El libro primero de los Reyes (3,5-6ª.7-12) nos presenta la petición que Salomón dirige a Dios apenas entronizado como sucesor de su padre David.
Implora el don del discernimiento entre el bien y el mal, la sabiduría necesaria para gobernar a su reino tan numeroso, ya que joven sin experiencia, está limitado y necesitado de consejos apropiados.
Dios que es rico en misericordia, se siente complacido por esta súplica concediéndole con creces lo que pide y, otorgándole incluso lo que no había pedido, bienes materiales, larga vida y reconocida grandeza.
Salomón de esa manera demostraba su sabiduría al ubicarse delante de Dios reconociendo su nada, y ante los hombres admitiendo su inexperiencia.
Adelantado en su tiempo supo poner su mirada en el verdadero tesoro de la sabiduría divina que imploraba, y que sería anunciado después como el Hijo de Dios hecho hombre, “escondido” muchas veces de los ojos de los hombres, atentos a dejarse deslumbrar por lo que brilla y aparece como lo más importante en la existencia cotidiana, distraídos para descubrir la verdadera sabiduría que está al alcance de todos.
Precisamente el texto del evangelio (Mt. 13,44-52) menciona al hombre que descubre el tesoro escondido en el campo, lo oculta nuevamente, vende todo lo que tiene y compra el lugar para poseer después el tesoro cubierto.
Los contemporáneos de Jesús entendieron que se trataba de la presentación de una realidad importante, nosotros sabemos que ese tesoro es el Reino de los Cielos, o sea, Jesús mismo que se ofrece a todo aquél que quiera identificarse con la “novedad” traída por Él de una existencia única de grandeza personal, y que anticipa desde ahora la visión plena de Dios.
Sin embargo, se nos plantea una pregunta crucial: ¿seremos capaces de despojarnos de todo para adquirir ese tesoro, oculto siempre a las miradas superficiales, pero visible para quienes buscan el bien y la verdad?
Se me ocurre pensar que de entrada es posible que la respuesta sea negativa, ya que tan inmersos estamos en lo pasajero, que es dificultoso entender en medio “de las espinas” que sofocan la palabra divina, que lo más importante para nuestras vidas pasajeras siempre está en lo profundo, y hay que buscarlo.
En efecto, el esfuerzo realizado para conseguir lo efímero que cautiva nuestros corazones, con frecuencia es superior al intento de entrar en el misterio del Reino, de Jesús mismo y la vida nueva que ofrece.
Es necesario caer en la cuenta que si bien el Reino de los Cielos y lo que significa, es un estado de vida que en plenitud logramos después de la muerte temporal, nos permite pertenecer a él ya desde el tiempo.
Por eso es que hemos de preguntarnos, ¿quién es Cristo para nosotros? ¿Es un tesoro escondido que hay que descubrir todavía? ¿Si lo hemos descubierto, por qué no nos entregamos totalmente a lo que éste significa? ¿Acaso se está enmoheciendo en un rincón de nuestra vida, solo, sin nuestro más mínimo interés? ¿O solamente le prestamos atención cuando la vida nos lleva a la desesperación de la soledad? ¿Queremos comprometernos con el nuevo estilo de vida que se nos propone? ¿Qué nos sucede, por qué somos tan flojos, inconstantes, mezquinos, mediocres para con Cristo?
Con seguridad que si se nos ofreciera apoderarnos de un tesoro escondido, seríamos capaces de cualquier sacrificio o renuncia para alcanzarlo, aún en medio de dificultades y peligros, pero no reaccionamos igual para encontrarnos con el Señor.
¿Es que Cristo vale menos que el oro o la plata, la fama o el honor? Por la mezquina práctica de la vida cristiana en nuestros días pareciera que le sucede esto a no pocas personas. Cristo no conmueve, no entusiasma, a veces ni siquiera a los que elegimos consagrarnos a Él de por vida.
En nuestros días pareciera que todo lo relacionado con Dios y su grandeza, resbalara y pasara de largo en la vida de quienes nos decimos católicos.
La Palabra de Dios nos invita a no perder a Cristo que ha de ser siempre el tesoro más preciado de nuestra vida de creyentes y de ese modo no empobrecernos quedando miserables e inservibles.
Nos preguntamos en relación con la entrega a Jesús, ¿Qué puede sucedernos sino mantenemos una amistad sincera y fiel con Jesús?
La parábola de la pesca nos responde diciendo que el Reino es como la red que se echa al mar y recoge toda clase de peces y, una vez en la orilla se realiza la selección, de manera que se tiran los peces malos y se guardan los buenos para ser consumidos por las gentes.
La Iglesia es como la red, porque alberga en su seno personas bautizadas en las que se observa todo tipo de respuestas, conviviendo malas y buenas, como la cizaña y el trigo, produciéndose al fin de los tiempos o a la muerte de cada uno, la selección para la vida a causa de la fidelidad al Señor, o la condenación eterna si la respuesta ha sido la del pecado y rebeldía para con el Creador.
Quienes siembren según la voluntad de Dios cosecharán vida eterna, mientras que los hacedores del mal serán arrojados fuera, donde será el llanto y el rechinar de dientes, signo concreto del infierno.
Sin embargo, la voluntad de Dios es otra, por cierto, la salvación y elevación de la creatura humana a la gloria del Padre y esto porque como enseña san Pablo (Rom. 8, 28-30) fuimos elegidos para ser imagen de Cristo y gozar junto a Él de las alegrías eternas.
Dios nos ama y todo su obrar con nosotros refiere a ese amor eterno por cada uno de los seres humanos, debiendo descubrir en lo secreto de la vida esa donación continua de Dios.
Hermanos: si queremos ser semejantes a Dios en la otra vida, debemos comportarnos en este mundo como verdaderas imágenes de Dios y no como imitadores del maligno por el pecado.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVII durante el año. Ciclo A. 30 de julio de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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