Este texto del evangelio es uno de los tantos que se caracterizan por la ternura en los distintos momentos del encuentro entre Jesús y sus discípulos, en el que prima el silencio, la contemplación, el encuentro amical, el deseo de los apóstoles por escucharlo.
De allí que nosotros podamos obtener mucho fruto de la contemplación de estos misterios.
Los discípulos, conforme a su profesión, deciden ir a pescar como lo hacían a menudo, hasta que llegue el momento y el tiempo de la evangelización. También nosotros, como ellos, cada día salimos de nuestras casas para realizar las tareas habituales, y nos sucede algo similar a los discípulos, es decir, que no pescamos nada, que las cosas no salen como nosotros lo esperamos, que los problemas no se solucionan rápidamente, no sabemos qué hacer, sintiéndonos solos en medio de las vicisitudes de la existencia cotidiana, y como muchos otros momentos, desprotegidos de Dios, aunque sabemos que Él está cerca, presente, buscando acercarse como lo hiciera con sus discípulos después de una noche sin pescar nada “¿Tienen algo para comer?” (Jn. 21, 1-19), para indicarles luego buscar a la derecha de la barca.
De la misma manera, también se allega a nosotros para indicarnos qué debemos hacer, que no sigamos nuestros esquemas o nuestras formas de observar la vida y las cosas, sino que nos dejemos conducir por su guía.
Juan, siempre sensible ante la presencia del Señor, advierte que es Jesús el que se ha hecho presente en la orilla, y así lo informa, provocando que Pedro, ciñéndose la túnica se arrojara al mar para acercarse hasta el Maestro.
Al llegar a la costa, los apóstoles advierten que todo está preparado para el encuentro con el resucitado por medio de una comida, ejemplo a imitar por nosotros, que nos olvidamos con frecuencia de encontrarnos con los demás en un clima de amistad, de silencio respetuoso, en el que sólo importa el otro.
Comen juntos en cordial koinonía, en silencio, expectantes de los gestos del resucitado, conscientes que el silencio es necesario para entrar en los misterios que Jesús quiere comunicar.
En ese clima de intimidad, Jesús pregunta tres veces a Pedro si lo ama más que los otros, recordándole dulcemente que lo había negado tres veces en los días de la pasión. No se trata de un reproche sino más bien el recordarle la necesidad de crecer en el amor como camino necesario para vivir después según esos sentimientos.
También a nosotros nos hace esta triple pregunta recordándonos de ese modo que tantas veces lo hemos abandonado prefiriendo el pecado a su amistad, pero que a pesar de ello nos ofrece la posibilidad de comenzar el camino nuevo de la santidad, de la gracia entregada en abundancia por Él mismo.
“Apacienta mis corderos”, dirá Jesús a Pedro, ratificándolo en la misión que ya le ha confiado anteriormente de guiar y confirmar a sus hermanos en la fe.
Pero, también nos ratifica en la elección que hizo de nosotros por el sacramento del bautismo, esperando que continuemos su obra de evangelizar al mundo haciéndolo presente en la sociedad, de manera que cada vez entre en el corazón del mayor número de personas.
Si somos coherentes con esta misión, se nos otorga la posibilidad de dar testimonio de Cristo, como lo hicieron los apóstoles, en ocasión de las prohibiciones que se les hacía de no hablar de Jesús, “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5, 27-32.40b-41).
¡Cuántas veces acontece que los bautizados prefieren callar y no hablar de Jesús resucitado por miedo a las burlas y persecuciones de este mundo!
No es de extrañar que en una cultura que prescinde de Dios caigamos en la tentación de preferir callar antes que ser testimonios vivos de lo que creemos.
Es por ello que debemos recordar que al igual que los apóstoles estamos llamados a ser testigos de lo que vimos y oímos acerca del resucitado.
Precisamente en la primera oración de la misa de este domingo hacíamos profesión de fe por la nueva vida recibida por la Pascua del Señor, motivo de inmensa alegría, y al mismo tiempo origen de la seguridad de la vida eterna.
En efecto, pedíamos a Dios “que tu pueblo se alegre siempre por la nueva vida recibida, para que con el gozo de los hijos, aguarde con firme esperanza el día de la resurrección final”
El encuentro definitivo con Dios que esperamos, significará glorificar eternamente al Padre, al Hijo llamado el Cordero y, al Espíritu Santo (Apoc. 5, 11-14) de manera que podamos unir nuestras voces a la de todos aquellos que ya gozan de la bienaventuranza y clamar con alegría “Al que está sentado sobre el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder, por los siglos de los siglos”.
Hermanos: pidamos a Jesús nos de su gracia para que crezcamos en el amor que a Él le confesamos y sepamos llevar al mundo su alegría de resucitado para encontrar la verdad que conduce a la libertad plena de hijos de Dios.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el III° domingo de Pascua. 10 de Abril de 2016. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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