1 de marzo de 2016

“El encuentro con quien es “Yo soy”, nos aleja de la vanidad de lo “no soy”, que deja nuestra vida cotidiana carente de sentido último”.


La referencia a la higuera estéril (Lc. 13, 1-9) que hace Jesús, alude a la infidelidad de los israelitas, quienes a pesar de la alianza con Dios que ha marcado la razón de su existir como pueblo, no se han manifestado con obras de verdad y justicia.
Año tras año ha esperado frutos y sólo encontró esterilidad. 
Pero también resulta imperioso que no nos quedemos en el recuerdo de lo que no fue, sino que meditemos sobre la respuesta de cada uno de nosotros en el mundo presente, ya que el Señor viene cada  año, en el tiempo de gracia que es la cuaresma, con el deseo de encontrar  frutos de santidad en quienes hemos sido marcados por la gracia del bautismo, y constituidos por lo tanto en hijos adoptivos del  Padre.
Puede suceder, en este contexto, que también Jesús, al venir a  nosotros cada año no obtenga respuesta  alguna de nuestra parte, quizás nos conformemos con la misa dominical, aunque muchos católicos ni siquiera esto viven, puede suceder que la oración esté ausente, que nos conformemos con lo mínimo exigible sin abundar en la generosidad de la entrega,  que optemos vivir en pecado aún sabiendo que esto nos aparta del Señor, antes que estar con Él.
¡Cuántas veces se suceden los días, meses y años, sin que crezcamos en la fe, la esperanza y la caridad! ¡Cuántos dones, cualidades y perfecciones recibidas de Dios, quedan estériles por ausencia de respuesta humana!
De allí que Jesús nos llame nuevamente a la conversión, porque quizás no estamos convencidos de su necesidad, al pensar que somos mejores que otros a quienes “se les cayó encima la torre de Siloé por ser malos”. 
Nada de eso dice Jesús, nadie es más pecador que otro por el sólo hecho de tener muerte violenta, más aún, si no nos convertimos podemos terminar de la misma manera que ellos, asegura el texto evangélico.
Convertirse significa que cada uno dé la espalda al pecado y se decida a encontrarse cara a cara con el Creador que convoca desde lo profundo de nuestro ser. 
Si no se aprecia la grandeza y belleza del encuentro con el Señor y de lo que significa para la vida cotidiana, es probable que no se perciba la necesidad de una conversión sincera, al no existir una referencia motivadora que conduzca a una transformación total.
La experiencia del encuentro con el Dios personal que nos interpela a cada uno de manera diferente, es vital para decidirse a la conversión, para renunciar a proyectos personales y miradas parciales de la existencia humana.
Así lo entendió Moisés, que subiendo al monte Horeb, al que se llega con esfuerzo, como la cuesta de la santidad,  se encontró con “Yo soy el que Soy” que lo esperaba (Ex. 3, 1-8ª.13-15), indicando su presencia en el hoy de la existencia, como también “Yo soy el que seré”, anunciando su presencia en la misión que se le encomendará.
Esa manifestación de su identidad por parte de Dios implica que Él subsiste por sí mismo eternamente, que de nadie depende, mientras que el ser humano aunque diga “yo soy”, sabe que debe su existir al trascendentemente Otro que lo ha creado, y que lo convoca a la vida en plenitud después de la muerte.
Al afirmar pues, “Yo soy”, nos está asegurando una existencia distinta toda vez que por la conversión decidimos compartir la gracia que nos ofrece, ya que comprobamos desde la fe que todo lo demás  se identifica con el “no soy”, con lo limitado y caduco a lo que no podemos buscar como si fuera lo más importante en la vida.
Descubrimos que vale la pena cualquier sacrificio para encontrarnos realmente con quien es “Yo soy”, ya que nos aleja de la vanidad de lo “no soy” que acecha nuestra vida cotidiana, dejándola carente de sentido último.
Ahora bien, así como la experiencia de esta intimidad con Dios, lo lleva a Moisés, aún con dudas y desconfianza por sus límites, a realizar la misión que se le encomienda de liberar a los israelitas de Egipto, también somos enviados a las personas de nuestro tiempo para liberarlas de toda indiferencia religiosa acompañando las conversiones que Dios suscite a la verdad plena.
Quiera Dios entusiasmarnos por la lucha permanente de ser cada día mejores católicos que ansían arrebatar a muchos de la influencia del espíritu del mal.
Queridos hermanos, el Señor nos espera a cada uno, vayamos a su encuentro, sabiendo que en medio de la vida contamos con el agua viva del Espíritu que brota de la roca que es Cristo (1 Cor. 10, 1-6.10-12), que alimenta nuestra condición de hijos del Padre.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz,  Argentina. Homilía en el tercer domingo de Cuaresma, ciclo “C”. 28 de febrero de 2016.- http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.- 















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