Los israelitas guiados por Moisés se dirigen a la tierra prometida mientras experimentan hambre, sed y hostilidad de otros pueblos vecinos, cundiendo el desasosiego entre ellos y deseando haber muerto en Egipto (Éx. 16, 2-4.12-15).
Su mirar atrás deseando el bienestar vivido en Egipto como esclavos, representa de algún modo el sentimiento del hombre universal que muchas veces prefiere la seguridad de la esclavitud del pecado, de las pasiones o debilidades personales. No se ha valorado lo suficiente la libertad que ha ofrecido Dios, rescatando al pueblo de la opresión.
Ante la exigencia de afianzar cada día esa libertad con sacrificios y olvido de los propios deseos, rectificando caminos recorridos, no pocas veces el ser humano prefiere “la seguridad” que ofrece la dependencia ya experimentada.
Dios que conoce al hombre en sus distintas facetas, le ofrece el alimento perecedero para que elevando su mirada más allá de lo temporal, experimente la misericordia divina sellada por la Alianza que asegura la predilección divina a pesar de la infidelidad del ser humano.
En el texto del evangelio (Jn. 6, 24-35) nos encontramos nuevamente con la figura de Jesús como “nuevo Moisés” que desea elevar al pueblo de lo terrenal a la contemplación de Él mismo como misterio de salvación, es decir, dejando el pan material encontrarse con el verdadero alimento de vida.
Así lo expresa diciendo a la gente que lo busca con ansiedad, y que ciertamente se engaña a sí misma: “les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse”.
Les reprocha el que su mirada haya quedado en la multiplicación de los panes y de los peces en lugar de comprender el “signo”, esto es, el reconocerlo como el Hijo de Dios que enviado por el Padre se entrega como alimento.
¡Cuán a menudo sucede esto entre nosotros! buscamos a Jesús no por Él mismo sino por lo que nos puede dar u ofrecer.
Ocurre incluso hasta en la liturgia que celebramos, ya que no pocas personas apetecen “una liturgia divertida” o “alegre”, o asisten a misa por el cura tal o cual y no por Cristo, que ha de ser siempre el eje de atención de nuestra fe, para expresarle nuestra alabanza. Hasta cuando pedimos aplausos para los recién casados o bautizados u ordenados, manifestamos que no está puesta nuestra total reverencia y adoración en el Cristo vivo entre nosotros, sino que convertimos a las personas, por buenas que sean, en el centro de la liturgia.
En el fondo, un obrar así, sólo manifiesta que ponemos el acento en lo que satisface nuestra curiosidad o nuestras pasiones, dejando olvidado al Señor.
Conocedor de estas vanidades humanas e intereses mundanos, Jesús continúa diciendo “Trabajen no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es Él a quien Dios, el Padre marcó con su sello”.
¿Trabajamos nosotros por este alimento de la inmortalidad que se nos ofrece de continuo? ¿Es la Eucaristía tan importante para nuestras vidas que estamos dispuestos a dejar de lado todo aquello que nos impide recibirlo a Jesús?
Al igual que la gente que rodea a Jesús, debemos preguntar también qué hacer para realizar las obras de Dios, y hoy como ayer, el Señor nos responde que la obra consiste en creer precisamente en el enviado del Padre, siendo Él mismo el verdadero “signo” que se ofrece a todos como Salvador y alimento.
Pero como en su tiempo, Jesús es interpelado también por nosotros y le preguntamos qué obras realizas para que creamos en Ti, y el Señor contesta que tanto el pan material como el Pan bajado del cielo, son dones del Padre, pero “el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo”.
Estas palabras escuchadas de boca del Señor, a su vez, nos permiten comprender lo que dice san Pablo (Ef. 4, 17.20-24):“no procedan como los paganos, que se dejan llevar por la frivolidad de sus pensamientos”, ya que no pocas veces nos ocupamos en demasía por lo pasajero y dejamos de considerar lo fundamental para la vida del creyente.
Seguidamente, el apóstol nos recuerda la necesidad de seguir las enseñanzas del mismo Cristo renunciando a la vida que llevábamos, despojándonos del hombre viejo “que se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia” para revestirnos del “hombre nuevo creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad”.
¿En qué consiste la verdadera santidad? La respuesta la tenemos en las últimas palabras del texto del evangelio de hoy cuando la gente, al manifestarse Jesús como el pan que da la vida al mundo, le suplica “Señor, danos siempre de ese pan” y Jesús responde “Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí, jamás tendrá hambre, el que cree en mí jamás tendrá sed”.
Si contemplamos la vida nuestra y la del mundo con ojos de fe, sabemos que esta enseñanza de Jesús es la verdadera, de tal manera que el encuentro con su persona y el seguimiento de su vida saciará nuestra hambre más profunda, y una fe cada vez más vivida permitirá que no tengamos ya la sed apremiante de quien por vivir sólo en lo terrenal se olvida de la vida eterna prometida.
Lejos del Señor, el ser humano está siempre hambriento de las “cosas” en las que se apoya, y como estas no lo colman, se hunde en el vacío más trágico.
Queridos hermanos, conociendo que pertenecemos, por ser imagen suya, al Señor que nos ha salvado, sigamos los consejos de san Pablo dejando atrás el hombre viejo de la esclavitud ocasionada por el pecado, para avanzar con la libertad de los hijos de Dios por el camino propio del hombre nuevo que se alimenta no con lo efímero sino con el alimento del mismo Jesús que se brinda en cada Eucaristía.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVIII durante el año. Ciclo B. 02 de agosto de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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