En nuestra vida cotidiana nos encontramos con frecuencia ante la elección por Dios y el reconocimiento por tanto que la existencia alcanza plenitud en la eternidad, o por el contrario el adherirnos a lo temporal con una especie de idolatría, desconociendo lo sobrenatural como llamado que se dirige a cada persona que viene a este mundo.
Esta disyuntiva supone que cada persona coloca su seguridad en una u otra elección, fundando su obrar en Dios o en lo material.
Lo primero abre el corazón, dilata el horizonte de cada día considerando necesario vincularnos al Señor y a nuestros hermanos.
La otra elección clausura el corazón de la persona que se contempla a sí misma como lo más importante desechando al Otro, o sea, la vinculación con Dios, y olvidándose de su relación con el prójimo.
El texto del evangelio (Lc. 12, 13-21) presenta la parábola del hombre que ha puesto su seguridad en los bienes que posee, y sólo piensa en incrementarlos continuamente, dejando en claro así, el desorden que provoca la avaricia que ciega al ser humano, bloqueando su corazón, ya que se contempla siempre a sí mismo prescindiendo del culto a Dios y el servicio a los hermanos que hubieran podido verse favorecidos con su generosidad.
Habla de “mis” graneros, de “mi trigo”, de “mis bienes”, de los “muchos” años de vida que le esperan, gozando anticipadamente con el deseo de todo lo que considera solamente “suyo”.
Lo estrictamente temporal podría considerarlo como dependiendo únicamente de sí mismo y de sus habilidades personales para los negocios, -aunque podría aparecer el imprevisto de caer en la ruina-, pero lo que no depende de él es el tiempo de vida que le queda, y que pertenece sólo a Dios el momento en que nos llama para el juicio.
Con la muerte pierde absolutamente todo, sus bienes, sus muchos años de bienestar asegurado, mostrando la vacuidad de las posesiones materiales que no aseguran para nada el bienestar que se codicia como lo más importante en la vida humana tan pasajera.
Por otra parte se da la paradoja que lo no compartido en vida con los más necesitados, que podrían rogar a Dios por él, cae en manos de los herederos que por cierto disfrutarán de lo que no han conseguido con su trabajo, quedando en claro la insensatez del difunto.
La experiencia dolorosa que padece el codicioso, es fruto del egoísmo que lo aleja de Dios y de su prójimo, y coincide con lo que describe el Cohélet (Ecles. 1,2; 2,21-23) al presentar la preocupación por los bienes mundanos sólo un producto de la vanidad humana.
El texto, anticipa con sus dichos lo enseñado por Jesús: “¿Qué le reporta al hombre todo su esfuerzo y todo lo que busca afanosamente bajo el sol? Porque todos sus días son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón”.
El salmo interleccional (89, 3-6.12-14.17) a su vez, subraya la condición de fragilidad de la que se reviste la existencia humana, por lo que considerando que la vida pasa como un soplo, hemos de pensar en buscar siempre el agradar a Dios siguiendo su voluntad.
Es decir que la mirada sobre la duración de la vida ayuda a crecer sabiamente, y así, “Mil años son ante tus ojos como el día de ayer, que ya pasó, como una vigilia de la noche” por lo que le suplicamos al Señor: “enséñanos a calcular nuestros años, para que nuestro corazón alcance la sabiduría”.
La existencia humana puesta sobre el fundamento de la riqueza, pues, culmina con la pérdida de todo, ya que lo material es pasajero y carece de sustento seguro en el tiempo.
La Palabra de Dios nos invita a su vez a elegir aquello que es duradero, enaltece al hombre y se prolonga en el amor al prójimo.
Por otra parte, la elección que se adhiere a Dios en su Hijo hecho hombre, se funda en lo que señala san Pablo a los colosenses (3, 1-5.9-11), y así, “Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios”.
En el orden de la gracia afirmamos que lo propio del bautizado es vivir como muerto al pecado y resucitado para vivir en Cristo, por eso es verdadero aquello de “ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios”.
Esta verdad de fe hace que el creyente viviendo en Cristo resucitado encuentre la felicidad plena toda vez que haga realidad el que se haya despojado “del hombre viejo y de sus obras” y se revista del “hombre nuevo, aquél que avanza hacia el conocimiento perfecto”.
Y ¿cómo dejamos al hombre viejo y nos revestimos del nuevo? Haciendo morir en nuestros miembros todo lo que es terrenal: “la lujuria, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y también la avaricia, que es una forma de idolatría. Tampoco se engañen unos a otros”.
El sentido de la vida de los que eligen a Cristo, a su vez, no se plasma y culmina en este mundo pasajero, como acontece con quienes adoran al dios dinero o al placer, sino en la vida futura, de modo que “cuando se manifieste Cristo, que es la esperanza de ustedes, entonces también aparecerán ustedes con Él, llenos de gloria”.
Queridos hermanos: recordemos que a lo largo de nuestra vida perdemos o podemos perder todo lo que es importante para nosotros, sin que ello dependa necesariamente de la voluntad humana, y así, es posible carecer de salud, dinero, fama, honor, trabajo, y la propia vida temporal.
En cambio, lo único que no perdemos si no queremos, es la amistad con Dios en Jesucristo y el Espíritu Santo, avanzando de ese modo “hacia el conocimiento perfecto, renovándose constantemente (cada uno) según la imagen de su Creador”.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Misa del domingo XVIII del tiempo Ordinario. Ciclo “C”. 04 de agosto de 2019. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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