Pablo y Bernabé continúan con su misión evangelizadora transmitiendo la alegría de ser testigos del resucitado, e invitando a todos los que quisieran a unirse a la fe en el resucitado.
Estando en Listra “apedrearon a Pablo y, creyéndolo muerto, lo arrastraron fuera de la ciudad. Pero él se levantó y, rodeado de sus discípulos, regresó a la ciudad” (Hechos 14,19 y 20), continuando con su misión evangelizadora en Derbe sin miedo alguno, haciendo numerosos discípulos para el Señor.
Recorriendo otros lugares y teniendo en cuenta la experiencia vivida por Pablo, tanto él como Bernabé (Hechos 14, 21b-27) confortan a sus discípulos y los exhortan a “perseverar en la fe, recordándoles que es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios.”
Al mismo tiempo “en cada comunidad establecieron presbíteros, y con oración y ayuno, los encomendaron al Señor en el que habían creído”, configurando nuevas comunidades cristianas.
Con entusiasmo misionero siguen llevando la Palabra de Jesús y, llegados a Antioquía, lugar en “donde habían sido encomendados a la gracia de Dios para realizar la misión que acababan de cumplir”, dieron cuenta de lo que Dios había realizado con ellos y “cómo había abierto la puerta de la fe a los paganos”.
Esta descripción resalta el hecho de que Pablo y Bernabé están convencidos que han evangelizado bajo la guía divina y que sólo la gracia de lo alto hizo posible atraer a la fe a muchos paganos dispuestos a la vida cristiana.
Las persecuciones siempre acompañaron a los seguidores de Jesús a lo largo de la historia humana, encontrando nuevas formas según los tiempos y cultura, como se percibe incluso en nuestros tiempos.
Y así, si en otro tiempo recrudecieron los embates cruentos, en la actualidad prima además en el ataque contra la fe, el crecimiento de ideologías –como la llamada de “género”- que buscan vaciar la fe y costumbres de todo signo cristiano pretendiendo mundanizarlo todo.
El Apocalipsis, como revelación divina, muestra la lucha sin cuartel entre las fuerzas del maligno y aquellos que se han mantenido fieles al Señor en el transcurso del tiempo constituyendo “el resto de Israel”, que confiando en la gracia y fuerza divinas no claudicaron ante el maligno.
Esto lo describe san Juan en sus visiones, mostrando cómo muchos se arrodillan ante la Bestia y todo tipo de manifestaciones del maligno, formando parte de la apostasía general distinguiéndose de los que sometidos por muchos sufrimientos perseveran hasta el final.
El texto de la liturgia de este domingo (Apoc. 21, 1-5ª) nos presenta “un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron”, resultado del triunfo de Dios sobre el mal, identificado aquí con el mar, que al ser derrotado, ya no existe más.
Como resultado de esto es anunciada la Nueva Jerusalén que desciende de lo alto, fruto por lo tanto de la voluntad de Dios, que es descrita como “la morada de Dios entre los hombres: Él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será con ellos su propio Dios”.
Se cumple así lo anunciado por Pablo a los discípulos de Cristo en el sentido de que la fidelidad y la perseverancia en la fe, en medio de las tribulaciones, permite la entrada en el reino de Dios.
Hasta que esto sea realidad y la salvación final sea vivida por los elegidos, cada creyente ha de vivir en el amor a Dios y a los hermanos.
Precisamente, Jesús resucitado nos compromete a amarlo a Él sobre todas las cosas, reclamándonos la triple confesión que hiciera a Simón Pedro e, indicando antes de su glorificación en la Cruz, que es la glorificación del Padre –es decir, testimoniar su máxima gloria- que nos amemos los unos a los otros (Jn. 13, 31-33ª.34-35).
El amor entre los discípulos del Señor no es mera declamación, sino realizar permanentemente el bien en el mundo, buscando atraer a todos los alejados del Señor nuevamente a su encuentro, como lo hicieran Pablo y Bernabé y los demás apóstoles.
Evangelizar es precisamente no sólo dar testimonio del resucitado y de sus enseñanzas reclamando una vida coherente con la fe, sino prolongar la obra evangelizadora de Jesús, mostrando el atractivo que implica su seguimiento, clave de la plena realización humana, manifestando el verdadero amor a todos que continúa el amor de Cristo hacia la humanidad.
“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”, cantamos con frecuencia, como lo hiciera Cristo que entregó su vida por todos, habiendo recibido sus frutos sólo “los amigos”, es decir, los que no lo rechazan y eligen seguirlo en el decurso del tiempo.
Esto nos hace comprender que en el diario caminar de nuestra vida, es el amor a Cristo y a los hermanos lo que nutre nuestra fe y dilata la esperanza por alcanzar el Reino.
En cada época histórica seremos perseguidos de mil formas por testimoniar a Cristo y defender la verdad y el bien, siendo el amor a Cristo y a los hermanos para quienes buscamos siempre el bien, especialmente el espiritual, el camino para llegar a la meta, es decir, formar parte de los elegidos, el nuevo pueblo de Dios, habitando la Jerusalén Celestial, “morada de Dios entre los hombres”.
Hermanos: imploremos la gracia divina para profundizar y consumar a fondo este ideal de vida de modo que se cumpla el que “Así manifestarán a los hombres tu fuerza y el glorioso esplendor de tu reino: tu reino es un reino eterno, y tu dominio permanece para siempre” (Ps. 144, 8-13ª).
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el quinto domingo de Pascua ciclo “C” 19 de mayo de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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