Muchas veces escuchamos decir que debemos ser una Iglesia en salida, afirmación ésta que no siempre es comprendida en su verdadero alcance, dando lugar incluso a equívocos que nos desvían del camino de la fe.
Abraham (Gn. 15, 5-12.17-18), quizás sin comprenderlo mucho, es un ejemplo de lo que significa “en salida”. Él salió de Ur de Caldea, dejando atrás patria, tierra y sus proyectos de vida, para seguir el llamado del Señor que le prometía una numerosa descendencia en la fe. Confirmando este proyecto, Dios mismo sella una alianza asegurando el cumplimiento de sus promesas.
En la actualidad, Iglesia en salida no debe significar meramente salir a la calle sin rumbo, o encontrarse únicamente con la gente, en una relación meramente horizontal con todos, sino comprender que se trata de llevar a cabo la misión evangelizadora de la Iglesia que le fue encomendada por el mismo Jesús desde su inicio.
Ir al encuentro del hombre de nuestros días requiere por lo tanto que cada evangelizador se haya encontrado primero con Cristo, dejándose instruir por su vida y adhiriéndose luego a su Persona y a sus enseñanzas.
Posteriormente, enriquecidos por la alianza de conocimiento y amor que hemos establecido con Él, proclamar a la sociedad en la que estamos insertos, y a cada persona, que Él es el Salvador de los males que nos aquejan y de todo lo que nos sumerge en el pecado, y que nos eleva, si creemos que es el Hijo del Padre, a la dignidad de hijos adoptivos de Dios.
A su vez, ayudar a comprender que necesitamos esa salvación porque “somos ciudadanos del cielo”, que esperan “ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo” y así transformar “nuestro cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio” (Fil. 3,17-4,1).
Esta propuesta de fe ha de ser presentada a todos, hasta a los que profesan otras religiones, con el respeto debido, pero convencidos que damos a conocer la verdadera fe recibida en el bautismo, ya que si existen otros cultos, esto se debe, como afirmó el papa Francisco, a la voluntad permisiva de Dios, pero que su voluntad de elección y salvación, se origina en Abraham, continúa en sus descendientes y se perfecciona en la Iglesia Católica.
En esta misión de dar a conocer al mundo el misterio de Cristo nos encontraremos no pocas veces con dificultades, rechazos y persecuciones continuas, porque la verdad es resistida u objetada o es recibida con indiferencia por muchas personas, incluso por aquellos que habiendo conocido a Cristo han concluido con rechazarlo.
La transfiguración del Señor (Lc. 9, 28b-36) que meditamos en este domingo, significa no sólo un anticipo de la contemplación de la divinidad de Cristo por los apóstoles, sino que es una promesa para los creyentes de la historia de salvación en el decurso del tiempo.
¿Por qué quiso Jesús que los apóstoles tuvieran esta experiencia mística por la que fueron elevados a un estado tan elevado?
La pasión de Cristo y su posterior muerte, implicaría para los discípulos confusión y dolor, por lo que resultaba necesario que fueran fortalecidos de antemano para que no desfallezcan.
Precisamente así describe el prefacio de la misa este cometido diciendo que “Él mismo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les reveló el esplendor de su gloria en la montaña santa, para mostrar, con el testimonio de la Ley y los Profetas, que por la pasión debía llegar a la gloria de la resurrección”.
Los discípulos, débiles pescadores, a pesar de afirmar con Pedro “Maestro, ¡qué bien estamos aquí!”, ceden al miedo y huyen en la Pasión de Jesús, siendo fortalecidos de nuevo en Pentecostés para vivir de un modo nuevo la misión que se les encomienda, y seguramente guardando “memoria” de la Transfiguración del Señor vivida, están ciertos de la gloria prometida que los animará siempre.
A nosotros también se nos quiere fortalecer con esta experiencia del Señor, para que no desfallezcamos en medio de la pruebas, recordando que se promete la gloria futura a los que perseveren hasta el final, ya de la vida, ya cuando la Parusía.
La misión que nos toca, pues, debe realizarse con confianza, fundados en la fuerza del Señor, recordando a todos que la salvación prometida por Jesús supone un cambio de vida dejando de lado lo que nos llena de vergüenza y el aprecio desmedido de las cosas de la tierra como enseña sabiamente el apóstol san Pablo (Fil. 3, 17-4,1).
Cada día se observan nuevas formas de persecución a la Iglesia como institución y a los fieles católicos, incluso desde dentro de la comunidad de bautizados, ya que no pocos tergiversan la verdad revelada o tratan de asimilarse al mundo o a la cultura de lo efímero, desdibujando hasta la misma identidad católica.
Nosotros no debemos caer en el abatimiento sino afirmarnos en la oración que todo lo puede, ya que como dice el salmo responsorial (26, 1. 7-9.13-14) “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblaré?”
Todo esto, a su vez, supone que vivamos con seriedad la indicación del Padre cuando dijo “Éste es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo”.
En efecto, especialmente en estos tiempos de confusión en los que nos sentimos tentados a escuchar voces que nos apartan de la verdad con falsas reformulaciones de la misma, lamentablemente a veces provenientes de la misma jerarquía de la Iglesia, se hace necesario dirigir nuestra mirada a la Persona de Cristo para escuchar su palabra que nunca se acomoda al mundo, sino que lo ilumina.
Si Cristo es camino, verdad y vida para nosotros, si somos fieles a Él, nadie podrá confundirnos con sus atractivos pero engañosos mensajes que pretenden alejarnos de la Verdad y del Bien que siempre hemos conocido en la Iglesia.
Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el 2do domingo de Cuaresma, ciclo “C”. 17 de marzo de 2019.- http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-
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