo del mismo Cristo que murió y padeció por nosotros.
El Señor no nos abandona, el Señor no nos deja, porque somos sus hijos.  En efecto, fijémonos en lo que dice el apóstol San Pablo en la segunda lectura, (Rom. 9, 1-5). Está triste, está dolido, porque el pueblo de Israel,- dice “los de mi propia raza”- no recibieron, ni  reconocieron a Jesús como el Hijo de Dios vivo. ¿Y qué sucedió después? Que los que venimos de los gentiles, de los paganos fuimos constituidos pueblo elegido recibiendo todos los dones que fueron rechazados por los judíos. O sea, ser hijos de Dios, haber recibido la gloria, la ley, y toda clase de bendiciones.
Ante esto, ¿tendrá que llorar también San Pablo por nosotros que habiendo recibido tanto de Dios no nos convencemos de la necesidad de unirnos para siempre a Jesús? ¿Aceptamos que nos diga “no teman”,  nos dejamos tomar de la mano por el Señor dispuestos a vivir de acuerdo a sus enseñanzas?
Queridos hermanos, por el sacramento del bautismo estamos llamados a vencer esa esclavitud del temor a la que muchas veces nos sentimos atraídos y hasta podría decir seguros, para tener la valentía, la osadía de ir en busca del único que es nuestra seguridad, nuestra piedra, que es Cristo nuestro Señor. 
A Él buscar siempre, aumentando nuestra fe en Cristo nuestro Señor, aún en medio de las pruebas, ya que todo momento de la historia humana es difícil en lo que respecta a ser fieles a su Persona y enseñanza.
Hemos de  descubrir que a pesar de las dificultades de cada momento histórico, de la cultura que nos toca vivir, cada época es  tiempo de gracia toda vez que logremos afrontar las dificultades de la vida y demos testimonio de lo que somos unidos estrechamente a Cristo nuestro Señor.
Recordemos que si Él sube a la barca de nuestra vida el viento calma, las dificultades comienzan a desaparecer o a tener otro sentido, adquiriendo una mirada nueva para afrontar esos riesgos.
Pidámosle a Cristo, por mediación de su Madre Santísima, que nos otorgue su gracia para unirnos  más a lo que su Providencia ha preparado para cada uno.

Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XIX durante el año. Ciclo A. 09 de agosto de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



4 de agosto de 2020

Alimentados con el alimento eucarístico entregado generosamente por Jesús, soportemos los males necesarios para vivir en santidad.

 Cantábamos recién en el salmo responsorial (144, 8-9-15-18) que “El Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia; el Señor  es bueno con todos y tiene compasión de todas sus criaturas”. Pareciera que el salmista entrara en la intimidad misma de Dios y develando su misterio oculto desde siempre, nos lo comunicara para que percibamos  su grandeza y le correspondamos también con un mayor amor de nuestra parte a pesar de la pequeñez del ser humano.
Más aún, el descubrimiento de esta intimidad divina conduce a que “los ojos de todos esperan en ti, y tú les das la comida a su tiempo; abres tu mano y colmas de favores a todos los vivientes”. ¡Qué bella expresión si se cumpliera que los ojos de todos los que habitamos en este mundo se orientaran siempre a Dios, como la mirada de los niños pequeños que se dirigen en súplica hacia sus mayores!
El mismo profeta Isaías (55,1-3) menciona la generosidad divina para con nosotros en el hecho que abundantemente los dones de la tierra son entregados a todos como una regalo desinteresado del Creador.
¿Qué alimento buscamos nosotros y en el que malgastamos nuestros bienes, se pregunta el profeta? Todos conocemos la respuesta al contemplar a la sociedad de consumo en la que estamos insertos, y cómo el ser humano se marea yendo tras los bienes perecederos poniendo en ellos absoluta confianza y esperanza de que otorguen toda suerte de felicidades y bienestar personal.
De hecho la ansiedad por cubrirnos de bienes materiales no hace más que dejar al descubierto la soledad profunda del corazón humano, vacío de Dios y de toda preocupación que mire las carencias de los hermanos que padecen tanta necesidad en la sociedad actual.
La palabra bíblica nos enseña de alguna manera, que en la medida que encontremos a Dios realmente, seremos capaces de mirar lo material con otros ojos, otorgándole la dimensión efímera que merece.
Precisamente san Pablo (Rom. 8, 35.37-39) describe que la libertad interior de la persona humana que no está anclada por lo material, es capaz de soportar todo tipo de penurias en este mundo, con tal de permanecer unida a Dios nuestro Señor.
Si el corazón está libre de todo yugo pasajero es capaz de preferir tribulaciones, angustias, persecuciones, peligros y espada con tal de  permanecer en el amor de Cristo.
¡Qué desafío se nos presenta en las palabras del apóstol cuando menciona que no existe realidad alguna que pueda separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús! Porque, ¿estamos de tal manera preparados y encendidos en el amor divino que seríamos capaces de padecer por el amor de Cristo?
El texto del evangelio (Mt. 14, 13-21) enseña hasta qué punto lo que hagamos nosotros por pequeño que sea, tiene un efecto multiplicador muy grande con la ayuda divina manifestada por Jesús.
Y así,  Jesús es capaz de multiplicar los pocos panes y peces que traen los apóstoles, para dar de comer a  “cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños”, sobrando incluso en demasía después de saciarse toda la gente que acudía a su encuentro.
Este milagro multiplicador de bienes materiales apunta, sin embargo, a anticipar el alimento eucarístico que nos ha prometido  el Señor entregándose en la última Cena y en la muerte en Cruz.
En este sentido, si cada persona está dispuesta a sufrir algo por la causa del Señor, Él fructificará con su gracia esa pequeña entrega nuestra concediéndole si fuere necesario, carácter martirial, como testimonio esperanzador de la fe inquebrantable en la eternidad
Por otra parte, Jesús nos enseña, con su palabra y gestos, cómo se conmueve ante las necesidades del ser humano. De tal manera penetra en nuestras debilidades y en nuestra nada, que conociendo la imperfección a la que estamos sujetos, nos acompaña y guía a la superación de todo, confiando más en la fuerza divina que en la propia potencia humana.
La sociedad en la que estamos insertos, de corazón tan frío e indiferente ante la debilidad humana, nos reclama cada día más, dar testimonio de nuevos creyentes que trabajan por tener los mismos sentimientos de Cristo y que por lo tanto se conmueven ante el dolor ajeno, ante tantos abandonados por una cultura en la que los pequeños sobran y no interesan para una sociedad opulenta.
Queridos hermanos: deseosos de vivir en comunión con el Señor, nutramos la vida interior con el alimento eucarístico, entregado generosamente por Jesús, implorando a su vez, la fuerza de lo alto para soportar los males que sean necesarios para vivir en santidad de vida, testimoniando así la grandeza de la vocación cristiana.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVIII durante el año. Ciclo A. 02 de agosto de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com