El apóstol san Juan (Jn. 20, 19-31) afirma que “Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro” pero que, sin embargo, “éstos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan vida en su Nombre”.
Esta afirmación nos da pie para que nos preguntemos si nosotros, creyentes del siglo XXI, que conocemos los escritos evangélicos, estamos convencidos que Jesús es el Mesías, si creemos que ha resucitado de entre los muertos, si creemos que vive entre nosotros y que nos quiere entregar la vida nueva de la gracia, por la que fuimos rescatados del pecado y de la muerte eterna.
Podemos aprovechar estos días para reflexionar acerca de estas certezas de la fe sobre la persona del Hijo de Dios hecho hombre, alrededor de las que debiera encauzarse nuestra vida cotidiana de pecadores salvados.
Al respecto, el libro de los Hechos de los apóstoles (5,12-16), nos relata cómo vivían las primeras comunidades cristianas después de la resurrección del Señor, que se afianzaban en el conocimiento de Cristo resucitado, tenían bienes en común, participaban en la fracción del pan, esto es, la misa semanal, oraban en comunidad, se preocupaban de las necesidades de los demás llevando los enfermos ante los apóstoles para su curación, eran apreciados por todos, incluso por los paganos no convertidos.
¿Podríamos decir lo mismo nosotros en la actualidad? ¿Nuestras comunidades parroquiales son tan atrayentes que mueven los corazones de los que todavía están afuera? ¿Nos sentimos atraídos a formar comunidad?
Por el contrario, pareciera que incluso quienes antes integraban sólidamente una comunidad de creyentes, independizados ahora, buscan otros horizontes.
Como Tomás, no pocos están lejos de la comunidad, especialmente cuando somos visitados por Jesús, en la Eucaristía, siguiéndose después las crisis de fe por la ausencia del Señor, repitiéndose una vez más la actitud desafiante del apóstol, “Si no veo la marca de los clavos en sus manos” no creeré.
Si anunciamos a los que no participan de la Eucaristía semanal que Cristo resucitó, que vive entre nosotros, ¿les parece que se entusiasmarán por retornar a encontrarse con Jesús, lo buscarán para vivir de un modo nuevo?
La presencia de Jesús no llega a entusiasmarnos de tal modo que cambiemos decididamente de forma de pensar y vivir, y así, por ejemplo, ¿cuántos creyentes, salvo alguna vez por razones de fuerza mayor, llegan siempre tarde a la misa semanal por un mal hábito adquirido y no corregido?
¿Creo que Jesús resucitado me trae la misericordia divina en abundancia? Precisamente en el evangelio de hoy, Jesús entrega a los apóstoles el don de su Espíritu, e instituye el sacramento de la reconciliación o confesión.
Al respecto, duele decirlo, estando en el Año de la Misericordia, notamos sin embargo, que no ha aumentado el número de fieles que busquen reconciliarse con Dios por medio de este sacramento, que precisamente tiene su eficacia gracias a que prolonga el misterio de la cruz y resurrección del Señor.
De tal manera se ha perdido el sentido del pecado que pareciera que nada de lo que se haga constituye falta, y por lo tanto se piensa que no hace falta este sacramento, sino que ya somos perdonados al mejor estilo de los protestantes –que no tienen este sacramento-, con sólo pedirlo, aún sin conversión.
Si el creyente piensa que de nada fue rescatado, ni salvado, ni perdonado, hasta el misterio de la cruz y resurrección de Cristo deja de tener sentido.
Y si todo esto pierde su sentido, a quién predicaremos la necesidad de la misericordia divina sobre nuestros corazones no arrepentidos.
Desaparecida la necesidad de la misericordia divina sobre el hombre, ¿existirá la misericordia del hombre sobre las demás personas?
¡Qué verdad tan trágica es que los hombres nos hemos convertido en lobos unos de los otros! ¡Qué pena contemplar la indiferencia ante el dolor del otro!
No obstante estos tristes sucesos vigentes en la actualidad, seguimos siendo invitados por el Señor para ser sus mensajeros, especialmente para transmitir su misericordia divina a un mundo tan necesitado de ella: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.
Aunque no las reconozcamos presente en nosotros, Jesús nos manifiesta con su misericordia que está cerca de nuestras miserias, ya asumidas en la Cruz.
Queridos hermanos: reflexionemos sobre estas verdades para que descubriendo lo que necesitamos cambiar, nos acerquemos a Cristo resucitado implorando el vivir como nuevas creaturas renovadas interiormente, siendo ante el mundo fieles testigos de la misericordia divina que abundantemente desea derramarse sobre la humanidad.
Escuchemos las palabras del Apocalipsis (1,9-11ª.12-13-17-19) y consideremos que se dirigen a nosotros para llenarnos de la Paz del Señor: “No temas: Yo soy el Primero y el Último, el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo”.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el II° domingo de Pascua. 03 de Abril de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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