23 de julio de 2019

Señor, ¿quién entrará en tu casa?: El que te contempla en la oración y procede rectamente en su vida de cada día.

El salmo interleccional (14, 2-5) que hemos cantado nos interpela al preguntarse el salmista y con él nosotros: “Señor, ¿quién entrará en tu casa?

A continuación describe la necesidad de obrar rectamente, de practicar la justicia, de no hacer mal al prójimo y demás condiciones que dejan en evidencia la necesidad de vivir sabiamente.
Ser sabio significa para el creyente “llevar a plenitud entre ustedes la Palabra de Dios, el misterio que estuvo oculto desde toda la eternidad y que ahora Dios quiso manifestar a sus santos” (Col. 1, 24-28).
Entrar en la casa del Señor es participar de su divinidad en la contemplación de su rostro para siempre después de la muerte, terminado el transitar en este mundo, culminando el camino de la fe por el que hemos procurado identificarnos cada vez más con Cristo.
Pero para vivir de esta manera la plenitud en el conocimiento del misterio de Cristo que nos ha manifestado el Padre, es necesario que Él haga su entrada en nuestra vida, en nuestro corazón, mostrándonos un camino nuevo al contemplarlo, a sus pies, como María de Betania.
El misterio divino develado del que habla san Pablo, refiere al momento de la Encarnación del Hijo de Dios, por el que Jesús, Dios y Hombre,  manifestó su voluntad de ingresar en nuestra vida.
Ya en el Antiguo Testamento (Gén. 18, 1-10ª) se pone en evidencia la voluntad de Dios de entrar en la historia humana, de compartir con nosotros todo lo humano, atendiendo las preocupaciones más profundas de cada uno otorgándonos lo que más necesitamos.
Así lo comprobamos cuando “el Señor se apareció a Abraham junto al encinar de Mamré” por medio de la aparición de tres hombres que sugieren, a la luz de la fe cristiana, la presencia de la Trinidad Santa.
En ellos reconoce el patriarca al Señor, por lo que les ruega no sigan de largo, invitándolos a gozar del descanso, el alimento y la hospitalidad que se les brinda desinteresadamente.
Como Dios no se deja ganar en generosidad, uno de los tres anuncia, para cuando regrese el año entrante, como  recompensa por todo lo recibido, el  nacimiento del hijo  tan esperado por Abraham y Sara.
En el Nuevo Testamento, Cristo mismo continúa esta voluntad divina de ingresar en nuestra vida, ya familiar, personal o en la sociedad toda.
La sociedad y la cultura de nuestro tiempo, sometidas a diversas ideologías que han elegido prescindir de Dios y pretenden endiosar al hombre declarándolo autosuficiente y sin dependencia alguna divina o humana, se debaten sin rumbo, perdiendo el sentido de la vida que sigue siendo, aunque no se lo reconozca entrar a la Casa del Padre.
De allí que resulte imperioso para el creyente que quiera permanecer lúcido en medio de tanto desatino y ambigüedad en todos los campos, el dejarse moldear por la presencia de Cristo que hablará al corazón de todos los que lo sigan aceptando como camino, verdad y vida.
Nuestra casa interior, como la de Marta y María (Lc. 10, 38-42), ha de estar siempre disponible para que Jesús se instale, permanezca y perfeccione lo que somos por el bautismo, hijos adoptivos del Padre, el cual como enseña san Pablo, “quiso manifestar a sus santos” “el misterio que estuvo oculto desde toda la eternidad” (Col. 1, 24-28).
La presencia del Señor debe llevarnos a transformar nuestra vida tanto personal como comunitariamente hablando en orden a la perfección.
A la luz de la voluntad salvadora de Jesús, nuestra casa interior ha de estar preparada para recibirlo, desechados todos los obstáculos y colocarnos a sus pies para escuchar su palabra y asimilar sus consejos.
El texto bíblico que meditamos, a primera vista presenta la incompatibilidad entre el quehacer de Marta y la contemplación de María, realidad ésta que con frecuencia se repite en el creyente.
¡Cuántas veces el creyente vive fuera de su interioridad agobiado por múltiples tareas, llegando al fin de cada día cansado y pensando todo lo que le falta hacer todavía al día siguiente sin encontrar paz interior!
Pero también sucede que busquemos vivir muchos momentos de contemplación pero sin referencia alguna al obrar de cada día.
La presencia del Señor, en cambio, nos exhorta a unir ambos aspectos de la vida cotidiana, de manera que la vida interior forjada en la oración y la amistad con Él, se prolongue en acciones buenas por las que damos gloria a Dios como hijos y, servimos al prójimo como hermanos, mientras el obrar diario busque la iluminación divina que le dé pleno sentido y se proyecte hacia el futuro eterno como meta.
¡Qué hermoso cuando la familia se une en oración común de alabanza dando sentido al obrar de cada uno siempre buscando el bien del otro!
Mientras la agitación de la que habla Jesús dispersa la persona, la contemplación que es “la mejor parte” elegida, permite siempre unir todas las fuerzas interiores dándole sentido pleno al existir humano.
Queridos hermanos: dispongamos nuestras personas a recibir siempre a Jesús, dejándonos moldear por su vida y enseñanzas, prolongando así, sin contradicciones internas, la contemplación en la acción de la que nos hablan con frecuencia los santos.
¡Quiera Dios iluminarnos siempre con su verdad y fortalecernos con su gracia, para crecer en la historia como creyentes que testimonian siempre todo lo grande y bello que han recibido!

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XVI del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 21 de julio de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



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