El salmo 125 que entonamos recién, recuerda que "los que siembran entre lágrimas cantando cosecharán", provocado esto por la división en dos reinos del pueblo elegido, y la purificación vivida en el destierro, en el exilio padecido a causa del pecado.
Sin embargo, Dios siempre está cerca de la humanidad doliente, por lo que sabiendo que el pueblo elegido ha caído en el pecado y se siente desvalido ante
tantos problemas y dificultades que nada puede hacer sin la gracia, sin la
ayuda divina, hace realidad el que "grandes cosas hace Dios por su pueblo", como cantábamos recién, de modo que perdona la infidelidad y reúne nuevamente a todos.
Ya el profeta Jeremías (31,7-9), anuncia una gran alegría para el creyente ya que "El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel", y son reunidos "desde los extremos de la tierra", los cuales se fueron llorando al destierro y regresan llenos de consuelo, como anticipábamos, porque Dios es un padre para Israel.
Ahora bien, el que salva es el Mesías, que se hace presente entre nosotros para curar las múltiples dolencias, no solamente las del
pecado, sino también, como lo ha manifestado, las dolencias físicas, de todo
aquello que impide de alguna u otra forma vivir a fondo la vida humana, la
grandeza de la vida humana.
El Hijo de Dios hecho hombre se presenta
también como Sumo Sacerdote, un sacerdote distinto al que señala la carta a los Hebreos (5, 1-6), donde el autor sagrado expresa que todo
sacerdote debe ofrecer sacrificios por sus propios pecados y los de la
comunidad y repetir constantemente estos sacrificios, mientras que Cristo, que es mediador entre Dios y los
hombres, una sola vez ofrece el sacrificio de su cuerpo, en la muerte en cruz,
para la salvación de las almas.
A su vez, contemplamos a Jesús (Mc.10, 46-52) yendo hacia Jerusalén, después de haber anunciado tres veces que se dirige a la ciudad santa para ofrecer su vida por la salvación de la humanidad, será allí donde será acusado, traicionado y muerto por los pecadores.
Pero mientras Jesús va caminando, se encuentra con
una humanidad doliente, ciega, en la persona de Bartimeo, el hijo de Timeo,
este ciego mendigo que está al costado del camino, escuchando pasar la multitud
que va tras los pasos del Mesías.
El ciego comienza a gritar, "Jesús, hijo de David, ten
piedad de mí", clamando porque por ser ciego, es un desechado de la sociedad, un
marginado, y lo único que atina a hacer es mendigar para su sustento diario, sumergido en la conformidad de sus miserias.
Está no solamente fuera de la sociedad, sino que no puede tampoco hacer nada
en beneficio suyo, de su familia o de otros.
Es signo de la humanidad que tiene la
ceguera propia del que no se ha acercado a Cristo nuestro Señor, aunque lo haya visto alguna vez.
Hoy en día podemos
decir que el mundo entero está ciego para ver a Jesús, no lo contempla, no lo
ve, no comprende la presencia del Señor entre los hombres. También nosotros
muchas veces estamos como ciegos, porque si bien creemos en Cristo nuestro
Señor, las realidades de cada día del mundo nos atrapan, y entonces estamos
ciegos para contemplar las cosas de Dios.
O sea, para el ser humano, aún para
el creyente, no pocas veces es más importante el celular, las redes sociales y
todo aquello que llena el corazón vacío del ser humano, aunque no lo llena
del todo porque falta precisamente la presencia de Cristo nuestro Señor.
Como
ciegos dolientes, hemos de gritar y pedir con fuerza, "Hijo de David, ten piedad de mí", y contemplaremos que Jesús, no sigue adelante, no pasa de largo, sino que se acerca
al que sufre, a cada uno de nosotros diciéndonos: "¿Qué quieres que haga por ti?, "Maestro, que yo pueda ver", expresa el ciego y cada uno de nosotros, a lo que Jesús responde, "Vete, tu fe te ha salvado".
¿Qué es lo que comenzó a ver el ciego curado y cada uno de nosotros? Que lo más
valioso y lo más importante para el ser humano es el seguimiento de
Cristo nuestro Señor, aquello que el joven rico, no supo descubrir demasiado prendido a sus bienes
temporales.
Bartimeo que recupera lo que le hacía falta, alcanza la luz, no
solamente de los ojos, sino la luz interior, para caer en la cuenta que lo más
importante en la adhesión en el seguimiento de Cristo, por eso
una vez curado, va detrás de Jesús.
Nos dice el texto que había pegado un
salto, dejando su manto, con lo que quiere indicar que este hombre
deja sus seguridades, el manto que tenía como único cobijo, para seguir a
Jesús, seguir sus pasos, ir con la muchedumbre.
¿A dónde van todos? A Jerusalén, porque allí Jesús se dará en sacrificio por la salvación de todos.
También
nosotros hemos de pedirle al Señor que nos otorgue la luz interior, para que
descubramos las cegueras y nos curemos de ellas.
La ceguera
que nos impide ver a Jesús en los acontecimientos diarios, que impide ver a
Jesús en el rostro necesitado de nuestros hermanos, la ceguera que nos impide
valorar realmente aquello que el mismo Jesús valora y que nos quiere entregar a
cada uno de nosotros como bendición, como gracia especial.
¡Ojalá iluminados interiormente podamos descubrirlo y seguirlo cada día con mayor empeño!
Cngo Ricardo B. Mazza, Cura Rector de la Iglesia Ntra Sra del Rosario, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXX del tiempo per annum. Ciclo B. 27 de octubre de 2024.
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