7 de julio de 2016

En la “Babilonia” de nuestros días, se nos asegura, que “la mano del Señor se manifestará a sus servidores, y a sus enemigos, su indignación” (Is. 66, 10-14).

Mientras Jesús se dirige a Jerusalén, punto final de su peregrinar por este mundo antes de  su muerte, resurrección y regreso junto al Padre, designa a 72 discípulos, además de los doce, para que continúen  su obra entre nosotros.
Deben precederlo  en todas las ciudades y sitios por donde Él pasaría (Lc. 10, 1-12.17-20), preparar los corazones para que se dispusieran a recibirlo como Salvador.
En su proyecto de salvación de los hombres, Jesús no quiere obrar solo, sino que incluye a todos aquellos que escuchando su voz, están dispuestos a acompañarlo a lo largo de la historia humana para prolongar su misión, que es mostrar el rostro del Padre y abrir rumbos para el encuentro definitivo con Él.
En el envío, Jesús señala que la cosecha a obtener es inmensa y son pocos los operarios que trabajan en ese campo, por lo que hay que implorar el envío de  otros muchos. Por el contexto parecería que el campo ya ha sido cultivado y sólo hay que esperar por la cosecha cierta, pero por otro lado al advertir el rechazo de la Palabra  por muchos, está asegurando también que se trata de la abundancia de la siembra primero, y que su fruto abundante no está afianzado.
También en nuestros días estamos llamados a preceder a Jesús en la misión que se nos encomienda como miembros de la Iglesia, sabiendo que es mucho el campo a sembrar y posteriormente cosechar, según lo haga producir el Señor.
En este llevar el mensaje de Jesús somos enviados como ovejas en medio de lobos –se nos advierte- de manera que las dificultades y rechazos no han de faltar, y los desprecios hacia Él, hacia nosotros y el mensaje mismo, serán una realidad a sobrellevar con espíritu de mansedumbre, con la paciencia eterna de Dios ante el pecador que hemos de prolongar en el tiempo, ya que no sabemos “ni el día ni la hora en que todo quedará al descubierto”.
Si bien el Señor actúa en cada corazón como y cuando quiere, sin que necesite mediación humana alguna, por lo común se vale de la participación del misionero como instrumento  oportuno para llegar a los corazones, de allí la indicación de que lo precedan llevando su presencia y palabra en medio del mundo y a pesar de una cultura que por lo general es hostil a la verdad.
Ahora bien, mientras advertimos que la sociedad toda pone su seguridad para el logro de sus proyectos en los recursos puramente mundanos, por el contrario, el evangelizador sabe que su punto de apoyo no está en lo perecedero, por más seguro que parezca, sino en la  fuerza divina que es capaz de  elevar a lo humilde y pequeño a alturas insospechadas.
La eficacia de la misión quedará patente, además, cuando contemplemos la caída fulminante del espíritu del mal, el demonio, anunciada por el mismo Jesús “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo”.
En efecto, Satanás no sólo cayó del cielo cuando se rebeló contra Dios renunciando a la bondad en la que había sido constituido, sino que además es desplazado del corazón del hombre toda vez que éste deja sembrar en su corazón la verdad de la palabra divina y vive de acuerdo a ella.
En nuestros días advertimos con qué empeño los hacedores del maligno trabajan sin cesar para imponer sus ideologías nefastas que buscan destruir la familia, corromper al hombre y apartarlo de su Creador con vanas ilusiones.
El poder diabólico no sólo comanda los corazones de los individuos, sino que se apoltrona ya en los que detentan el poder económico, político, social o religioso, trabajando para desalojar al Creador del corazón humano.
Ante esta realidad, no pocas veces quienes fuimos enviados como ovejas en medio de lobos, nos sentimos tentados a abandonar el campo del Señor, como si ya todo estuviera perdido para la evangelización de las personas y de las estructuras humanas, pensando incluso que Dios se encuentra ausente. También nosotros nos sentimos exiliados, lejos de la verdad, prisioneros de la nueva Babilonia que es la cultura de nuestro tiempo, y no recordamos que al igual que al pueblo elegido, se nos asegura seremos consolados en la nueva Jerusalén celestial, ya que “la mano del Señor se manifestará a sus servidores, y a sus enemigos, su indignación” (Is. 66, 10-14).
Para no perder el ánimo de grandeza que nos ha de llevar a continuar con la misión que como Iglesia se nos ha encomendado, es necesario templar el espíritu para no caer en la tentación del abandono misionero.
San Pablo (Gál. 6, 14-18) nos señala al respecto, que debemos estar crucificados para el mundo, es decir, no palidecer ante los embates del maligno y sus seguidores, sino aferrándonos  más y más a la cruz salvadora de Cristo, llevar al mundo la paz que proviene del Señor, liberando así a muchos corazones de sus debilidades y pecados, para que puedan de ese modo transmitir la verdad que han recibido.
Queridos hermanos: pidamos a Dios que en su bondad nos permita llevar “las cicatrices de Jesús” para imitarlo cada vez más en nuestra vida cotidiana y, revestidos de su fuerza, continuar con nuestra misión de bautizados sin temer los obstáculos que se presentan, nutriéndonos siempre del alimento eucarístico que se nos ofrece como don de salvación.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XIV del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 03 de julio de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com






  


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