Los textos bíblicos de la liturgia dominical presentan enseñanzas apropiadas para alimentar la vida interior de seguimiento a Jesús, que constituye siempre la razón de ser de nuestro caminar diario.
En primer lugar, Cristo nos dice: “No teman a los hombres”.
La primera de ellas es una exhortación de Jesús a no temer a los hombres en nuestra vida de creyentes (Mt. 10, 26-33).
En efecto, al enviar Cristo a sus discípulos a predicar su Palabra y realizar prodigios que corroboren esa enseñanza, será una realidad constante la persecución, ya que el odio contra Él se desatará también contra sus amigos y seguidores, ya en su tiempo, ya en cada momento en que transcurra la misión de la Iglesia.
Ya se encuentran vestigios de persecución contra el que predica la verdad, en la figura de los profetas del Antiguo Testamento, como en la persona de Jeremías (20, 10-13) que sufre en carne propia las reacciones de los pecadores que no soportan la predicación de la verdad, en este caso las calamidades que caerán sobre un pueblo infiel.
El profeta nada teme, aunque sufre, porque “el Señor está conmigo como un guerrero temible: por eso mis perseguidores tropezarán y no podrán prevalecer; se avergonzarán de su fracaso, será una confusión eterna, inolvidable”.
Idéntica actitud deben tener los apóstoles y nosotros los creyentes de este tiempo, porque Dios hecho hombre es nuestra roca, con Él a nuestro lado no debemos temer mal alguno.
A su vez, el Señor que está con nosotros en el camino de la vida, nos fortalece para perseverar en la misión que nos envía de dar a conocer su Palabra, en medio de las amenazas y burlas permanentes.
En segundo lugar advierte el Señor que “No teman a los que matan el cuerpo”..
San Pablo (Rom. 5,12-15) recuerda que la muerte es universal y tiene su origen en el pecado original y es causa de tribulación para quienes han fundado su vida en lo temporal y pasajero, mientras que para el que vive de la fe lo principal es temer mas bien a “aquél que puede arrojar el alma y el cuerpo al infierno”.
Para quien vive en Jesús no interesa tanto la muerte física sino el preservarse de todo pecado que lleva a la lejanía de Dios.
Y así, si fuere necesario, el creyente ha de estar dispuesto a perder dinero, fama, honor y hasta la vida temporal, con tal de permanecer intacto para Dios en su alma y vida toda.
¡Cuántas personas se preocupan por tenerlo todo en lo que refiere a lo pasajero, dejando de lado su vida eterna, a la que hemos de prepararnos mientras vivimos en este mundo!
Temer a Dios significa responder a su gracia para no ofenderlo, como fue el estilo de vida de los que llegaron a la cumbre de la santidad.
Los que obran el mal, en cambio, cuidan “su cuerpo”, su status, su forma frívola de “pasar” la vida, persiguen no pocas veces a los buenos porque son un reproche vivo a su mal proceder, se rebelan contra Dios, en la oscuridad realizan sus maldades creyéndose impunes.
Pero a ellos se dirigen las palabras del Señor “no hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido”, quedando patente su maldad a la vista de todos los hombres.
El que vive en Cristo, por otra parte, y obra para agradarle, no teme a la muerte del cuerpo, se siente fortalecido en Dios, no vive en la oscuridad, habla de día y abiertamente, porque debe ser luz para todos.
Sufre las secuelas del pecado original, de las que no fue exento, la tentación contante, las debilidades y la muerte del pecado personal incluso, pero “la gracia de Dios y el don conferido por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, fueron derramados mucho más abundantemente sobre todos” (Rom. 5, 15).
A su vez, Cristo nos coloca hoy en una disyuntiva que penetra incisivamente el corazón.
En efecto, dos actitudes se presentan abiertamente ante nuestra libertad: o lo reconocemos o lo negamos abiertamente ante los demás.
Y así escuchamos que “al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquél que reniegue de mí ante los hombres” (Mt. 10, 32 y 33).
Como es tajante la exigencia que el Señor formula atento a nuestra condición de creyentes, también ha de ser clara nuestra respuesta. No resulta ocioso que nos preguntemos a menudo, ¿Soy capaz de dar testimonio de mi compromiso con el Señor, o por el contrario lo niego sistemáticamente en mi vida corriente, ya sea por miedo o respeto humano, o para evitar persecución de parte de un mundo hostil?
¿Me dejo llevar por un estilo de vida donde rige la corrupción, la frivolidad, el desprecio por lo sacro, o por el contrario me enfrento con la maldad aunque pierda fama, dinero o amigos?
Cada vez que elijo lo que se opone a Cristo estoy renegando de Él, cada vez que no testimonio a Cristo por miedo, lo estoy negando. Cuando hago la vista gorda ante la profusión del mal sin hacer cosa alguna, aunque mínima, estoy traicionando al Salvador.
Ante el panorama actual vivido y percibido en la sociedad y cultura en la que estamos insertos, ¿nos ve Cristo como verdaderos creyentes y seguidores fieles a su Persona y enseñanzas?
Hermanos: pidamos al Señor la gracia de seguir los pasos de nuestro patrono a quien celebramos, san Juan Bautista, que camina adelante nuestro mostrando qué implica amar al Señor y testimoniarlo siempre.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo decimosegundo del tiempo Ordinario. Ciclo “A”. 25 de junio de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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