En el evangelio del día (Mt. 18, 15-20), Jesús nos recuerda que “donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”.
Precisamente es lo que acontece hoy en esta asamblea litúrgica reunida en la iglesia parroquial para celebrar con gozo el ofrecimiento de Jesús al Padre por la salvación del mundo.
En efecto, percibimos desde la fe que el Señor está en medio nuestro para hacer realidad que lo que pidamos “mi Padre que está en el cielo lo concederá”.
¿Y qué pedimos en esta ocasión de modo particular? El que se realice en plenitud lo afirmado por el apóstol (Rom. 13, 8-10): “que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo” ya que “el que ama al prójimo ya cumplió toda la ley”.
La deuda del amor mutuo tiene su fundamento en que tenemos un único Padre y que todos los seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios, somos por lo tanto, hermanos, llamados todos a la vida eterna con Dios.
Por lo tanto, lo que nos une desde el origen es la filiación divina adoptiva, estando también unidos en la meta de la vida humana, la gloria del Padre.
Dentro del amor mutuo que nos debemos se establece como acto especial de la virtud de la caridad la corrección fraterna del hermano que está en pecado.
Establecida ya en el Antiguo Testamento mismo como obligación, tal como proclamamos recién en la profecía de Ezequiel (33, 7-9), cada uno debe sentirse responsable de la salvación de los demás por medio del llamado a la conversión.
En el texto del evangelio (Mt. 18,15-20) se sigue el camino emprendido por la enseñanza del profeta aunque manifestando el modo y la oportunidad para corregir al hermano que está a punto de pecar o ya está viviendo en pecado.
La corrección debe comenzar con una advertencia a solas, hecha con humildad y sin aparecer como superior de nadie, sino más bien como alguien que amando el bien del otro se le interpela a iniciar una vida nueva en amistad con Dios.
En este sentido ponemos por encima de todo el bien espiritual del otro, que apunta a la amistad con Dios en esta y en la otra vida, sobrepasando cualquier otro bien temporal o material que podríamos hacer como por ejemplo la limosna.
Es tan importante el bien espiritual del otro que el texto evangélico insiste en continuar por el camino de la corrección fraterna ante testigos o frente a la comunidad, excluyéndolo si por su obstinación fuere necesario.
Esta reiteración, por cierto, nos hace pensar incluso que en el cambio de la persona pecadora se beneficia también la comunidad misma, ya que un pecado puede comprometer no sólo a la persona sino también a la comunidad.
Piénsese por ejemplo en alguien que tiene responsabilidades sobre otros y cuyo pecado personal, por ejemplo que se droga o emborracha, perjudica a terceros.
Santo Tomás (Suma Teológica II-II q. 33) señala también que se puede corregir al que está encima nuestro por su jerarquía como “un prelado” (art. 4) pero con mansedumbre y respeto, incluyendo – además- en este deber de caridad a los que revestidos de autoridad política, social, económica o gremial influyen con sus decisiones en la vida de los demás, pudiendo provocar grandes daños.
La obligación de caridad de advertir a otros de sus pecados, cesa cuando la persona puede volverse peor en su comportamiento o se enoje gravemente con el hermano que le advierte, aunque debe hacerse, aún con esos riesgos, si el que amonesta tiene obligaciones de estado, como por ejemplo un padre en relación con sus hijos, y cuando del no hacerlo se siguieran males mayores para otros.
La Palabra de Dios nos ilustra especialmente acerca de cómo obrar en esta forma peculiar de caridad, no sólo porque es más importante el bien espiritual del prójimo, sino también porque resulta de difícil cumplimiento su ejercicio, toda vez que no pocas veces nos vence el “no te metás” o el evitar sufrir algún contratiempo a causa de nuestra advertencia caritativa, máxime cuando tememos que se nos eche en cara el que también nosotros somos pecadores.
En orden a la perseverancia en el bien si la persona se ha corregido o por lo menos intenta hacerlo, no conviene recordar sus culpas del pasado a cada paso, de modo que no caiga en el desaliento, perdiendo interés en seguir luchando contra aquello que la separa de Dios y del prójimo.
Este modo de vivir la caridad es siempre evangélico ya que se lo realiza según la voluntad divina, quedando condenado siempre el chismerío o el comentario agresivo de los defectos y pecados ajenos que a nada conduce.
Esta actitud evangélica de ayudar al otro a avanzar en su vida de fe, esperanza y caridad, descartando o luchando contra la tentación que siempre asedia, debe capacitarnos a ser también dóciles ante las correcciones que otros nos hagan, agradeciéndolas, ya que manifiestan que se quiere también nuestro bien espiritual.
Queridos hermanos: imploremos a Dios que nos mire siempre con amor de Padre, para que creyendo en Cristo alcancemos la verdadera libertad que nos permita buscar siempre la santificación de los demás y permitir que seamos ayudados en el camino de santidad que nos prepara para desear y esperar siempre la herencia eterna.
Canónigo Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXIII durante el año. Ciclo A. 10 de septiembre de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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