En el evangelio de este domingo reflexionamos sobre la parábola de los obreros enviados a la viña (Mt. 19,30-20,16).
La viña del Señor es el pueblo de Israel en un primer momento de la historia de salvación, y la Iglesia, una vez realizada la Pascua nueva por Jesús el Hijo de Dios vivo.
Tanto los judíos de la primera hora, como los paganos llamados después, -entre ellos nosotros-, habiendo respondido al “¡Busquen al Señor mientras se deja encontrar, llámenlo mientras está cerca!”, somos invitados a trabajar en el campo de Dios hasta recibir idéntica recompensa, fruto de la generosidad divina y no del esfuerzo humano.
El denario que a todos se ofrece, sin distinguir si se estuvo desde la primera hora o en diferentes momentos después, es Cristo mismo o la pertenencia al Reino de los Cielos, después de la muerte.
Desde el instante de la conversión individual cada persona pertenece a la viña del Señor, aunque la entrega a Dios sea diversa, ya en el inicio de la vida como san Luis Gonzaga o más tardíamente como san Pablo o san Agustín, siendo condición la perseverancia en el camino de la salvación buscando agradar a Dios y a los hermanos.
Advertimos así, que recibiendo Dios en el Reino a los pecadores convertidos en edad madura o avanzada, no hace injuria a los que han vivido siempre en la inocencia, ya que en la vida de la gracia no hay derechos que hacer valer.
Al respecto Isaías (Is. 55,6-9) recuerda “que el malvado abandone su camino y el hombre perverso, sus pensamientos; que vuelva al Señor, y él le tendrá compasión, a nuestro Dios que es generoso en perdonar”, estando vigente este llamado siempre, sin distinción de tiempo o lugar alguno.
El verdadero creyente que lo fue desde la niñez, se alegra cuando su hermano, aunque convertido tardíamente, participa de las alegrías de ser recibido en la viña del Señor, no siente envidia porque ambos tienen el mismo premio, el denario de la vida divina y el encuentro con Cristo.
Más aún, se es consciente desde la fe, que la tardanza en la conversión ha significado la pérdida de plenitud y la permanencia en una vida infeliz.
Al inicio de la Iglesia hubo controversias acerca de la admisión de los no judíos al cristianismo, en el fondo porque se pretendió reducir a Dios a la medida de los pensamientos del hombre que no admite “igual pago” para todos, los del inicio y de los venidos más tarde, pretendiendo condicionar la conducta de Dios a las categorías humanas de justicia y de bondad.
Pero Dios que ilumina siempre a los suyos hizo comprender que “los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos-oráculo del Señor-“sobrepasan “mis caminos y mis pensamientos a los caminos y los pensamientos de ustedes” (Is. 55, 6-9).
La enseñanza que se nos impone de este evangelio es que cuando alguien es admitido, lo es con derecho a una plena participación, ya que el Reino de los Cielos y la pertenencia a Cristo no es propiedad de persona alguna, sino que nace de la libérrima bondad y misericordia divinas.
Mirada de esta manera la salvación del hombre, entendemos que los planes de la Providencia aparecen muchas veces incomprensibles y deben ser aceptados con humildad.
Incluso en nuestros días, en que la confusión doctrinal y moral es cada vez mayor, la certeza de haber sido salvados y adornados con la gracia divina desde el bautismo, nos debe llevar a afirmarnos en la verdad que hemos recibido desde antaño.
En efecto, sabemos que Dios no se muda y en todos los tiempos llama a la conversión, porque no vino Jesús a abolir la ley sino a perfeccionarla, de manera que es el mundo quien debe recibir a Jesús y vivir según la voluntad de Dios, y no la Iglesia adaptarse a los vaivenes de lo provisorio, propio del mundo decadente y frívolo en el que estamos insertos.
Dios misericordioso al extender la salvación a los que han sido llamados últimos, los paganos, no defrauda a los llamados al principio, los judíos.
Ahora bien, llegados a esta instancia de la reflexión como creyentes, preguntamos, ¿Cuál ha de ser la ruta del verdadero discípulo que no mira la hora del llamado, ni los servicios prestados a diario, ni la recompensa futura, sino dar gloria a Dios y a su Hijo hecho hombre Jesús, en el Espíritu Santo?
El apóstol Pablo (Fil. 1, 20b-26) escribe desde la cárcel reconociendo que aún desde allí evangeliza y, se encuentra ante la muerte y la vida.
Él es uno de los convertidos al promediar su vida terrenal, fruto del amor de Dios misericordioso, que lo llama a convertirse en apóstol de los gentiles, vocación a la que decide responder con generosidad, llegando a exclamar convencido “para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si la vida en este cuerpo me permite seguir trabajando fructuosamente, no sé qué elegir”.
La muerte constituye ganancia porque es la concreción del servicio en la vida terrena, pero la vida, a su vez, le permitirá seguir evangelizando a los demás para guiarlos al encuentro de Cristo Salvador.
De hecho, él tiene la convicción que deberá seguir en este mundo para que todos ”progresen y se alegren en la fe”.
Queridos hermanos: la liturgia nos llama a crecer en la unión con Dios, a salir en su busca, dóciles a sus caminos de bondad, diferentes a los que transitamos muchas veces, viviendo para Cristo, contemplando la vida de cada día desde su mirada salvadora, y recibiendo con grandeza de ánimo a toda persona que decida seguirlo, aunque no pocas veces tardíamente, pero con tiempo suficiente para ser salvos.
Imágen de comienzo: La parábola de los obreros de la viña. Siglo XI. Evangeliario bizantino. París.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXV durante el año, ciclo A.- 24 de septiembre de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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