20 de junio de 2018

“La decisión por conocer y agradar a Dios, será en el creyente grano de mostaza que “crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas”


 En medio de una sociedad que les era hostil, con persecuciones y desprecios continuos por parte de los paganos, los cristianos del comienzo de la Iglesia, vivían profundamente lo que señala el apóstol san Pablo (2 Cor. 5, 6-10) cuando afirma que “Nos sentimos plenamente seguros, sabiendo que habitar en este cuerpo es vivir en el exilio, lejos del Señor”.

En su patria, pues, se sentían exiliados porque sabían que su Patria estaba en la gloria de la eternidad. Este caminar en la temporalidad lo hacían “en la fe” ya que “todavía no vemos claramente”.
Esta vivencia del pasado se prolonga también en nuestros días, ya que hoy como ayerCaminar en la fe que implica por un lado que poseemos la certeza de que  la existencia humana está cimentada en Dios, pero que, a su vez,  no lo vemos tal cual es  como lo será en la gloria.
Esta vivencia desde la fe, por otra parte, hace que comprendamos que cada acción nuestra tiene un alcance definitivo, ya sea para la salvación o la separación definitiva del Creador “porque todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba, de acuerdo con sus obras buenas o malas, lo que mereció durante su vida mortal”.
Sin embargo, la posibilidad de la “separación definitiva” en el día del juicio, no debe ser lo que nos haga obrar con rectitud moral, sino que debe primar siempre la caridad que lleva a tener como único deseo el agradar a Dios, ya sea “que vivamos en este cuerpo o fuera de él” manifestación clara que prima el amor al Dios de las misericordias.
La docilidad a Dios que conduce a agradarle en todo momento se gesta en la pertenencia al Reino de Dios, que es la presencia de Jesús en nuestras vidas y acciones de cada día.
Precisamente el texto del evangelio (Mc. 4, 26-34) nos enseña que el “Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”.
Esta verdad se puede experimentar si ahondamos en las profundidades del misterio divino, posibilidad ésta alcanzable por obra de la gracia que habita en nuestros corazones cuando estamos alejados del pecado.
A medida que avanzamos en la existencia terrenal, en el exilio temporal y pasajero en el que estamos insertos, percibimos cuánto hay de cierto en este laborar pausado pero continuo del engranaje del Reino de Dios que se ha aceptado previamente.
Gracias a esta maravillosa conjunción de gracia divina y buena voluntad humana se hace realidad el que “la tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga”, preparado para la cosecha.
Sin embargo, como el maligno también siembra, sobretodo la  ponzoña de la muerte, en estos días hemos asistido a la ruidosa manifestación de la alegría diabólica de los abortistas que bailaban sobre las tumbas futuras y manchadas de sangre de tantos inocentes. Ellos piensan que viven en una patria permanente, especulan que nada han de decir delante del tribunal divino, ya que es probable que no crean en su existencia, por lo que urge suplicar por su conversión.
Esto apremia porque en ellos se cumplirá, en caso que no se conviertan aceptando la misericordia divina, lo anunciado por el profeta Ezequiel (17, 22-24): “Yo, el Señor, humillo al árbol elevado y exalto al árbol humillado, hago secar al árbol verde, y reverdecer al árbol seco. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré”.
En cambio, la búsqueda de la voluntad de Dios, la decisión firme por conocerle y agradarle en todo, será en la vida del creyente como el grano de mostaza que al sembrarla es la semilla más pequeña pero “crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas”.
Dios que no se deja ganar en generosidad aviva en nosotros la sed de perfección que nos ha regalado -sin que nos demos cuenta- ya en el bautismo, por lo que sólo en Él encontramos la verdadera alegría.
El Reino de Dios cuando va creciendo en el corazón de cada uno y en la sociedad, llega a tener una pujanza y dimensión inimaginable, sólo conocido por la fe, añorado por la esperanza de la vida eterna, amado como ámbito en que se “extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra”.
Este Reino de Dios, presencia viva de Jesús, quiere cobijar a toda la humanidad, ya que para ello el Hijo de Dios se hizo presente en este mundo y murió por la salvación de todos, aunque sólo muchos responderán lamentablemente, a la gracia derramada sobre nosotros.
Queridos hermanos: revivamos confiadamente la oración del principio de la misa del día: “Dios nuestro, fuerza de los que esperan en ti, escucha con bondad nuestras súplicas, ya que sin tu ayuda nada puede la fragilidad humana, y concédenos la gracia de cumplir tus mandamientos para agradarte con nuestras acciones y deseos”.
Nuestra fragilidad nada puede sin la ayuda divina, pero con ella y nuestra respuesta fiel, crezcamos como miembros del Reino de Dios, implorando siempre la intercesión de María, Madre de Jesús y nuestra esperanza en medio de las vicisitudes de la vida en el exilio terrenal.
Quiera Dios, que con su ayuda y nuestra respuesta, lleguemos algún día a la Patria que nos espera desde siempre para habitar junto al Padre de las misericordias, su Hijo amado y el Espíritu dador de vida.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XI durante el año. Ciclo B. 17 de junio de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



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