Cngo. Ricardo B. Mazza
Y así, ante esta verdad inocultable surge con crudeza la infidelidad del hombre. ¡Cuántas veces Dios guarda infinita paciencia, esperando la conversión de aquellos que fueron elegidos! ¡Cuántas veces –hablando en términos humanos- ha tenido que disimular el enojo y disgusto ocasionado por sus hijos!
En el texto de Isaías (5, 1-7) se nos muestra el dolor expresado en el canto por el amigo Dios que se lamenta por su viña, expresando sus sentimientos “porque la viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel, y los hombres de Judá son su plantación predilecta”.
¿Qué no ha hecho Dios por su pueblo? Sin embargo, a pesar de esperar que su viña diera uvas, sólo produjo frutos agrios, “¡Él esperó de ellos equidad, y hay efusión de sangre, esperó justicia, y hay gritos de angustia!”
Por cierto, hay un dejo de tristeza en las palabras de Dios, sintiéndose fracasado en el ejercicio de la benevolencia y la misericordia, tal como acontece en cualquiera de nosotros cuando proyectamos o preparamos algo bueno para que de resultados, pero no se obtiene éxito alguno.
¡Cuántas veces el labrador se amarga cuando ha sembrado generosamente entre el trabajo y el sudor del esfuerzo, sin lograr cosecha abundante, sino la pérdida de todo por causas ajenas!
Esta tristeza se percibe también en el corazón de Dios, no por fracasar en su obrar, que es suficiente para lograr frutos, sino por la falta de respuesta, la deslealtad o mezquindad del hombre que sólo piensa en sí mismo.
Se duele Dios, por lo tanto, no por el fracaso de los proyectos humanos, sino porque contempla la pérdida continua de tantas personas que se han olvidado de Él.
El texto del evangelio (Mt. 21, 33-46) proclamado describe los momentos de deslealtad cuando son asesinados o rechazados los profetas enviados por el dueño de la viña a su pueblo, hasta concluir matando al heredero, esto es a Jesús, para apoderarse de la viña.
La muerte de Cristo, en realidad, se inscribe en el deseo del hombre de querer adueñarse de los bienes de Dios, en este caso la viña, y disponer de ella a su antojo y según sus mezquindades.
Precisamente es lo que está sucediendo en nuestro tiempo, cuando el ser humano negándose a reconocer a Dios como Creador y a su Hijo como redentor, pretende erigirse en señor de todo lo que existe.
En efecto, ilusionándose en cambiar, incluso hasta las mismas leyes de la naturaleza, y negando lo que es evidente por la creación misma, llega a rendir culto, por ejemplo, a la perversa ideología de género que “construye” un ser totalmente ficticio, rechazando lo que aparezca con rasgos de racionalidad.
Ante esto, el mismo Dios en el Antiguo Testamento, y Jesús en el Nuevo, llama a terceros para juzgar la conducta de los viñadores, los cuales aconsejan acabar con esos miserables desleales y otorgar la viña a otros que sepan reconocer sus deberes ante los derechos divinos.
Se anuncia, pues, que cuando los elegidos para laborar, pisotean los dones recibidos, no producen fruto alguno, o trabajan sólo para sí, serán despojados de lo que se les ha otorgado para ser entregados a quienes produzcan frutos abundantes por medio de su respuesta a la generosidad divina.
Ahora bien, esta nueva viña del Señor, que reemplaza a la primera constituida, es la Iglesia, como la denomina el Concilio Vaticano II en sus enseñanzas.
Por lo tanto, las palabras del Señor, se dirigen también a nosotros pidiéndonos cuenta de la respuesta concreta de cada uno a su Señor.
Y así, ¿Somos conscientes que por el bautismo estamos convocados a una vida nueva y a transmitir al mundo la necesidad de respetar los derechos divinos?
En nuestros días, la cultura que nos invade cada vez más, proclama y eleva permanentemente los derechos del ser humano, llegándose incluso a “inventar” privilegios que no son verdaderos derechos, como por ejemplo, el pedir que se respete la sexualidad que cada uno decida asumir con olvido de lo que nos identifica desde el nacimiento.
Se habla de derecho a ser escuchados, pero ¿quién escucha a Dios?
Exigimos que se nos respete cualquiera sea nuestro proceder y decisión, mientras no se reverencia a Dios como ser supremo.
En la vida de la Iglesia pretendemos que ésta cambie según nuestro gusto particular, pero ¿estamos decididos a cambiar y vivir como hijos de Dios o más bien creamos una religión según nuestro capricho?
Nos enojamos cuando pensamos que Dios no nos escucha, pero ¿atendemos a Dios o más bien buscamos a “brujos”, “duendólogos”, el uso del péndulo, el tarot o cualquier invento humano para supuestamente “conocer la realidad circundante?
Proclamamos que cada uno debe tener “su espacio” de tranquilidad y sosiego, pero ¿cuál es la actitud del católico en el “espacio divino” que es el templo? ¿Guardamos silencio y recogimiento ante Dios?
Requerimos que Dios esté dispuesto a escucharnos cuando hasta en la Iglesia estamos avocados al celular y a la distracción continua.
Tenemos nuestros “rituales” diarios y personales que respetamos y exigimos que otros también respeten, pero sin embargo nos aburren los “ritos espirituales y religiosos” por considerarlos repetitivos.
Y así podríamos seguir enumerando tantos comportamientos nuestros que erigimos como modos de vida cotidiana mientras le negamos a Dios lo que le corresponde como Creador nuestro y Señor de la historia.
Comprobamos que cuanto más se exaltan los derechos del hombre, menos se respetan los derechos divinos y los correlativos deberes nuestros, como tampoco se reconocen los deberes para con los demás.
Sucede que al rechazar (Mt. 21, 33-46) a Cristo, se está negando que Él es la piedra angular del edificio eclesial del que formamos parte, decayendo el hombre de su dignidad, y ya sin rumbo, no encuentra lo que verdaderamente lo hace feliz.
En efecto, roto el cordón umbilical que nos une a Dios, la religión, buscamos “otros dioses” frágiles que pueblen nuestra vida, los que a su vez, dejándonos cada vez más vacíos son también nuestra desgracia.
Queridos hermanos, estamos invitados a dar un viraje profundo en nuestra vida cotidiana, de manera que produzcamos frutos dulces de santidad y no amargos que provienen del mal.
El apóstol san Pablo (Fil. 4, 6-9) ofrece algunas pistas a seguir para lograr esta transformación requerida, señalando que debe ser objeto de nuestros pensamientos “todo lo que es amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y merecedor de alabanza”.
Más aún, recalca que “pongan en práctica lo que han aprendido y recibido, lo que han oído y visto en mí, y el Dios de la paz estará con ustedes”.
Si acaso estas líneas de santidad parecieran difíciles de lograr, no nos deben hacer desistir de trabajar por rendir frutos de santidad, ya que “hermanos: no se angustien por nada, y en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañados de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y pensamientos de ustedes en Cristo Jesús”.
Cngo. Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXVII durante el año. Ciclo A. 08 de octubre de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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