En el relato evangélico de hoy (Mc. 7, 31-37) Jesús cura al sordomudo diciéndole «Effetá», que significa: «ábrete»…
Antes de este signo salvador de Jesús, el sordomudo estaba aislado del mundo, de los demás, de los acontecimientos de cada día, no podía comunicarse sino sólo por signos, limitados por cierto en lo que implica una participación en la vida religiosa o social.
Después del signo salvador comienza a comunicarse con el mundo siendo posible para él comprometer toda su persona y su vida por medio de la capacidad de oír y de hablar restablecidas nuevamente.
Pero sería incompleta la curación realizada por Jesús si sólo se redujera a la facultad de comunicarse pero permaneciendo la cerrazón interior del hombre que se había encontrado con Jesús sólo físicamente pero sin que hubiérase establecido una sintonía mutua.
Jesús viene a nosotros para liberarnos de nuestra sordera y mudez, ya que el hombre, sobre todo en nuestros días, ha perdido la disposición interior de escuchar al Salvador y lo que éste quiere comunicarle. Prefiere el ser humano, no pocas veces, escuchar lo que le halague los oídos, como enseña san Pablo, oír lo que está de acuerdo con las pasiones y puntos de vista individuales, estar atento a lo que lo llena de sí mismo y le permite olvidarse despreocupadamente de aquello que puede incomodarle con frecuencia: la verdad divina.
A su vez, la falta de deseo de escuchar a Dios le lleva a la incapacidad de hablar de lo que pueda ser liberador para los demás, le hace relegar la misión de evangelizar a toda persona de buena voluntad.
La mirada de Padre, que imploramos en la oración colecta de esta misa, se hace visible por medio de la mirada bondadosa de Jesús, que apartando al sordomudo de en medio de la multitud, se aproxima a sus necesidades y le otorga la salvación en abundancia ya que desde ahora podrá escuchar nuevamente la voz de Dios y hablar de sus maravillas con espíritu de fe.
En nuestros días cada uno de nosotros necesita la presencia liberadora del Señor, ya que estamos demasiado aturdidos por otras voces que no son las de Dios, de manera que nos hemos acostumbrado a juzgar lo que acontece a nuestro alrededor, no según los criterios de la mirada divina sino con los razonamientos mundanos que nos acechan permanentemente y buscan desviarnos del camino de la salvación.
Pero también la falta de actitud para escuchar se visualiza toda vez que ante el prójimo no sabemos acercarnos para oír sus dolores y penas, o hemos roto el diálogo en el matrimonio y en la familia por falta de disposición para acoger las opiniones de otros, o cerramos el oído ante definiciones importantes en nuestra vida, como aconteció con el debate sobre el aborto.
¡Cuántas veces, a su vez, no proclamamos las verdades elementales referidas a la vida humana por miedo, vergüenza o respeto humano, o preferimos callar la verdad y evitar así problemas en las relaciones familiares o amicales!
El Señor desea quitarnos la sordera para que crezcamos en la escucha, no sólo de la Palabra divina, sino también de la palabra humana de tantos desechados de la sociedad.
El Señor nos devuelve el habla para que con gozo y convencimiento anunciemos a todos el evangelio de la verdad, enseñemos a otros el camino del encuentro personal con Jesús, manifestemos en todo tiempo y lugar todo aquello que nos dignifica y engrandece como hijos de Dios.
Al mirarnos con amor de Padre, por otra parte, Dios está dispuesto a cumplir lo que dice Isaías: “llega la venganza, la represalia de Dios: Él mismo viene a salvarnos” (35, 4-7ª).
Esta afirmación implica que cuanto más se obstina el ser humano en alejarse de Dios, éste más busca salvarnos, respetando por supuesto en último término nuestra libertad, lo cual nos hace comprender que el Creador hace lo posible para brindarse a la criatura que es cada uno de nosotros, pero que dependerá de cada uno el acceder o no a la salvación eterna.
La paternidad divina está patente además en una cualidad que se recomienda adquiramos también nosotros (St. 2, 1-7), la de no hacer acepción de personas, de manera que así como Dios se brinda a todos, porque todos somos sus hijos, sin diferenciarnos por la raza, religión o condición social, también el creyente debe ser capaz de acoger en su corazón a toda persona, especialmente a quien más se distingue por su debilidad, pequeñez social o necesidad espiritual, teniendo actitudes y gestos que hagan recordar la bondad divina.
Hermanos: aleccionados por la Palabra de Dios busquemos siempre estar atentos a su voz y a las necesidades del prójimo, proclamando abiertamente las maravillas que el Creador hace en nuestras vidas y en las del prójimo.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXIII del tiempo ordinario, ciclo “B”. 09 de septiembre de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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