El domingo pasado recibíamos el primer anuncio de Jesús (Mt. 4, 17): “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”, siendo la conversión una acogida permanente a la voluntad de Dios y condición necesaria para divisar el Reino y posteriormente pertenecer al mismo.
Esta “buena nueva” es dirigida a los primeros apóstoles, elegidos para acompañar y continuar después la obra del Señor en todo el mundo, siendo testigos óptimos de lo que Jesús enseñó e hizo, atrayendo así a otros a la comunión con Él, siendo Galilea, tierra de paganos, fértil en conversiones.
El texto evangélico de este domingo (Mt. 5, 1-12) nos presenta el programa de vida que es necesario adoptar y encarnar para pertenecer al Reino, delineando así la verdadera sabiduría del creyente que es contraria a la del mundo y, por lo tanto con frecuencia rechazada, porque no se ajusta a lo “religiosamente correcto” de una sociedad que prescinde de Dios.
Esta sabiduría que nutre la fe y que tiene su origen en Dios, queda personificada en lo que describe san Pablo (I Cor. 1, 26-31) al afirmar: “Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale”.
Mientras, por una parte, el espíritu mundano sigue pensando de la fuerza de la fe, esperanza y caridad, como lo necio, débil o despreciable de la cultura y vida de nuestro tiempo, por otro lado, el verdadero creyente funda la seguridad personal en el Señor, que le permite crecer en sabiduría y gracia.
Es cierto, que aún con buenas intenciones, no pocas veces la misión y testimonio de los seguidores de Cristo se ven postergadas en su transmisión y eficacia, ya porque se duda del cumplimiento de lo enseñado por el apóstol, ya sea porque todavía no nos hemos despojado totalmente del espíritu del mundo para encarnar la sabiduría de las bienaventuranzas.
El papa Benedicto XVI en su obra Jesús de Nazareth describe la sabiduría del mundo afirmando que el mundo griego “sabía muy bien que el verdadero pecado del hombre es la hybris, la arrogante autosuficiencia con la que el hombre se erige en divinidad; quiere ser él mismo dios, para ser dueño absoluto de su vida”.
Ahora bien, la toma de conciencia de que es la autosuficiencia personal la amenaza para el hombre, se realiza en la recepción del sermón del monte.
El sermón de las bienaventuranzas, a su vez, nos muestra que Jesús –como lo afirma-, no ha venido a abolir la ley de Moisés, sino a perfeccionarla, mostrando así un camino para vivir el verdadero amor que nace de Dios.
Pertenecer al reino supone vivir según el espíritu de las bienaventuranzas, que no sólo Jesús enseñó sino que las llevó a la práctica, asegurando de esa manera que es posible, con su ayuda y ejemplo, transitar el camino de la santidad evangélica a la que estamos convocados por el bautismo.
Si bien habla a la multitud, a los apóstoles dirige en primer lugar su mensaje, porque son ellos los pobres, los marginados de este mundo, los perseguidos a causa del nombre Jesús, los que predican la paz y la mansedumbre, y con ellos a todos los seguidores suyos en el transcurso del tiempo, incluyéndonos también a nosotros.
Los criterios de Dios encarnados en las bienaventuranzas no son los que el mundo aprecia, sino que se anuncia un mundo nuevo que el Señor inaugura, y en el que se invierten los valores, de manera que serán ciertamente felices los discípulos que reciben con alegría esta Buena Nueva, aunque sean despreciados por los mundanos o tengan la misma suerte que su Maestro.
Percibiendo esta lógica de Dios y la del mundo que se le opone, será necesario considerar en qué ámbito estamos insertos en la vida concreta, para decidirnos a la conversión si somos mundanos, o a afirmarnos más en caminar tras los pasos del Señor si ha sido ésta nuestra opción primera.
Benedicto XVI en su obra Jesús de Nazaret resalta que “Las paradojas que Jesús presenta en las Bienaventuranzas expresan la auténtica situación del creyente en el mundo, tal como las ha escrito Pablo repetidas veces a la luz de su experiencia de vida y sufrimiento como apóstol: <Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los sentenciados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen> (2Co 6,8-10). <Nos aprietan por todos los lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban pero no nos rematan…> (2Co 4,8-10).
Conforme a esto el “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos le pertenece el Reino de los Cielos” parte del testimonio de Jesús mismo, que es manso y humilde de corazón, que no tiene donde reclinar su cabeza, porque no tiene seguridades mundanas, manifestando así el despojo de sí mismo para ofrendarse al Padre, buscando cumplir siempre su voluntad, dándonos a cada uno de nosotros ejemplos a imitar, sabiendo de nuestra nada interior, y total dependencia de Aquél que nos conforta.
Cuando proclama “Felices los afligidos, porque serán consolados”, refiere a la aflicción verdadera por el pecado propio que conduce a la conversión como Pedro, y no al suicidio como a Judas, y a la aflicción por los pecados de los demás, y por el daño que provocan a otros, y así “más felices serán los que lloran los pecados ajenos” (s. Juan Crisóstomo en Catena Aurea).
En este sentido, ¡Cuántos buenos médicos sufren ante la matanza permanente de niños por el aborto, en hospitales públicos de nuestra provincia, con la complacencia del gobierno!
San Lucas hace ver la contrapartida de esta bienaventuranza cuando dice (Lc. 6, 25)”Pobres de ustedes los que ahora ríen, porque conocerán la aflicción y las lágrimas”, refiriéndose a los que se alegran por su vida de pecado, como los abortistas de nuestra provincia, los que se burlan de Dios y de la Iglesia o de los cristianos que son fieles a Dios.
¡Cuántas madres lloran por los pecados de sus hijos, como sucedió con santa Mónica, y alcanzan por ello el consuelo de Dios de ver a sus hijos convertidos!
Los pacientes reciben la tierra en herencia porque no han caído en la prepotencia frente a los demás, no buscan alcanzar las cosas por la fuerza, toleran todo tipo de ofensa a causa del Reino.
San Juan Crisóstomo recuerda, a su vez, que tiene hambre de justicia el que desea obrar según la justicia de Dios y tiene sed el que desea alcanzar su ciencia, mientras que al decir de san Jerónimo verá a Dios quien tiene un corazón puro, sin mancilla alguna, como lo es su Señor.
Los pacíficos son los que estando en paz consigo y con Dios, buscan inculcarla a los que están separados por disensiones, mientras que los misericordiosos están cerca de las miserias del prójimo para compadecerse de ellas.
¡Cuántos son perseguidos por practicar la justicia, que no se venden por dinero, ni ponen su confianza en lo perecedero! y ¡Cuántos son los perseguidos porque aman a Jesús, porque no se doblegan ante todo clase de males, sino que dan testimonio aún ante las burlas, de su fidelidad al que los redimió en la Cruz!.
Queridos hermanos: aleccionados por estas palabras de la escritura busquemos al Señor “todos los humildes de la tierra” (Sof. 2,3; 3,12-13), sintámonos el “resto de Israel” de esta época, el pequeño rebaño que persevera en el bien con valentía, en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, seguros del triunfo final de Dios, aunque tarde, sobre las fuerzas del maligno y sus seguidores.
* Benedicto XVI “Jesús de Nazaret” (4.-El sermón de la montaña).op.cit.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el IV° domingo durante el año. Ciclo “A”. 29 de enero de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.
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