Desde los inicios de la Iglesia en Pentecostés, los cristianos se centraban en su obrar diario en Jesús el Hijo de Dios hecho hombre. Reconocían que con su muerte y resurrección había rescatado al hombre de su caída elevándolo nuevamente a la vida de la Gracia.
Cristo, pues, encarnaba el Camino para los que comenzaban una existencia diferente, orientando a todos a la meta de la Vida eterna, iluminando las inteligencias con la Verdad que los hacía libres en su elección por el Señor.
La comunidad cristiana manifiesta vitalidad propia, aumentando el número de los discípulos (Hechos 6, 1-7), apareciendo con ellos nuevas necesidades, como lo que refiere a la atención de las viudas y servicio de caridad.
Los apóstoles -reservándose el ministerio de la Palabra-, intervienen instituyendo el orden de los diáconos con los siete primeros elegidos, que reciben por la imposición de las manos el Espíritu Santo en orden al servicio.
Creciendo en la vivencia de la fe, asumen la edificación del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia (I Pt. 2, 4-10), como piedras vivas que se asientan en la piedra angular que es Cristo resucitado, “para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo”.
Pedro recuerda que a los creyentes les cabe el honor de no ser confundidos, ya que depositan su confianza en Cristo resucitado, mientras que para los incrédulos es piedra de tropiezo, de perdición, porque no creen en la Palabra.
Como se ve, hay conciencia clara que ante el hecho de la resurrección de Jesús, hay quienes se adhieren por la fe a la salvación, y quienes la rechazan.
En realidad, si bien Cristo murió por todos en la Cruz para alcanzarnos la misericordia divina, no todos la reciben, sino sólo quienes responden libremente a tanta bondad adhiriéndose por la fe al Salvador y su obra.
De allí que los creyentes, siendo piedras vivas que constituimos la Iglesia, somos “una raza elegida”, porque hemos respondido al don divino que se nos entrega, “una nación santa”, porque hemos sido elegidos para ser santos e irreprochables, “un pueblo adquirido” y rescatado del pecado, no con oro o plata, sino con la sangre redentora de Jesús, con la misión de “anunciar las maravillas de Aquél que (nos) llamó de las tinieblas a su admirable luz”, ya que si antes no éramos un pueblo, ahora somos “el Pueblo de Dios”, si antes no habíamos obtenido misericordia, ahora la hemos alcanzado.
A nosotros, piedras vivas de la Iglesia, Cristo se presenta como el Camino, la Verdad y la Vida, precisión que estimula nuestra adhesión.
En efecto, en un mundo en el que se nos dice que todas las religiones conducen con seguridad a Dios, Jesús dice: Soy El Camino.
Cuando escuchamos que todos los cultos tienen verdades, que no enseñan cosa mala alguna, Jesús dice: Yo Soy La Verdad.
Al pensar quizás que encontramos vida si somos “sinceros u honestos”, no importa dónde, Jesús nos dice: Yo Soy La Vida.
Como Camino, Verdad y Vida, Jesús es quien nos permite ver al Padre porque el “que me ha visto, ha visto al Padre”, y nos conduce también al Padre porque “Nadie va al Padre sino por mí” (Jn. 14, 1-12), y todo esto porque el Hijo está en el Padre y el Padre está en Él, unidos eternamente por el Amor que es el Espíritu Santo.
Para corroborar este encuentro con el Padre en la eternidad, Jesús anuncia que se nos adelanta para preparar la futura estadía de los elegidos y que han sido fieles, en la gloria eterna: “Cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde Yo esté, estén también ustedes”.
Recordemos que si bien Jesús habla de un “lugar” se refiere al “estado” de vida beata, ya que después de la muerte no nos situamos dentro del espacio y del tiempo, que es lo propio del existir en este mundo.
La vida en la eternidad con Dios, en realidad, es la meta a la que se dirige la Iglesia de Cristo, que constituimos como piedras vivas, siendo esta Jerusalén Celestial la que ya desde ahora desciende atrayéndonos a nosotros e invitándonos a la fidelidad y esfuerzo para alcanzarla.
Queridos hermanos: con su ejemplo, Cristo abre y muestra el Camino que conduce al Padre; con su Palabra ilumina la inteligencia de los que esperan su Venida con la Verdad plena que se origina en Él; con la comunión de su Cuerpo y Sangre, recibimos ya en el tiempo la Vida divina que es prometida en plenitud después de la muerte temporal.
Con confianza y humildad, por último, pidamos a Dios omnipotente y eterno que realice plenamente en nosotros el misterio pascual para que, “renacidos por el santo bautismo” y siempre con la ayuda divina “demos fruto abundante y alcancemos la alegría de la vida eterna” (oración colecta).
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el V° domingo de Pascua. 14 de mayo de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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