Cantábamos recién “Señor, ¿Quién habitará en tu Casa?" (Salmo 14, 2-5), antífona cantada entre las estrofas del salmo responsorial con el que respondíamos a la primera lectura de la liturgia dominical.
Esta Casa hace referencia a la definitiva, a la que tendemos al fin de los tiempos, como morada que nos espera y a la que estamos llamados por disposición del Creador porque nos ama desde toda la eternidad.
El salmista refiere al obrar recto, a la práctica de la justicia, a la proclamación de la verdad huyendo de toda calumnia, estando además la persona del prójimo que ha de ser honrado en todo tiempo y lugar.
El justo aquí descrito no estima al que es reprobado por Dios y se complace en cambio por honrar a los que temen a Dios.
Todo lo que menciona el salmista está presente a su vez en las recomendaciones que hace Moisés al pueblo elegido antes de su entrada a la tierra prometida (Deut. 4, 1-2.6-8), y suponen escuchar lo referido a los preceptos y leyes que se describen y practicarlas.
Por lo tanto, la grandeza del israelita en particular y del pueblo mirado en su totalidad, estará precisamente en su obediencia y docilidad a la Palabra divina soslayando toda tentación de autosuficiencia.
Precisamente para evitar una pretendida autoridad humana por sobre la Palabra divina misma es que Moisés afirma con énfasis “No añadan ni quiten nada de lo que yo les ordeno. Observen los mandamientos del Señor, su Dios, tal como yo se los prescribo”.
Más aún, por la observancia de los mandamientos divinos quedará en evidencia la sabiduría y prudencia de los israelitas ante todos los pueblos, por la justicia y verdad de su contenido, confirmando además una cercanía especial de Dios para con su pueblo.
Es posible que la crítica realizada por Jesús a los escribas y fariseos que se quejaban de la inobservancia de las purificaciones por parte de los discípulos, recordara lo dicho por Moisés en el Antiguo Testamento.
En efecto, con el transcurso del tiempo se fueron agregando tantas obligaciones de autoría humana a la ley de Dios, que ya ésta importaba menos que las costumbres introducidas (Mc. 7, 1-8.14-15.21-23).
De allí que Cristo cita a Isaías censurando la actitud de los oyentes circunstanciales: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos” ya que “Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres”.
En realidad, y en el origen de esta actitud, está la pretensión siempre latente del hombre de querer igualar y más aún superar a Dios, pensando vanamente que la humanidad toda ha “madurado” tanto, que puede proclamarse totalmente libre de toda sujeción divina.
Mentalidad esta que se percibe también en nuestros días cuando las personas, creyentes o no, se atan y rinden culto a tradiciones o costumbres o modas humanas, descartando la búsqueda y vivencia de la verdad, sin lograr encontrarse personalmente con Cristo, que permitiría a cada uno conocerse más descubriendo lo que cada uno es.
Y así el domingo día del Señor, el del culto a Dios, ha dado lugar a la consagración del “finde” en el que cada uno apetece la diversión, “olvidarse” de todo y de su Creador, interesando sólo el desenchufe personal o familiar, buscando nuevas “energías” en la naturaleza.
La costumbre de alzar en alto pañuelos verdes, naranja o negros, expresión de las locuras de moda, ha supuesto primeramente descartar las imágenes sagradas, “molestas” para los nuevos incrédulos.
La cruz del Señor ya resulta incómoda en diferentes lugares, porque el hombre no admite haber sido salvado por Cristo, sino que se ha salvado a sí mismo o piensa que ya no es necesario ser “salvado”.
La ideología de género, perversidad de la inteligencia y desviación de la voluntad, lo penetra todo con la complicidad de las autoridades públicas, que imponen a toda costa la mentira y el engaño, bajo la excusa de una libertad sin freno o de una democracia divinizada.
La ecología moderna defiende más a los animales que supuestamente tienen derechos, que a los niños destrozados en el vientre materno o que son esclavizados en el mecanismo de la trata de personas.
En síntesis, se repite lo que Jesús decía en su tiempo a los escribas y fariseos, cuando afirmaba que eran sepulcros blanqueados que por fuera estaban pulcros y por dentro llenos de podredumbre.
De allí la necesidad de ir a bucear en nuestro interior para descubrir la malicia que muchas veces se esconde, para convertirnos y volver a una vida más íntegra en la que como enseña el apóstol Santiago (1, 17-18,21b-22.27) “Reciban con docilidad la Palabra sembrada en ustedes, que es capaz de salvarlos. Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de manera que se engañen a ustedes mismos”.
Esta docilidad implica reconocer que la maldad se origina en el interior de cada uno de nosotros y que fluye por medio de todo tipo de pecado, inficionando no sólo la vida de cada uno sino también contaminando el ámbito en el que nos movemos y vivimos cada día.
Hermanos: concluyendo, pidamos al Señor con sencillez de corazón su gracia abundante, para que sepamos vivir el mandamiento divino, sin dejarnos seducir por las frivolidades humanas, y así habitar en su Casa.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXII del tiempo ordinario, ciclo “B”. 02 de septiembre de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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