En nuestro caminar de Adviento hacia la celebración gozosa del nacimiento del Hijo de Dios en carne humana nos preguntamos ciertamente cuál es la razón de esta presencia divina entre nosotros.
Son varias las respuestas que se dan a conocer comúnmente, entre ellas escuchamos que la voluntad de Dios fue siempre la de hacernos hijos adoptivos suyos por medio de la gracia elevante de nuestra naturaleza, por la que el Hijo se hace hombre para que el hombre llegue a ser divinizado, es decir, participe de la naturaleza divina y llegue así a la plenitud.
Ahora bien, el proyecto divino sobre nosotros es herido de muerte por el obrar mismo del hombre, que no supo mantenerse fiel a Dios Creador.
Y así, pretendiendo erigirse por encima de Dios, queda sepultado en sus propias miserias, siendo la más grave de ellas el pecado.
Las consecuencias del pecado de los orígenes (Gn. 3, 9-15.20) aparecen en el texto que hemos proclamado como primera lectura de la liturgia del día, siendo éstas la pérdida de la inocencia en la que habían sido creados Adán y Eva, hiriendo así a toda la humanidad, descendencia suya, el menoscabo de la amistad con Dios, el ingreso de la muerte en la naturaleza humana, la inclinación constante hacia el pecado, culpando siempre a “otros” de lo que es su responsabilidad, ya que muchas veces el hombre no se hace cargo.
En relación con el pecado original, san Pablo (Rom. 5,12-21) recuerda que así como por un hombre Adán, entró el pecado, como cabeza de la humanidad, por otro hombre, Jesús, ingresa la gracia y salvación del mundo pero de un modo admirable, ya que “el don no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de aquel uno murieron muchos, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo” (v.15).
El libro del Génesis pone el reproche de Dios sobre Adán, como cabeza de la humanidad, -como hace san Pablo culpándolo-, pero éste descarga su responsabilidad personal diciendo “la mujer que pusiste a mi lado me dio el fruto y yo comí de él”, por lo que Dios dice a la mujer “¿Cómo hiciste semejante cosa?” obteniendo como respuesta “la serpiente me sedujo y comí”.
En realidad, no obstante la descripción bíblica de san Pablo por la que entró el pecado por el varón, podríamos decir que ha sido la mujer la que con su desobediencia hizo entrar el pecado y la muerte al mundo.
De allí que si bien fue necesario “un nuevo Adán”, Cristo, éste no podía “plantar su tienda” en el mundo sino a través de la mujer por excelencia, María hija de Joaquín y Ana.
Será ésta mujer, elegida y privilegiada como “llena de Gracia”, la que dará a luz al que aplastará la cabeza de la serpiente diabólica cuando al fin de los tiempos venga como Rey de reyes y Señor de señores.
Si hay alguien que goza de ser irreprochable desde siempre, y de modo ejemplar, es María la Madre de Jesús y madre nuestra, realizándose por ella y su Hijo, anticipadamente, el que seamos elegidos desde toda la eternidad hijos adoptivos del Padre eterno (Ef. 1, 3.6.11-12).
El dogma de la Inmaculada Concepción nos convoca a creer con fe firme que María fue engendrada sin la mancha del pecado original, aplicándose en Ella anticipadamente los méritos que como hombre alcanzaría su Hijo en la cruz para la salvación humana.
La Inmaculada es por lo tanto la sin mácula alguna, contrastando con cada uno de nosotros que nacemos “empecatados”, pero liberados posteriormente por el bautismo en el que se nos aplican los méritos de Cristo muerto y resucitado para gloria del Padre y rescate de muchos de la opresión del pecado y de toda maldad.
Eva se dejó seducir por los encantos engañosos del demonio que le prometían una excelsitud imposible de alcanzar por sus propios medios, promesas que por cierto no cumplió el espíritu del mal.
María en cambio se dejó seducir por el llamado divino portado por el ángel de ser Madre del salvador, porque había conquistado con su humildad la providencia divina.
La humildad de María (Lc. 1, 26-38) manifestada en el relato evangélico, le valió el ser plena del Espíritu Santo, preparando en Ella una digna morada para que naciera Jesús, el Hijo de Dios vivo.
Ante tanto don recibido y prometido, María se entrega sin medida reconociendo ser la servidora del Señor y que estaba dispuesta a que en Ella se cumpliera la voluntad del Padre.
En este tiempo de Adviento, y mirando la figura ejemplar de María, se nos recuerda nuevamente la belleza de la pureza que tanto aprecia la divinidad, y si acaso no hemos sido imitadores de la pureza de María, hemos de pedir humildemente la gracia necesaria para que el Señor haga de nosotros dignas moradas de santidad de manera que Él resida en nuestro interior a lo largo de nuestra vida.
En definitiva, sólo con la gracia de lo alto, podrá ser realidad en nuestra vida aquello de “felices los puros de corazón porque ellos verán a Dios”, deseo que expresamos en la primera oración de esta misa para que “también nosotros lleguemos a ti purificados de todas nuestras culpas”.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima. 08 de diciembre de 2018. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-
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