En la primera carta de san Pablo a Timoteo (2,1-8), el apóstol afirma que Dios “quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.
Para realizar ésta su voluntad, envió a su Hijo al mundo, el cual al asumir nuestra naturaleza humana se convirtió en “un solo mediador entre Dios y los hombres” y “se entregó a sí mismo para rescatar a todos”, posibilitándonos así alcanzar la Verdad por medio suyo como revelador del Padre.
Mientras caminamos hacia esa Verdad plena, meta de la salvación prometida, el Señor nos ilumina de tal manera que progresivamente descubrimos las numerosas verdades que forman parte de nuestro existir cotidiano.
En este domingo la Palabra de Dios nos ilustra acerca de la administración y el uso de los bienes que hemos recibido, ya espirituales como materiales.
A los bienes espirituales que refieren a Dios y que recibimos para crecer en santidad de vida, los hemos de cuidar y no perder a causa del pecado, precisamente porque nos fueron otorgados para la salvación de cada uno.
En relación con ellos estamos llamados a evitar malgastarlos o ponerlos en peligro por medio de actitudes poco evangélicas.
Pero también se nos dieron en administración los bienes materiales, para perfeccionar nuestra naturaleza humana en orden también a la salvación, bienes que son comunes a todos los hombres, de allí que no es lícito abusar de ellos o pensar que somos dueños y podemos usarlos como nos plazca, olvidando muchas veces a nuestros hermanos y sus necesidades.
Estos bienes materiales entregados por Dios en la creación del mundo y del hombre, están al servicio de todos, para que podamos utilizarlos según las necesidades propias de la naturaleza humana, obteniendo por medio de la propiedad privada, sólo lo necesario para vivir, de modo que a nadie le sobre ni tampoco le falte cosa alguna para llevar una vida digna de la persona.
En relación con estos bienes temporales, y como consecuencia del pecado original, el ser humano experimenta de continuo la tentación de pensar que es dueño y no administrador de las cosas recibidas, poniendo los medios para apropiarse incluso de lo ajeno con tal de satisfacer su apetito.
Al respecto, el profeta Amós (8, 4-7), censura duramente a los que hacen de la explotación del prójimo un modo de vivir egoísta y que sólo buscan crecer en el acopio de bienes ajenos, pensando en el propio bienestar y desinteresándose de lo que le pueda suceder a los demás.
En nuestra Patria, en la actualidad, tenemos noticia de probables asociaciones ilícitas para delinquir mediante la rapiña de los bienes de todos con el enriquecimiento propio de los que tenían el poder en sus manos o lo siguen teniendo, aunque no visiblemente.
Pero también está dentro de este esquema dañino de lo que es de todos, lo que conocemos como el despilfarro de la riqueza nacional, muchas veces con el silencio del pueblo argentino, que está involucrado o favorecido.
Por ejemplo percibimos la creación constante de puestos de “trabajo” innecesarios, según cambie el signo político, la existencia de los sempiternos ñoquis, los eternos estudiantes que hacen política en las universidades sin que progresen en los estudios, la falta de inteligencia para hacer la vida de la gente más soportable, sin el agobio de mecanismos burocráticos, la falta de dedicación en las tareas que corresponden, en fin, un sinnúmero de situaciones que sería largo enumerar y que por otra parte todos conocemos.
El despilfarro de los bienes de todos en el pasado, el abuso de autoridad en la disposición de los recursos comunes, la falta de una justicia distributiva que favorezca a los verdaderamente más débiles y necesitados, reclama en el presente una conducta de todos los ciudadanos, gobernantes y gobernados, que privilegie la austeridad, el buen uso de los recursos, la aportación mayor de quienes más poseen, y la cultura del trabajo superando el de la dádiva.
De allí la importancia de orar por todos, para que nos convirtamos de lo que no sea según la voluntad del Señor, y especialmente oremos como lo pide san Pablo, “por los soberanos y por todas las autoridades, para que podamos disfrutar de paz y tranquilidad y llevar una vida piadosa y digna”.
Ciertamente, si todos los revestidos de autoridad, en los diversos campos de la vida humana, ya social, económica, política, religiosa etc, cuidaran la buena administración de lo que está bajo su responsabilidad, alcanzaríamos una vida temporal según la voluntad divina, orientada por cierto, a la eterna.
Por otra parte, en el evangelio, Jesús alaba al administrador infiel no por su falta de escrúpulos en hacer el mal, sino por su capacidad para superar la pérdida del empleo (Lc. 16, 1-13) ganándose amigos con el dinero de la maldad que lo asistan en el futuro inmediato.
Igualmente nosotros, imitando al administrador infiel, hemos de hacer amigos con el dinero de la injusticia para que nos reciban en las moradas eternas.
¿Cómo se entiende esto? Estos amigos son los pobres, los necesitados, los marginados de este mundo, los que no progresan nunca, no porque no lo intenten sino porque siempre son excluidos por los más fuertes.
El dinero de la injusticia es el conseguido ilícitamente o que habiendo sido adquirido justamente, nunca se comparte con los más débiles, ya que el corazón del poseedor de la riqueza queda clausurado en sí mismo.
Esta esclavitud del corazón anclado a la riqueza, impide poner la atención en el verdadero tesoro que es Dios mismo, de allí que se cumpla aquello “no se puede servir a Dios y al Dinero” al mismo tiempo.
Queridos hermanos: aprovechemos estas enseñanzas del Señor para pedirle humildemente la libertad necesaria que impida atarnos a lo pasajero y perecedero, para buscar siempre su santa voluntad, la que nos orienta siempre a los bienes verdaderos que no se pierden ni desaparecen sino que permanecen para la vida eterna.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXV del tiempo ordinario, ciclo “C”. 18 de septiembre de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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