En la
primera oración de esta misa pedíamos a Dios que nos mirara siempre con amor de
Padre. Esta mirada de Padre la encontramos siempre a lo largo de la sagrada
Escritura, de allí que no debe admirarnos que el profeta Isaías (35, 4-7ª)
anuncie para un tiempo futuro la venida del Mesías en medio de signos
salvadores para el hombre ya que “se
abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos”,
los paralíticos caminan, el desierto reverdece, la vida se hace presente,
produciéndose como una nueva creación que el profeta describe diciendo “llega la venganza, la represalia de Dios:
Él mismo viene a salvarlos!”.
Es decir,
que ante el pecado del hombre particular y de la humanidad toda, la respuesta
de Dios, llamada venganza y represalia, consiste en salvar a todos aquellos que
han sido creados por la bondad divina, notándose una continuidad entre su creación
y su rescate del oprobio del pecado.
Más aún,
el profeta recuerda a los que están desalentados muchas veces por sus miserias
que “¡Sean fuertes, no teman: ahí está su
Dios!.
Si acaso
asombraba el anuncio de la venganza de Dios como respuesta a la infidelidad
humana, pronto se advierte que cuanto más nos separamos del Creador, más busca
el Señor nuestra salvación, elevarnos como hijos suyos.
Sin duda
que esto supone el deseo humano de volver a Dios convertido de corazón, y
recibir así el don infinito de la misericordia divina que repara nuestras
heridas y restaura la imagen y semejanza primigenia.
En el
texto del evangelio proclamado hoy (Mc. 7, 31-37) advertimos que la venganza
divina se hace presente en la persona de Cristo que tiende siempre la mano a todo
aquél que lo necesita, ya sea enfermo del alma como del cuerpo, incluso impone su mano salvadora sobre aquellos que
sin saberlo lo buscan, como en este caso en que atravesando la Decápolis se
encuentra con alguien que probablemente provenía del paganismo.
Jesús
separa al sordomudo de la multitud, para abrirle los oídos y disponerlo a
escuchar la voz de Dios, para soltarle la lengua de modo que a su vez pueda
proclamar las maravillas experimentadas por los gestos salvíficos del Señor.
Jesús
separa al enfermo de la multitud para tener un encuentro personal con él, ya
que sabe que el estar en medio de la gente puede acarrear la confusión en la
persona, el que se escuchen otras voces diferentes a la del Salvador y se
hablen cosas que no transmitan la verdad que salva.
En la
cultura de nuestro tiempo, deshumanizadora y transmisora de antivalores, el ser
humano a menudo se contagia de un mundo que sólo escucha lo que le halaga y
comunica lo que no edifica a persona alguna.
La vida
del creyente ha de estar en un continuo éxodo, en incesante salida de sí mismo
y del mundo, para realizar un encuentro personal con Jesús, por medio del cual
se descubre un nuevo sentido a la vida y a los acontecimientos que nos tocan
muy de cerca y que a veces confunden.
Con la
curación recibida este hombre no sólo podrá escuchar la voz de su Dios, sino percibir las
necesidades de sus hermanos a quienes ha de descubrir la sabiduría de la
palabra divina por medio de su proclamación.
De allí
que a pesar de la prohibición de hablar dirigida
al recién curado como a sus allegados, “ellos más
lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: “Todo lo ha
hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.
El “todo lo ha hecho bien”, evoca al libro
del génesis que ante lo creado de cada día repite “vio Dios que todo era bueno”, otorgando a la curación del
sordomudo el significado de una recreación del hombre, ya que de sordo a Dios
por el pecado, ha pasado a la obediencia de la fe; y de la mudez propia del que
está alejado de su Creador, se transforma en un entusiasta anunciador de las
maravillas divinas.
En conexión
con estos dos textos proclamados, tenemos al apóstol Santiago (2, 1-7) que nos
manda no hacer acepción de personas siendo esto el resultado de “ustedes que creen en nuestro Señor
Jesucristo glorificado”.
En efecto,
quien cree en Jesús muerto y resucitado, está convencido que fuimos todos
constituidos en hermanos unos de otros, y que como tales, ha de manifestarse
nuestro obrar con cada uno, en los diferentes ámbitos de la existencia humana, no sólo
durante la liturgia como escuchamos recién.
En
nuestros días el mandato de no hacer acepción de personas se traducirá
ciertamente en acompañar y sostener a todos los que son expulsados de sus países
y deambulan de frontera en frontera buscando dónde establecerse.
Pero también
se hace acepción de personas cuando son los mismos países occidentales los que
favorecen con armamentos tantas guerras fraticidas a lo largo del mundo, ayudando
incluso hasta el terrorismo islámico.
Ciertamente
que este mandato bíblico de no hacer acepción de personas, no debe convertirnos en ingenuos, ya que sabemos
que no pocas veces se fomenta el espíritu de solidaridad y de recibimiento de
los demás, como un modo de hacer posible la infiltración en otros países de
personas sólo interesadas en sembrar el
caos y la confusión.
Por
nuestra parte, transformados por la salvación que nos ha traído Cristo, sintámonos
atraídos a Él para escuchar siempre su Palabra y démosla a conocer a todos los
que están cerca o lejos de nosotros, para que aumente el número de los que se
comprometan con nuestro Salvador.
También
nosotros podemos caer en la acepción de personas, si damos a conocer a Cristo sólo
a quienes según nuestro entender responderán al Evangelio, dejando de lado a
quienes creemos ya insalvables, ya que nunca hemos de desesperar de la conversión
de alguien.
Pidamos a
Jesús Eucaristía que dilate nuestro corazón cada vez más en el amor verdadero a
su Persona y a nuestros hermanos.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la
parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía
en el domingo XXIII del tiempo ordinario, ciclo “B”. 06 de septiembre de 2015. ribamazza@gmail.com;
http://ricardomazza.blogspot.com
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