Cuando se acercaba el momento de su Pasión y muerte, Jesús llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan a la cima del monte Tabor y allí se transfiguró.
Les mostró por medio de su persona resplandeciente la profundidad de su divinidad. Ellos contemplaron a Jesús y anticiparon por medio de una visión la gloria del cielo.
De esta manera los prepara para no dejarse vencer por el “escándalo” de la cruz que debían soportar, para afrontar la persecución por causa de la Palabra que los acompañaría a lo largo de la misión que les ha confiado.
Pero, al mismo tiempo, esta experiencia de la gloria futura que espera a los que son fieles al Señor, es un estímulo eficaz para la Iglesia toda a lo largo de la historia humana, de modo que nunca el temor al sufrimiento o el desprecio del mundo la conduzca a “amoldarse” a las costumbres mundanas.
En esta Transfiguración del Señor, la Iglesia, Cuerpo de Cristo, participa anticipadamente de su elevación junto a Jesús, “el Hijo de hombre”, a quien “hicieron acercar” hasta el Padre, de manera que aún en medio de las vicisitudes de la vida, deseemos el Cielo.
Esta gloria de Dios implica la “entronización” de Cristo como rey de todo lo creado como lo anticipa el profeta Daniel (7, 9-10.13-14), ya que “le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido”.
Verdad esta confirmada además por Pedro (2 Pt. 1, 16-19) cuando dice: “Él recibió de Dios Padre el honor y la gloria, cuando la Gloria llena de majestad le dirigió esta palabra: [Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección]”, confirmándose así “la palabra de los profetas”, representados por la presencia de Elías, y mostrándose Jesús como nuevo Moisés, cuya palabra es superior a la de las dos tablas de la Alianza.
Ahora bien, en este contexto que señalamos, también nosotros estamos invitados como los apóstoles, a subir al monte Tabor de la santidad, ya que es la única manera de entrar en la intimidad de Jesús.
En efecto, nuestra vida se desplaza habitualmente en la llanura de lo cotidiano, de la rutina, nuestro corazón está sujeto a las cosas materiales, a todo aquello que transcurre y desparece.
Nuestras amistades son demasiado humanas, sin preocupación a veces por lo espiritual y trascendente, de manera que buscamos y nos conformamos sólo con una felicidad temporal, que como espejismo nos atrae y que jamás alcanzamos porque la plenitud se encuentra únicamente en el Señor.
Subir al monte significa elevarnos a las cosas de Dios, reconociendo que Jesús nos adelanta ya la gloria que nos espera, entendiendo que no debemos detenernos en las cosas creadas sino ascender por ellas al Creador.
Dejar la fragilidad humana y de todo lo que nos rodea para contemplar la belleza y eternidad de Dios, dejar la tristeza para encontrar la alegría sin fin.
En las alturas de la oración encontramos a Dios, sedientos de lo eterno, busquemos y encontremos a Jesús en quien se cumplen las profecías y se encarna la Ley divina superior a la enseñada por Moisés.
Habiendo escuchado en otro tiempo a los profetas y a Moisés, ahora ha llegado el momento de escuchar al mismo Hijo de Dios hecho hombre, predilecto del Padre Dios que nos lo envió para reencauzar el camino extraviado del hombre.
Escuchar a quien sólo tiene palabras de vida eterna es la finalidad de la subida al monte de la profundidad espiritual, escuchar a Cristo porque es la verdad hecha carne que trajo Moisés en la Ley, porque es la vida Eterna anticipada que había gustado Elías al ser arrebatado al cielo en el carro de fuego, porque es el Camino que por la ley del Espíritu que imprime en el corazón de los que lo siguen, conduce al Cielo prometido y deseado.
Una vez ascendidos al Monte de la Sabiduría divina surge otra pregunta: ¿qué sucede con nosotros? ¿Qué acontece con los que son amigos de Jesús?
Cristo se muestra como Dios, su luz divina penetra el corazón de los que lo siguen y quema con el fuego de su amor la mancha del pecado.
Quien saborea su amistad con Jesús puede exclamar como Pedro: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas” (Mt. 17,1-9).
Su presencia es incomparable ya que quien encontró a Jesús goza de su presencia como la persona que incansablemente se comunica y alegra con la presencia del amigo.
De allí que la subida al monte de la santidad es para quienes no desean la mediocridad y la chatura que dejan el corazón insatisfecho, sino para los que desean ser transfigurados por la vida de la gracia divina prometida a los que permanecen en la fidelidad al Señor que los ha redimido.
Afirma san Agustín “mi corazón Señor está inquieto hasta que descanse en Ti”,de manera que quien está atado a lo material, quien sólo piensa en la riqueza y el placer, quien vive en el pecado o teme la amistad con Jesús por lo que esto significará de renuncia personal, se hastía de lo espiritual cayendo en la acedia, hace todo por rutina, y hasta cuando “comulga” en la misa como si fuera esto algo mágico que lo salvará, sufre continuamente la angustia y soledad de los sin Dios, buscando siempre nuevas sensaciones que estimulan aún más el vacío interior.
Quien sube al monte del encuentro con Jesús se llena de fortaleza para que en medio de las persecuciones del mundo encuentre los consuelos de Dios, para que en medio de la cruz de cada día con los dolores y sufrimientos corporales o espirituales no se rebele y reciba el bálsamo de la gracia de Dios, la caricia de su continua presencia.
En el monte de la contemplación de la divinidad de Cristo, nos colmamos también de esperanza porque la vida tiene una meta que es el cielo, la existencia tiene un barco que es la Iglesia, cuyo timonel es Cristo mismo que suavemente conduce al puerto de la salvación humana.
Hermanos: Quien se anime a dejar la mediocridad suba con Cristo al monte de la perfección, goce con Él y las maravillas que de corazón a corazón mostrará, el que se anime reciba de esta amistad con Jesús la fuerza para superar los problemas y obtenga el objeto de la esperanza que es la gloria del Padre.
Dejemos el aire viciado de un mundo que se ha olvidado de Dios y busquemos el aire puro que desde la altura se respira en la amistad con Jesús, recordando que como dice Pedro en el texto proclamado, la palabra de los profetas es “una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día” hasta que con Cristo “aparezca el lucero de la mañana en sus corazones”.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Fiesta de la Transfiguración del Señor, ciclo A. 06 de agosto de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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