A través de la alianza que Dios sella con Abrám (Gén.15, 5-12.17-18) por medio del rito antiguo de pasar en medio de animales descuartizados, le asegura una descendencia numerosa y una tierra que poseerá en el futuro.
Para ello será necesario que el padre de los creyentes salga, en permanente éxodo, de su propia vida, para seguir la voluntad de Dios, sin afianzarse en seguridad humana alguna, sino sólo fiándose de aquél que lo eligió para una misión que se prolonga más allá de sí mismo, como padre de muchos en la fe.
Por otra parte, descubrimos que la tierra prometida, geográficamente establecida en su momento, es un anticipo y anuncio de la posesión dichosa del cielo prometido, en el que "después de haber purificado nuestra mirada interior, podamos contemplar gozosos la gloria de su rostro", es decir, el de Cristo, como suplicamos alcanzar en la primera oración de la liturgia de hoy, con el compromiso por cierto, de escuchar previamente su Palabra salvadora.
De allí que nuestra mirada se dirija desde el génesis al evangelio (Lc. 9, 28b-36), para contemplar allí la escena de la transfiguración de Cristo, mientras oraba, ante Pedro, Juan y Santiago.
En ese cuadro percibimos a Jesús conversando a su vez con Moisés y Elías, que representan el testimonio de la Ley y los Profetas anunciando que por la pasión en Jerusalén, el Señor llegaría a la gloria de la resurrección, hecho que ya había anunciado a sus discípulos.
Pedro ante la visión de la gloria de Dios exclama: "¡Qué bien estamos aquí!", recibiendo con los demás discípulos la fortaleza necesaria para afrontar los momentos de la pasión futura del Señor.
Al mismo tiempo, se significa que habrán también de padecer mucho por causa del Evangelio, y que en esos momentos y a lo largo de la vida terrenal, se encontrarán con múltiples dificultades, sin olvidar nunca que después de la cruz les espera a los elegidos la resurrección y la contemplación de la gloria divina de la que ya Jesús goza.
La certeza de que nos espera como meta última el encuentro con el Señor de la gloria, la confirma el apóstol san Pablo (Fil. 3,17-4,1), al recordarnos con énfasis que "somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo".
La seguridad de nuestra ciudadanía celestial, que tiene su origen en el bautismo, nos interpela para alejarnos de lo que impide vivir como hijos de Dios, y de lo cual nos advierte el apóstol, de modo de no sucumbir en los mismos extravíos de aquellos "que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la perdición, su dios es el vientre, su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza, y no aprecian sino las cosas de la tierra".
Como creyentes estamos llamados a vivir en permanente éxodo, es decir, saliendo de nuestros intereses, conceptos y caprichos personales, para regirnos siempre por la voz del Señor, siguiendo el mandato del Padre que nos interpela y convoca a creer en la divinidad de su Hijo y a escucharlo: "Éste es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo".
Mientras caminamos por este mundo, muchas serán las voces que buscarán seducirnos para apartarnos de la Verdad que sólo recibimos de Cristo, de allí la necesidad del despojo de nosotros mismos para sólo seguir la voluntad del Padre, que nos lleva a su Hijo, para que éste por la cruz y la resurrección nos otorgue la felicidad plena, ya que "Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio".
Esta realidad de perfección, ya presente en nuestros días, porque "aún viviendo en la tierra, ya nos haces partícipes de los bienes del cielo" (post comunión), será realidad si perseveramos "firmemente en el Señor".
Hermanos: con confianza pidamos al Padre nos bendiga y proteja, para que nos identifiquemos con el Evangelio de su Hijo, de manera que anhelemos la gloria con que se mostró a los apóstoles, y la alcancemos felizmente.
Por otra parte, descubrimos que la tierra prometida, geográficamente establecida en su momento, es un anticipo y anuncio de la posesión dichosa del cielo prometido, en el que "después de haber purificado nuestra mirada interior, podamos contemplar gozosos la gloria de su rostro", es decir, el de Cristo, como suplicamos alcanzar en la primera oración de la liturgia de hoy, con el compromiso por cierto, de escuchar previamente su Palabra salvadora.
De allí que nuestra mirada se dirija desde el génesis al evangelio (Lc. 9, 28b-36), para contemplar allí la escena de la transfiguración de Cristo, mientras oraba, ante Pedro, Juan y Santiago.
En ese cuadro percibimos a Jesús conversando a su vez con Moisés y Elías, que representan el testimonio de la Ley y los Profetas anunciando que por la pasión en Jerusalén, el Señor llegaría a la gloria de la resurrección, hecho que ya había anunciado a sus discípulos.
Pedro ante la visión de la gloria de Dios exclama: "¡Qué bien estamos aquí!", recibiendo con los demás discípulos la fortaleza necesaria para afrontar los momentos de la pasión futura del Señor.
Al mismo tiempo, se significa que habrán también de padecer mucho por causa del Evangelio, y que en esos momentos y a lo largo de la vida terrenal, se encontrarán con múltiples dificultades, sin olvidar nunca que después de la cruz les espera a los elegidos la resurrección y la contemplación de la gloria divina de la que ya Jesús goza.
La certeza de que nos espera como meta última el encuentro con el Señor de la gloria, la confirma el apóstol san Pablo (Fil. 3,17-4,1), al recordarnos con énfasis que "somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo".
La seguridad de nuestra ciudadanía celestial, que tiene su origen en el bautismo, nos interpela para alejarnos de lo que impide vivir como hijos de Dios, y de lo cual nos advierte el apóstol, de modo de no sucumbir en los mismos extravíos de aquellos "que se portan como enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la perdición, su dios es el vientre, su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza, y no aprecian sino las cosas de la tierra".
Como creyentes estamos llamados a vivir en permanente éxodo, es decir, saliendo de nuestros intereses, conceptos y caprichos personales, para regirnos siempre por la voz del Señor, siguiendo el mandato del Padre que nos interpela y convoca a creer en la divinidad de su Hijo y a escucharlo: "Éste es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo".
Mientras caminamos por este mundo, muchas serán las voces que buscarán seducirnos para apartarnos de la Verdad que sólo recibimos de Cristo, de allí la necesidad del despojo de nosotros mismos para sólo seguir la voluntad del Padre, que nos lleva a su Hijo, para que éste por la cruz y la resurrección nos otorgue la felicidad plena, ya que "Él transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio".
Esta realidad de perfección, ya presente en nuestros días, porque "aún viviendo en la tierra, ya nos haces partícipes de los bienes del cielo" (post comunión), será realidad si perseveramos "firmemente en el Señor".
Hermanos: con confianza pidamos al Padre nos bendiga y proteja, para que nos identifiquemos con el Evangelio de su Hijo, de manera que anhelemos la gloria con que se mostró a los apóstoles, y la alcancemos felizmente.
Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia "San Juan Bautista", en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el segundo domingo de Cuaresma, ciclo "C". 21 de febrero de 2016.
http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-
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