28 de abril de 2017

La resurrección del Señor hace renacer la esperanza, cuya meta definitiva y plena, es la vida futura con Dios.



Celebramos nuevamente con alegría en este segundo domingo de Pascua, a Jesús Resucitado.

Y es en este marco de fiesta pascual que el apóstol san Pedro (1 Pt. 1, 3-9) nos invita a bendecir al “Padre de
Nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el cielo”.
La resurrección del Señor hace posible el renacer de la esperanza,  que tiene como meta definitiva y plena, la vida  futura con Dios.
En efecto, antes de la muerte y resurrección del Señor, vivíamos sin esperanza, sumergidos en el pecado, orientados a las tinieblas del mal.
Ahora, en cambio, la alegría de la existencia divinizada por el Creador que nos aguarda, fruto de la resurrección, nos alienta a transitar en medio de las pruebas que  sufriremos transitoriamente en la vida.
La Palabra de Dios, por lo tanto, no asegura tranquilidad y ausencia de problemas por el hecho mismo de contar con la presencia de Cristo resucitado, sino por el contrario, la realidad de las pruebas y persecuciones que sufren los creyentes sirve, dice Pedro, para que “la fe de ustedes, una vez puesta a prueba será mucho más valiosa que el oro perecedero purificado por el fuego, y se convertirá en motivo de alabanza, de gloria y honor el día de la Revelación de Jesucristo”.
Sin embargo, las “pruebas”, aparecen contrarias al espíritu reinante al principio del cristianismo, en que la imagen es la de paz y tranquilidad.
En efecto, el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,42-47) describe el clima de unidad en las primeras comunidades de cristianos, de modo que compartían la fe, la fracción del pan, es decir la Eucaristía, escuchaban la Palabra, y ponían sus bienes al servicio de todos como signo de la fe firme que se asienta en Cristo resucitado y Salvador.
Ahora bien, ese período de tranquilidad, se convertirá en momentos difíciles en que la persecución por odio a Cristo, será el pan cotidiano para estos creyentes que a veces viven a escondidas, la fe que profesan.
Con todo, la persecución es vivida con regocijo, ya que por la resurrección de Cristo, está asegurada la felicidad plena que la esperanza promete.
Como acontece en nuestros días, si el creyente en medio de las pruebas se arroja a los brazos misericordiosos del Padre, crece su fe, la esperanza se afirma  en lo que vendrá, y la caridad expande el corazón por el amor pleno.
Con todo, la misma Palabra de Dios nos dice que todo esto, en definitiva, es fruto de la misericordia divina que se manifiesta en la redención humana por la muerte y resurrección de Cristo y se prolonga en el transcurso de la existencia humana por el sacramento del perdón recibido si nos convertimos.
Y así, en el evangelio (Jn. 20, 19-31), Jesús entrega el Espíritu Santo a los apóstoles con la misión de que: “los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.
Precisamente hoy, por decisión del Papa san Juan Pablo II, celebramos la fiesta de la Divina Misericordia, en la que nuevamente tomamos conciencia del fruto inestimable de la Redención cual es la remisión de nuestros pecados, por el misterio pascual de Cristo, supuesto, pues, nuestro arrepentimiento profundo y verdadero con la consiguiente reparación de nuestros faltas.
En relación con esto, en la primera oración de esta misa pedíamos que se “acreciente en nosotros los dones de tu gracia para comprender,  verdaderamente, la inestimable grandeza del bautismo que nos purificó, del Espíritu que nos regeneró y de la sangre que nos redimió”.
¡Hermosa síntesis de la grandeza de la Pascua! Descubrir que el bautismo nos lavó los pecados porque es la aplicación en nosotros de la muerte y resurrección del Señor, experimentar que el Espíritu nos regenera haciéndonos nuevas creaturas ya que nos eleva a la vida sobrenatural, y valorar que es la sangre derramada del Señor, es decir, su sacrificio, la que no sólo purifica al pecador, sino que también lo nutre en la vida temporal por el sacramento de la Eucaristía.
El sacramento de la reconciliación es fuente siempre de  grandes bienes para la comunidad. En efecto, así lo experimentó aquella diócesis china, cuyo nombre no se conoce por razones de seguridad, cuando durante el tiempo de cuaresma recibieron el sacramento del perdón el noventa y cinco por ciento de los católicos. Esta conversión, por cierto, los fortalece para seguir a Cristo a pesar de las persecuciones y viviendo en las modernas catacumbas de hoy.
¡Cómo cambiaría nuestra comunidad si esto sucediera también en ella! Estaría Jesús resucitado siempre presente en la misericordia divina.
Queridos hermanos: busquemos ser beneficiados por la misericordia del Dios Uno y Trino en este sacramento.
Confiemos en que las heridas provocadas en Cristo por nuestros pecados, por su resurrección ya han cicatrizado y son signo de su presencia entre nosotros, fructificando en abundantes dones para  la vida de peregrinos que nos espera entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el  Domingo II° de Pascua. Ciclo “A”. 23 de abril de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com










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