30 de agosto de 2016

“El que se humilla es elevado a la altura de Cristo, a la cima de la cruz, para alcanzar después como Él, permanecer a la derecha del Padre”

Dirigidas a todos nosotros, escuchábamos recién en la carta a los Hebreos (12, 18-19.22-24) estas palabras: “Ustedes no se han acercado a algo tangible”, captado por los sentidos, sino que hemos venido como cada domingo, al encuentro del misterio que se nos ofrece. 
El autor de la carta a los Hebreos continúa especificando en qué consiste el misterio que se nos entrega afirmando que  “Ustedes, en cambio, se han acercado a la montaña de Sión, a la Ciudad del Dios viviente, a la Jerusalén celestial”, y esto es así porque al participar de la Eucaristía semanal estamos anticipando la gloria que nos espera en la Jerusalén  del cielo, la cena en la que compartimos el Cuerpo y Sangre del Señor resucitado, adelanta la contemplación de Dios en la gloria. 
En cada misa también nos acercamos a la “multitud de ángeles” que aunque no vemos con los ojos de la carne están presentes en actitud de adoración ante el misterio que se despliega ante nuestra fe.
Nos acercamos también a una “fiesta solemne”, al misterio de nuestra salvación, la Pascua del Señor que se actualiza cada vez con más fuerza y nos permite crecer en la vida cristiana que se nos ha entregado. 
Nos acercamos “a la asamblea de los primogénitos  cuyos nombres están escritos en el cielo”, constituida por  los que son fieles al Señor.
Nos acercamos también con nuestra presencia dominical a los santos que ya gozan de la felicidad plena, a “los espíritus de los justos que ya han llegado a la perfección” e interceden ante Dios por  nosotros. 
En fin, nos acercamos  a Dios, “que es el juez del universo” y nos espera con benevolencia y, “a Jesús, el mediador de la Nueva Alianza y a la sangre purificadora que habla más elocuentemente que la de Abel”.
¡Qué hermoso regalo de Dios recibimos cada domingo, purificados por la sangre del Señor cuyo sacrificio se actualiza ante los ojos de la fe!
Al mismo tiempo, la presencia del Señor entre nosotros se hace realidad en la  mesa del altar, como alimento que nutre la vida interior, y  en el ambón, donde se proclama su Palabra de vida. 
De allí que se nos invite a escucharlo con gozo, y sustentar el espíritu llevando a cabo la enseñanza que  ilumina e instruye cada domingo.
En esta ocasión Jesús nos habla de la necesidad de hacernos pequeños, tanto delante suyo como de los demás, no buscando la figuración y los primeros puestos como signo de grandeza personal (Lc. 14,1.7-14), sino  imitarlo cuando se empequeñeció, sin sentir menoscabo a su divinidad.
El Señor sabe muy bien que el ser humano se siente tentado siempre a reeditar el pecado de los orígenes, la soberbia, por la que ambicionó estar por encima de su Creador y mucho más de los demás hombres. De allí que ya en el Antiguo Testamento (Eclo. 3,17-18.20.28-29)  se nos recuerde que “realiza tus obras con modestia y serás amado por los que agradan a Dios”, ya que siempre es apreciada la humildad por todos.
Humildad ésta que debe ser buscada ya que “cuanto más grande seas, más humilde debes ser”, alcanzando la promesa del Señor que consiste en obtener  su favor “porque el poder del Señor es grande y Él es glorificado por los humildes”.
El deseo de grandeza desmedido, por otra parte, alcanza siempre el rechazo de toda persona ya que “no hay remedio para el mal del orgulloso, porque una planta maligna ha echado raíces en él”.
Jesús nos dice en el texto del día que el remedio eficaz para los deseos desmedidos de grandeza es no buscar el sobresalir por medio de cargos o de cualquier vanidad mundana, sino haciendo el bien a los demás.
Darnos cuenta que la dignidad de la que estamos revestidos nos ha sido otorgada al ser creados a imagen y semejanza de Dios y recreada y perfeccionada por el sacramento del bautismo, siendo esta verdad lo que nos iguala a todos por naturaleza, pobres o ricos, sabios o no, malos o buenos, delante de Dios y de los demás.
A raíz de esto, somos dignos de ser reconocidos en el mundo y la sociedad, y no por títulos externos concedidos por la ambición y frivolidad de quienes ven la grandeza en lo exterior y pasajero. 
El  Señor nos asegura, por otra parte, que se encargará de elevarnos a cada uno cuando sea necesario, diciéndonos “Amigo, acércate más”  ya que “todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado”, es decir, que el que se humilla es elevado a su altura, a la cima de la cruz, clave de la humillación cristiana, para alcanzar después la elevación de la que goza el Hijo a la derecha del Padre.
Queridos hermanos, buscando siempre servir a quienes no pueden o  no saben agradecernos, sin buscar nunca ventaja alguna por el bien realizado, imitemos al Maestro que se entregó con amor a todos, llegando a darse como alimento para fortalecer a los humildes.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XXII del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 28 de agosto de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





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