5 de septiembre de 2015

Jesús llama a tener una mirada de fe sobre nuestro interior, para descubrir el pecado como causa de nuestras malas acciones.




                                                                              El cumplimiento de la ley de Dios asegura al pueblo elegido  ingresar a la tierra prometida (Deut. 4, 1-2.6-8), al confirmar la alianza sinaítica. Además, como expresión de la voluntad del Creador, la ley certifica a cada practicante de ella, no sólo perseverar en la amistad divina sino también  crecer como persona al proteger las aspiraciones profundas de la naturaleza humana.

Esta ley divina es tan perfecta que el Padre del cielo –afirma el apóstol Santiago (1,17-18.21-22.27)- “por propia iniciativa, con la Palabra de la verdad, nos engendró para que seamos como la primicia de sus creaturas”. Engendrados por la Palabra, permite a Moisés decir al pueblo de Israel que “acepten dócilmente la Palabra, que ha sido planteada y es capaz de salvarlos. Llévenla a la práctica y no se limiten a escucharla, engañándose a ustedes mismos”.
Por lo tanto, la palabra divina, la ley, y los preceptos del Creador, no son algo exterior al hombre, sino que colocados en su interior, manifiestan de dónde procedemos, o cómo somos salvados, poniendo en evidencia  hacia qué meta nos dirigimos, siendo al mismo tiempo expresión de su intimidad divina.
No es de extrañar por ello que cuando el hombre se rebela contra  Dios, lo primero que busca conculcar es su Palabra, haciendo oído sordo a su voluntad, más aún, buscando deformarla bajo apariencia de verdad, signo  de la presencia del maligno, llevando a la confusión por ende al mismo hombre, que pierde la noción del bien y del mal, o “crea” nuevos sentidos de ellos.
Precisamente Jesús increpa a los fariseos y escribas diciéndoles (Mc. 7, 1-10.14-15.21-23) “ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir las tradición de los hombres. Y les decía: por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios”.
Las tradiciones humanas, en efecto, fueron agregándose a la ley de Dios, de manera que esta ya era insignificante o por lo menos no resplandecía en todo su esplendo, quedando de manifiesto una vez más la pretensión humana de edulcorar la Palabra de Dios, cuando no cambiarla totalmente, como si se pudiera interpretar la ley de Dios según el parecer particular de cada uno.
También en nuestros días, el creyente se aferra más a las tradiciones y costumbres humanas que ha creado en el transcurso del tiempo, que a la Palabra misma de Dios, quedando patente su rebeldía. 
Y así, hemos llegado hasta el punto que los mandamientos son considerados por no pocas personas, incluso entre los cristianos, como algo del pasado, primando más en la consideración popular los malos hábitos contraídos, que por ser legitimados, no pocas veces, alcanzan el peso de ser “verdaderos”.
Con frecuencia se normalizan los usos y costumbres que enaltecen la coima y la corrupción en lo económico, sustituyendo el no robarás.
La mentira en todos sus signos tiene más vigencia que la verdad misma; el derecho a la vida ha sido reemplazado por el  diabólico “derecho” a matar a inocentes e indefensos; la grandeza de la sexualidad en el marco del verdadero amor ha sido cambiado por el desenfreno total; el matrimonio como sacramento pasa a ser una decisión “de lujo” y “rara” ante la proliferación de una mente que se conforma con las uniones de hecho sin deseo de compromiso alguno;  la catequesis con la recepción de los sacramentos de iniciación sigue siendo para muchos una decisión por tradición o costumbre, sin que interese demasiado el crecimiento en la fe de padres e hijos; la misa dominical se soslaya por el deporte, la salida campestre, el descanso a full; la búsqueda del verdadero Dios, la oración y la donación generosa del creyente a su Creador, son reemplazadas por la apetencia de nuevas energías otorgadas por fuerzas ocultas, por cultos orientales, y el culto al cuerpo como fuente de poderes no descubiertos, se confía a actividades gimnásticas reparadoras y curativas.
El sentirse mejor, cueste lo que cueste, se considera más apropiado que “ser” mejor, siendo la consecuencia más común el que se pruebe de todo con tal de alcanzar el fin de una felicidad pasajera y atada únicamente a lo temporal.
Como advertimos  claramente, Jesús saca a la luz lo falso y vacío que es el modo de obrar de los escribas y fariseos, atados a las tradiciones humanas pero descuidando la voluntad de Dios, resultando ser también un tiro de elevación para con el obrar humano de nuestros días que no difiere gran cosa de estas actitudes del pasado, interpelándonos a un cambio de vida profundo.
Igualmente, Jesús llama a tener una mirada penetrativa sobre nuestro interior, de modo de descubrir la presencia del pecado, verdadera razón de nuestros desaciertos exteriores.
Las palabras del Señor no dejan lugar a dudas: es en el interior, en el corazón de cada uno de nosotros dónde se gestan las obras pecaminosas, de manera tal que nada acontece o despliega su maldad externamente si antes no se ha originado en lo más profundo de nuestro corazón, es decir, que la obra exterior pone al descubierto su proceso original en el interior, cumpliéndose aquello de que de un árbol malo no pueden salir mas que frutos malos.
Aprovechemos este día, para poner delante de Jesús nuestro corazón muchas veces lleno de miserias y maldades, para pedir humildemente la luz de la verdad que de Él proviene, para descubrirnos siempre tal como somos. Pidamos a su vez, la abundancia de su gracia para que nos purifique devolviéndonos la inocencia con la que nacimos en el bautismo, y supliquemos que nunca nos falte su fuerza operante para saber resistir a la influencia del maligno que nos pretende llevar siempre a la oscuridad de la mentira y del pecado.



Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXII durante el año. Ciclo B. 30 de agosto de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com










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