Hemos acompañado a Jesús en estos días previos a su muerte y resurrección.
Reflexionamos sobre lo acontecido cuando fue exaltado como hijo de David el domingo de su entrada triunfal en Jerusalén, sentado en un borrico.
En la última Cena fuimos sorprendidos por el amor de Jesús hacia los hombres, dejándonos como alimento el don de su Cuerpo y Sangre.
Incluso con Judas, intenta su conversión, aunque pudo más el demonio y el mal uso de la libertad del apóstol, que elige abandonar al Señor.
El lavatorio de los pies recuerda de nuevo que vino a servir y no a ser servido, ejemplo que hemos de imitar en el decurso del tiempo.
En el calvario seguimos su dolor como siervo de Yahve y su entrega al Padre a quien encomendaba su espíritu, y nos conmovimos cuando muriendo por nosotros dijera que estaba sediento de nuestra respuesta de amor, entregándonos como último don a su propia Madre, María.
Llegados a su resurrección encontramos diversas reacciones de parte de sus seguidores, los discípulos y las mujeres que lo acompañaban.
Éstas van al sepulcro pensando quién les correrá la losa que cubre el mismo, ante la tumba vacía el asombro las angustia y la expresión incrédula de ¿dónde lo han puesto?, expresan que no recuerdan la promesa del Señor que resucitaría de entre los muertos.
Los discípulos también se asombran sin entender qué sucedió, pero Pedro y Juan ante la sepultura desierta, vieron y creyeron que la ausencia del cuerpo evidenciaba la resurrección prometida por el Señor antes de su pasión, y perseveran gozosos porque está vivo.
Tan importante es esta evidencia que hasta la consideración de los días ha cambiado, afirmando los textos bíblicos que Cristo retorna a la vida el primer día de la semana, el domingo, el “Dies Domini”, o sea, el día del Señor, día de adoración al único Dios participando con alegría en la actualización de la Pascua, la santa Misa y, de descanso humano.
En efecto, en el día del Señor, el domingo, celebramos la Eucaristía, acción de gracias a Dios porque nos ha creado, porque nos ha redimido por medio de su Hijo crucificado en su humanidad para liberarnos de todo mal si le respondemos, y santificados por el Espíritu que “exhaló” Jesús en su muerte y recibimos en Pentecostés.
En nuestros días, no pocos sedicentes católicos prefieren vivir frente a la losa de clausura del sepulcro llorando sin esperanza ante un futuro cada vez más oscuro porque han dejado de creer en Jesús resucitado.
¡Hoy mismo cuántos celebran con jolgorio la Pascua del Señor, pero no se han entregado a la conversión y a vivir la resurrección del Señor!
¡Qué contradictorios somos los hombres al decir feliz Pascua, pero al mismo tiempo permanecemos en el pecado de la indiferencia o de la incredulidad ante Jesús! ¡Tanto hemos trivializado lo sagrado que hacemos el ridículo celebrándolo con corazón y mente paganas!
La Palabra de Dios nos ilumina al respecto exhortándonos a dejar de lado la vieja levadura del pecado (I Cor. 5, 6b-8) para “ser una nueva masa”, y dirigiéndose a los que “celebran” la Pascua sin haberse convertido, afirma: “Celebremos, entonces, nuestra Pascua, no con la vieja levadura de la malicia y la perversidad, sino con los panes sin levadura de la pureza y la verdad”
¡Despierta tu que duermes!, nos repite la liturgia, despertemos de tanta ilusión para vivir la realidad que Cristo está vivo para continuar su obra salvadora en beneficio de toda la humanidad ya redimida.
“Nosotros esperábamos otra cosa” –dicen los discípulos que se dirigen a Emaús, a diez kilómetros de Jerusalén. La liberación temporal de Roma estaba en su mirada, la espera de un Mesías político era su meta.
Cristo no resucitó para eso, sino para que veamos que es posible caminar por una senda nueva si retornamos a la vida de fe, y si deponemos el orgullo que se apoya en la autosuficiencia que ciega el corazón, para abrirnos a la gracia liberadora que el Señor otorga.
Al partir el pan, en la Eucaristía, los discípulos llegados a Emaús, reconocen que el Señor les habló por el camino de la vida, explicando las Escrituras, les abrió los ojos y les permitió reconocerlo resucitado.
Configurados a Cristo resucitado hemos de buscar principalmente “los bienes del cielo” (Col. 3, 1-4) “y no los de la tierra”.
Esto no implica desprecio por lo temporal, sino iluminar las ocupaciones diarias con la luz del resucitado, y así, si estamos convertidos por la muerte de Cristo, nuestra existencia “está desde ahora oculta con Cristo en Dios”, de manera que “cuando se manifieste Cristo, que es la vida” de cada uno, apareceremos también con Él “llenos de gloria”.
Queridos hermanos: vayamos al encuentro de Cristo resucitado, dejémonos enseñar por Él, supliquemos la luz de la fe y la fuerza necesaria para adherirnos a la vida nueva que se nos ofrece.
Parroquia San Juan Bautista, Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina.
Homilía del Cngo Ricardo B. Mazza en las misas de la celebración de la Pascua, domingo 21 de abril de 2019.
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