Concluimos en este día el ciclo litúrgico de la Navidad en el que, haciendo memoria de la salvación de la historia, actualizamos el hecho del nacimiento en carne del Hijo de Dios.
En la plenitud de la historia humana, Él ha querido hacerse presente en nuestro mundo para guiarnos a la meta para la que fuimos creados, rescatándonos de la opresión del maligno.
Ha sido éste un recorrido por las diferentes epifanías o manifestaciones salvadoras que se han dado en el comienzo de la salvación humana.
Y así, en Navidad el Hijo de Dios hecho carne se ha manifestado al pueblo elegido por el Padre y en cuyo seno nació, en las personas de los pastores.
El seis de enero, en la fiesta conocida como la de Reyes, celebramos la epifanía o manifestación realizada por Jesús a los pueblos paganos, en la persona de los hombres venidos de Oriente, quedando en claro que la voluntad de Dios es que todos los hombres sean salvados.
En este día del bautismo del Señor, por último, es el mismo Padre junto a la presencia del Espíritu Santo, quien manifiesta que es su Hijo muy querido quien se ha dejado bautizar por Juan Bautista.
Marca este hecho el comienzo de su vida pública en la que nos mostrará la intimidad de Dios de la que hemos de participar por medio del bautismo porque como afirma Juan Bautista “Él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego” (Lc. 3, 15-16. 21-22.
El Padre Eterno mientras presenta a su Enviado, su propio Hijo, refiere cuánto lo ama, amor éste que se continúa por cierto en cada uno de nosotros, ya que nos eligió desde antes de la creación del mundo.
¡Qué mensaje hermoso el que se diga que cada persona que viene a este mundo es la predilecta del Padre, como lo es su propio Hijo!
Por eso es que desde la fe aseguramos que cada persona humana es valiosa ante Dios, aún la más pecadora, aún quienes rechazan abiertamente a Dios o a sus hermanos, aún quienes eliminan por ser esclavos de la cultura del descarte a los no nacidos, impidiéndoles que compartan la mesa de los elegidos junto a sus hermanos.
El Padre de Jesús, que nos ha adoptado como hijos suyos por el bautismo, nos mira como lo hace con su propio Hijo, y contempla como predilectos a los asesinados por el crimen abominable del aborto, redimidos por la sangre inocente derramada como anticipo de la Cruz.
¡Qué tristeza y dolor producen todos los hijos de Dios por el bautismo que han renegado del mismo y no quieren llamarse más hijos de su Iglesia, dejándose engañar así por las mentiras del maligno!
El hijo pródigo del evangelio dirá “No merezco ser hijo tuyo” a causa de los pecados, pero dispuesto al perdón paterno, será después salvado.
En los casos de apostasía, en cambio, se dice con la abjuración de la fe “no te mereces ser llamado Padre mío” o prefiero seguir comiendo las bellotas de los cerdos antes que ser llamado hijo tuyo.
Sin embargo, aún a estos, más allá de su renunciamiento de la vida de fe, el Padre los espera hasta el final del camino, para brindarles la salvación obtenida por el sacrificio de su Hijo en la Cruz.
Y esto es así porque “Él se entregó por nosotros, a fin de librarnos de toda iniquidad, purificarnos y crear para sí un Pueblo elegido y lleno de celo en la práctica del bien” (Tito 2, 11-14; 3, 4-7)
A su vez, continúa diciendo san Pablo en este texto, que la manifestación de la bondad divina por la que ama a todos y a cada uno de los que formamos la humanidad, no se debió a las obras de justicia realizadas por nosotros sino sólo por la misericordia de Dios.
Sin embargo, aún conociendo esta verdad del Dios misericordioso, al hombre de hoy tan autosuficiente y que pretende siempre arreglarse por sí solo y no deber nada a nadie, como si esto fuera algo desmerecedor de la propia dignidad, le resulta incomprensible entender la gratuidad de los innumerables beneficios divinos, especialmente la misericordia.
Ahora bien, así como el Espíritu Santo ungió a Jesús en el Jordán (Lc. 3, 15-16.21-22) comenzando así su misión en este mundo, así también el Padre “derramó abundantemente ese Espíritu sobre nosotros por medio de Jesucristo, nuestro Señor, a fin de que, justificados por su gracia, seamos en esperanza herederos de la vida eterna” (cf. Tito).
Mirando siempre a la meta para la que fuimos creados, los bautizados somos impulsados también a la misión en la Iglesia, abriéndonos a las necesidades del hombre moderno, especialmente yendo a colmar el vacío interior que lo caracteriza, con la presencia del Señor que salva.
El “¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo, dice su Dios!” que grita el profeta Isaías (40, 1-5.9-11) para aliviar las penas del pueblo desterrado en Babilonia, se repite a lo largo de la historia humana, ya que el ser humano no se ha liberado de las opresiones y esclavitudes originadas en el pecado y que tanto le afligen.
Es por ello que nosotros también hemos de consolar a tantos hermanos nuestros que padecen en su vida cotidiana, asegurando que sólo el seguimiento del Señor Jesús nos confortará definitivamente para realizar siempre el bien y de esa manera caminar al cumplimiento de la promesa que esperamos alcanza en la gloria eterna con el Padre.
Hermanos: sabiendo que Jesús es el predilecto del Padre, trabajemos para ser también nosotros sus elegidos, y así como el Señor siempre escuchó la voz del Padre para hacer su voluntad, también nosotros escuchando al Señor, siguiendo su voluntad, alcancemos la dignidad de ser llamados hijos adoptivos.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Fiesta del Bautismo del Señor. Ciclo “C”. 13 de enero de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.
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