Tras la figura de un banquete preparado por Dios para todos los pueblos de la tierra, se presenta el deseo salvífico de Dios para con todos los hombres, oculto desde el principio y develado en el anuncio del Mesías, mediador entre Dios y los hombres.
La victoria sobre la muerte anunciada por Isaías (25, 6-10ª), alienta a todos a esperar una vida plena y perfecta después de la existencia terrena, de la cual no conocemos ni el día ni la hora de su inicio, pero que colmará toda aspiración humana.
Como percibimos, la figura del banquete anuncia el carácter festivo del encuentro con el Creador, cuya consistencia se identifica con la eternidad.
Mientras en el mundo, las celebraciones festivas marcan un momento de distensión, descanso y encuentro con los demás, pero con límites precisos, ya que se reinician posteriormente el trabajo, las limitaciones, las penas y pruebas del carácter transitorio de la vida humana, el banquete sobre la montaña santa que se nos promete es duradero y libera de toda tristeza.
El ser humano, cautivado por esta promesa de felicidad sin término, percibe así que la meta última de la vida humana es el bienestar pleno que sólo se obtiene en la comunión con Dios, ya que los términos del placer, la riqueza, el honor, la fama o el poder que muchas veces se buscan como fin último, dejan siempre insatisfecho el corazón humano.
Reflexionando sobre el evangelio del día, advertimos que san Mateo nos presenta un carácter nuevo de la salvación, el nupcial (Mt. 22, 1-14).
El Hijo de Dios, al asumir la naturaleza humana en el seno de María Santísima, se desposa con la humanidad, elevándola así a una condición superior a su propio ser ya que resucitará para la eternidad junto al alma.
El Mesías anunciado, pues, ingresa a nuestra historia por la encarnación, “plantando su tienda” entre nosotros al decir de san Juan (cap. 1), y así, el hombre caído en el pecado encuentra en el “hombre nuevo”, que es Cristo, la esperanza cierta de su salvación personal y de toda la humanidad, siempre y cuando pasando por la conversión decida desposarse con el Salvador.
Como señala la parábola del texto evangélico, Dios envía a los profetas y a los apóstoles a todo el mundo para invitar a los hombres a que reciban la salvación que se les ofrece, asegurando así una vida plena ya en este mundo como también después de la muerte temporal.
La historia de la salvación, sin embargo, está marcada por la sangre derramada de los enviados a invitar a las bodas de Cristo con su pueblo, o la de aquellos que se excusan, demasiado ocupados en otros quehaceres por su no asistencia a la fiesta de bodas.
La historia humana, como meditamos desde hace ya varios domingos, abunda en la descripción de las constantes infidelidades de los elegidos en la primera hora, e incluso de quienes, llamados a reemplazarlos, no nos mantenemos fieles al Creador, atraídos por los espejismos de una felicidad sin Dios.
Porque tenemos que reconocerlo, nuestra vida no pocas veces transcurre en la búsqueda desenfrenada de los “banquetes” de felicidad efímera, en la huida de la cruz y la renuncia de nosotros mismos, pensando que ya estamos en la “montaña santa” y podemos festejar sin límite alguno.
Dejamos de lado lo necesario e imprescindible como es el culto divino, la oración, el cultivo de la vida religiosa que tiene a Dios en primer lugar, para buscar sólo lo pasajero, lo que nos hace felices en un momento pero que después deja el corazón pleno de amargura.
En nuestros días, a pesar de “tantos regalos” efímeros que buscamos y de los que pretendemos estar colmados, se hace cada vez más evidente la pérdida del sentido de la vida, y tanto más se oscurece cuanto más prescindimos del encuentro con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Despreciado su llamado por los elegidos de la primera hora, olvidado ya por muchos de los convocados en la vida de la Iglesia, Dios nuevamente convoca a las bodas de su Hijo, al compromiso íntimo con su Persona y su evangelio.
Al “resto” o pequeño rebaño que todavía permanece fiel a las enseñanzas del evangelio, - al que esperamos pertenecer- llega en nuestros días el apremio a salir a los cruces de los caminos, anunciando la venida salvadora de Jesús, invitando al festín del encuentro con Él y alcanzar así, algún día, el banquete de la eternidad.
Sin embargo, al festín de la Nueva Alianza hemos de asistir con el vestido de fiesta, adornados con la participación de la vida divina.
En efecto, si bien Dios no hace acepción de personas en el llamado, porque buenos y malos son invitados, la permanencia en la amistad con Jesús y la certeza de entrar definitivamente a su Reino, requiere la abundancia de la gracia divina, es decir, la ausencia del pecado en nuestras vidas, o por lo menos la lucha constante para permanecer siempre imitando a Cristo y teniendo sus mismos sentimientos.
