Como el niño nacido en una familia creyente aprende a rezar de sus padres y comienza a valorar lo que significa unirse a su Dios, le pedimos a Jesús, con sus discípulos, que nos enseñe a orar como Juan Bautista inició a sus seguidores en este modo de comunicarse con Dios, sintonizando de esa manera tan sencilla con el Padre (Lc. 11, 1-13).
La oración del Padre Nuestro contiene una síntesis de lo que implica la vida del hombre en este mundo, admiración y gozo ante el Padre del cielo y humildad en el reconocimiento de las necesidades humanas.
Lo primero que debemos aprender y practicar, es invocar a quien nos ha creado, reconociéndolo como Padre de todos sus hijos, aunque muchas veces caminemos por otras sendas, incluso lejos de Él.
Santificamos su nombre cada vez que reconocemos que todo se lo debemos, y que la vida es un regalo para alcanzarlo en algún momento en la eternidad, tras un camino de obras buenas.
Le pedimos que venga su Reino, aquél que ya instaló su Hijo al hacerse hombre, pero orientándonos precisamente al Reino que todavía no se develó, pero que está en el horizonte como promesa.
En humildad reconocemos que el Señor nos protege dándonos los bienes que necesitamos para vivir dignamente como personas y que pedimos siempre, y esto, porque todo lo creó para bien del hombre.
Pero la vida humana sería infeliz viviendo en la discordia y rivalidad entre nosotros, por lo que asumiendo la disposición a perdonar a quienes nos han ofendido, suplicamos a su vez ser perdonados cuando caemos por fragilidad y nos disponemos de nuevo a vivir como hijos suyos, luchando por ser santos porque a ello fuimos llamados.
Y si bien sabemos que fuimos regenerados por el bautismo, ya que estábamos muertos a causa de nuestros pecados pero Cristo nos hizo revivir con Él perdonándonos (cf. Col. 2, 12-14), sentimos en nuestra humanidad la inclinación al mal, por lo que pedimos no nos deje caer en la tentación que se nos presenta cada día como ilusión de felicidad.
Acerca del Padre Nuestro, oración que nos enseñó Jesús a repetir siempre, nos enseña san Agustín que "Si vas discurriendo por todas las plegarias de la santa Escritura, creo que nada hallarás que no se encuentre y contenga en esta oración dominical” (Carta 130, a Proba).
El mismo Jesús nos asegura que el Padre, suyo y nuestro, concede lo que pedimos porque siempre da cosas buenas a sus hijos, como lo hacemos nosotros a pesar de que somos malos en nuestro proceder.
La oración nace espontáneamente de la contemplación de Jesús, estando sentados a sus pies, es decir, con sencillez, como contemplamos el domingo pasado en la persona de María de Betania, que no se dejó atrapar por la tentación del activismo, enseñándonos a integrar contemplación y acción en cada momento del día.
La oración que significa hablar con Dios como con un amigo, debe ser insistente, no desfallecer a pesar que parezca que no se nos escucha.
Al respecto dice san Agustín que "Puede resultar extraño que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Por eso, se nos dice: Dilatad vuestro corazón". (Carta 130, a Proba).
El espíritu de oración, a su vez, debe mantenerse en el tiempo, no solamente cuando los problemas nos acucian y no sabemos qué hacer en las situaciones más inexplicables que puedan rodearnos, ya que resultaría ser interesada si sólo fuera acorde con nuestras dificultades.
A su vez, San Agustín afirmaba sagazmente acerca de la oración ante la cual Dios hacía silencio, que "Cuando nuestra oración no es escuchada es porque pedimos aut mali, aut male, aut mala. Mali, porque somos malos y no estamos bien dispuestos para la petición. Male, porque pedimos mal, con poca fe o sin perseverancia, o con poca humildad. Mala, porque pedimos cosas malas, o van a resultar, por alguna razón, no convenientes para nosotros". (La ciudad de Dios, 20, 22).
Ante esto se nos presenta la paradoja de un tipo de oración que es impulsada por quien es bueno, pide lo bueno y de manera humilde, como aconteció con Abraham (Gén. 18, 20-21.23-32), y cuyo resultado fue la destrucción de Sodoma y Gomorra como ciudades pecadoras.
¿Qué sucedió con esta súplica a favor de los pecadores realizada por el Patriarca amigo de Dios que regatea para que la misericordia triunfe sobre la justicia divina y se evite el castigo merecido?
La respuesta es que ni siquiera había diez justos para sortear la pena merecida por estas dos ciudades sumidas en el pecado.
Es decir, que sucede a menudo que nuestra oración pidiendo misericordia por quienes viven en pecado no alcanza su objetivo a causa de la impenitencia de las personas, ya que si hay dolor y deseo de retornar a Dios, si nosotros u otros nos arrepentimos de corazón, la misericordia divina brilla sobre los hijos deseosos de volver al Padre.
Queridos hermanos: no dejemos de perseverar en la oración, sigamos el consejo del Obispo de Hipona que recuerda: "Vete al Señor mismo, al mismo con quien la familia descansa, y llama con tu oración a su puerta, y pide, y vuelve a pedir. No será El como el amigo de la parábola: se levantará y te socorrerá; no por aburrido de ti: está deseando dar; si ya llamaste a su puerta y no recibiste nada, sigue llamando que está deseando dar. Difiere darte lo que quiere darte para que más apetezcas lo diferido; que suele no apreciarse lo aprisa concedido". (Sermón 105).
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVII durante el año. Ciclo C. 28 de julio de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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