La celebración litúrgica de la Inmaculada Concepción de la Virgen María actualiza cada año el hecho de que por un especial privilegio divino, fue Ella preservada de toda mancha de pecado original desde su concepción.
Esta verdad de fe, fue proclamada dogmáticamente por el papa Pío IX el día de hoy, en 1854.
Por su condición humana, debía nacer herida por el pecado de los orígenes, pero habiendo sido elegida como Madre de Cristo, era necesario que estuviera santificada, “llena de gracia”, desde el momento de su concepción en el vientre de su madre. De manera que la verdad de fe que la reconoce como madre del Hijo de Dios hecho hombre, es el fundamento de este especial privilegio recibido de lo Alto.
El apóstol san Pablo (Ef. 1, 3-6.11-12) enseña que hemos sido elegidos por Dios “antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia por el amor”, afirmación ésta que se aplica también a María, en cuanto creada a imagen y semejanza de Dios.
Sin embargo, el pecado de nuestros primeros padres, “hiere” el proyecto divino de hacernos sus hijos adoptivos, siendo la consecuencia principal el que nazcamos a este mundo marcados por la culpa original que nos transmite Eva “la madre de todos los vivientes” (3, 9-15.20).
Pero Dios que siempre es fiel a sus promesas y “nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo”, movido por el gran amor que nos tiene, envió a su Hijo al mundo para rescatarnos del estado de naturaleza caída de la que no podíamos liberarnos por nosotros mismos.
Esta salvación proyectó Dios se realizara por la muerte de Jesús en cuanto hombre, recuperando nosotros por este medio la vida de la gracia perdida.
Pero para que se concretara la voluntad divina fue necesario que el Hijo de Dios asumiera la naturaleza humana en el seno de una mujer por obra del Espíritu Santo e ingresara a la historia humana, lo cual se realizó en María libre del pecado desde el primer instante de su Concepción, ya que se le aplicaron anticipadamente a su persona los méritos futuros de Cristo alcanzados por su muerte en cruz y resurrección de entre los muertos.
Como es incompatible la presencia de la gracia y el pecado en una persona y al mismo tiempo, es que María es santificada desde que comienza a ser.
Nosotros mismos fuimos recreados interiormente por el sacramento del bautismo, liberados así del pecado de los orígenes, y llamados a su vez a la gloria eterna preparándonos de antemano a vivir limpios de toda maldad.
Precisamente a la luz de esta verdad, en la oración del inicio pedíamos humildemente a Dios que preparó una digna morada para su Hijo en María, nos conceda por la intercesión de Ella que “lleguemos a ti purificados de todas nuestras culpas”, ya que hemos sido “constituidos herederos y destinado de antemano, para ser alabanza de su gloria” (Ef. 1,3-6.11-12).
Si Dios nos eligió desde antes de la creación del mundo para ser santos, como nos recuerda san Pablo escribiendo a los efesios, debiera ser “connatural” en nuestra vida diaria el estar “agraciados” por la gracia divina, es decir, por la participación de la naturaleza divina, lejos del dominio del pecado.
Pero como la herida del pecado original nos ha dejado inclinados al mal, no obstante haber sido redimidos por la Cruz de Cristo, caminamos por este mundo muchas veces bajo el yugo del pecado, sin perder el llamado de Dios a la santidad, y con la posibilidad de recibir la gracia de lo Alto, otorgada ante la conversión del corazón y la disposición de obrar el bien.
La fiesta de la Inmaculada Concepción de María que estamos celebrando, nos confirma una vez más que la santidad requiere siempre la apertura a Dios del corazón que busca hacer siempre su voluntad, de manera que al igual que María, hemos de estar dispuestos a decir con seguridad y confianza que somos sus servidores, que deseamos desde la fe transitar el camino de la santidad, con la certeza de que aún presentes nuestras debilidades podemos superarlas y vencerlas.
La transformación interior de María, la “llena de gracia”, nos asegura que también nosotros podemos ser como Ella “digna morada”, para recibir a Jesús y salir victoriosos ante el maligno, que muchas veces quiere destruir la obra de salvación comenzada en nuestras vidas.
Siguiendo con esta enseñanza de estar limpios para recibir al Señor, es que la Iglesia misma nos enseña que para la recepción de la Eucaristía, es decir, el Cuerpo y Sangre de Jesús, es necesaria la presencia de la gracia divina, recibida a su vez por el sacramento de la confesión.
En nuestros días, por desgracia, ha ingresado en la vida cristiana cierta moda por la que se coloca por encima de todo el “sentirse bien” o el “satisfacer cierta necesidad espiritual” que lleva a no pocas personas comulgar tranquilamente aún sabiendo que viven en pecado habitual.
Aprovechemos este día para reflexionar y asumir esta verdad que se proclama hoy acerca de la incompatibilidad de la gracia y del pecado al mismo tiempo y en la misma persona, disponiéndonos a purificarnos previamente para comulgar o evitar hacerlo si no estamos dispuestos a cambiar de vida en el futuro
Pidamos a la Virgen nos ilumine de tal manera que vivamos esta realidad de ser “digna morada” de Dios, respondiendo así al llamado a la vida de santidad que nos convoca cada día.
Cngo. Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima. 08 de diciembre de 2017. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-
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