Queridos hermanos: recordando que hemos de buscar primero el Reino de Dios y su justicia sin quedarnos en lo accesorio de la vida, vayamos tras los pasos del Buen Pastor, como cantábamos en el salmo responsorial (Ps 22), para que nos conduzca a los pastos eternos de la gloria sin fin.
Cngo. Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXVIII durante el año. Ciclo A. 15 de octubre de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
Como percibimos, la figura del banquete anuncia el carácter festivo del encuentro con el Creador, cuya consistencia se identifica con la eternidad.
Mientras en el mundo, las celebraciones festivas marcan un momento de distensión, descanso y encuentro con los demás, pero con límites precisos, ya que se reinician posteriormente el trabajo, las limitaciones, las penas y pruebas del carácter transitorio de la vida humana, el banquete sobre la montaña santa que se nos promete es duradero y libera de toda tristeza.
El ser humano, cautivado por esta promesa de felicidad sin término, percibe así que la meta última de la vida humana es el bienestar pleno que sólo se obtiene en la comunión con Dios, ya que los términos del placer, la riqueza, el honor, la fama o el poder que muchas veces se buscan como fin último, dejan siempre insatisfecho el corazón humano.
Reflexionando sobre el evangelio del día, advertimos que san Mateo nos presenta un carácter nuevo de la salvación, el nupcial (Mt. 22, 1-14).
El Hijo de Dios, al asumir la naturaleza humana en el seno de María Santísima, se desposa con la humanidad, elevándola así a una condición superior a su propio ser ya que resucitará para la eternidad junto al alma.
El Mesías anunciado, pues, ingresa a nuestra historia por la encarnación, “plantando su tienda” entre nosotros al decir de san Juan (cap. 1), y así, el hombre caído en el pecado encuentra en el “hombre nuevo”, que es Cristo, la esperanza cierta de su salvación personal y de toda la humanidad, siempre y cuando pasando por la conversión decida desposarse con el Salvador.
Como señala la parábola del texto evangélico, Dios envía a los profetas y a los apóstoles a todo el mundo para invitar a los hombres a que reciban la salvación que se les ofrece, asegurando así una vida plena ya en este mundo como también después de la muerte temporal.
La historia de la salvación, sin embargo, está marcada por la sangre derramada de los enviados a invitar a las bodas de Cristo con su pueblo, o la de aquellos que se excusan, demasiado ocupados en otros quehaceres por su no asistencia a la fiesta de bodas.
La historia humana, como meditamos desde hace ya varios domingos, abunda en la descripción de las constantes infidelidades de los elegidos en la primera hora, e incluso de quienes, llamados a reemplazarlos, no nos mantenemos fieles al Creador, atraídos por los espejismos de una felicidad sin Dios.
Porque tenemos que reconocerlo, nuestra vida no pocas veces transcurre en la búsqueda desenfrenada de los “banquetes” de felicidad efímera, en la huida de la cruz y la renuncia de nosotros mismos, pensando que ya estamos en la “montaña santa” y podemos festejar sin límite alguno.
Dejamos de lado lo necesario e imprescindible como es el culto divino, la oración, el cultivo de la vida religiosa que tiene a Dios en primer lugar, para buscar sólo lo pasajero, lo que nos hace felices en un momento pero que después deja el corazón pleno de amargura.
En nuestros días, a pesar de “tantos regalos” efímeros que buscamos y de los que pretendemos estar colmados, se hace cada vez más evidente la pérdida del sentido de la vida, y tanto más se oscurece cuanto más prescindimos del encuentro con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Despreciado su llamado por los elegidos de la primera hora, olvidado ya por muchos de los convocados en la vida de la Iglesia, Dios nuevamente convoca a las bodas de su Hijo, al compromiso íntimo con su Persona y su evangelio.
Al “resto” o pequeño rebaño que todavía permanece fiel a las enseñanzas del evangelio, - al que esperamos pertenecer- llega en nuestros días el apremio a salir a los cruces de los caminos, anunciando la venida salvadora de Jesús, invitando al festín del encuentro con Él y alcanzar así, algún día, el banquete de la eternidad.
Sin embargo, al festín de la Nueva Alianza hemos de asistir con el vestido de fiesta, adornados con la participación de la vida divina.
En efecto, si bien Dios no hace acepción de personas en el llamado, porque buenos y malos son invitados, la permanencia en la amistad con Jesús y la certeza de entrar definitivamente a su Reino, requiere la abundancia de la gracia divina, es decir, la ausencia del pecado en nuestras vidas, o por lo menos la lucha constante para permanecer siempre imitando a Cristo y teniendo sus mismos sentimientos.
Queridos hermanos: recordando que hemos de buscar primero el Reino de Dios y su justicia sin quedarnos en lo accesorio de la vida, vayamos tras los pasos del Buen Pastor, como cantábamos en el salmo responsorial (Ps 22), para que nos conduzca a los pastos eternos de la gloria sin fin.
Cngo. Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXVIII durante el año. Ciclo A. 15 de octubre de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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