Celebramos este cuarto domingo de Adviento cantando y suplicando en alta voz con la antífona del salmo interleccional “Restáuranos, Señor del universo” (79, 2ac.3b.15-16.18-19), y continuamos invocando al Pastor de Israel que revestido de poder venga a salvarnos, que llegue a visitar su vid, que somos nosotros, de la que sale un retoño vigoroso que ciertamente es Jesús, nacido de Madre Virgen.
¡Cómo no confiar que se acercan los días de salvación si el Buen Dios lo ha prometido! El profeta Miqueas, precisamente, nos asegura que de la pequeña Belén, la casa del pan, nacerá el que debe gobernar a Israel.
Significando su origen divino recuerda que “sus orígenes se remontan al pasado, a un tiempo inmemorial” (Miq. 5, 1-4ª), que vendrá cuando lo de a luz “la que debe ser madre” y “entonces el resto de sus hermanos volverá junto a los israelitas”.
Sigue anunciando el profeta Miqueas que el Mesías redentor “apacentará con la fuerza del Señor” a todos y que “¡Él mismo será la paz!” de modo que la humanidad habite tranquila este mundo.
La mujer de la que nacerá el Salvador es María Santísima, revestida de la gracia divina a causa de la humildad y pequeñez que la caracteriza.
Es elegida como instrumento de salvación para toda la humanidad, ya que por su intermedio, Cristo entrará al mundo al unirse las naturalezas divina y humana a la Persona del Hijo de Dios.
Esto permite que como señala la carta a los Hebreos (10, 5-10), el Hijo reciba un cuerpo por el misterio de la Encarnación, se hace presente en nuestra realidad de criaturas, quedando atrás los sacrificios del Antiguo Testamento que ya no agradan a Dios, ni sirven para salvar o santificar la humanidad, sino que alcanza nueva presencia el sacrificio redentor de Jesús en el árbol de la Cruz.
Por el nacimiento en carne del Hijo de Dios, pues, “quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre” ya que Él ha dicho “Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad” declarando de ese modo abolido lo dispuesto antiguamente.
María Santísima no puede guardar para sí el misterio de que será Madre del salvador y que le ha comunicado el ángel en la anunciación, por lo que presurosa va al encuentro de su prima Isabel.
Ahora bien, lo que es imposible para los hombres es posible para Dios, y así, de una Virgen y de una anciana estéril, se anuncia la concreción del nacimiento del salvador y de quien será su Precursor.
Como Juan salta de alegría ante la presencia del redentor, manifestemos también nuestro gozo al tener la certeza de que la Venida de Jesús está cerca para todos lo que lo esperan.
De este modo la humanidad toda tiene la posibilidad de alejarse del pecado y comenzar una existencia nueva, no sólo los creyentes que obramos por medio de la fe, sino también toda persona de buena voluntad que se abra a la gracia de Dios para dejarse apacentar por “la majestad del nombre del Señor” como lo anuncia el profeta Miqueas.
El encuentro entre las dos mujeres se desarrolla en un clima de fe profunda ya que cada una tiene conciencia clara de su misión, María la de ser Madre del Salvador, es servidora del Dios Altísimo, e Isabel que llena del Espíritu Santo reconoce esta verdad, es la servidora del Hijo divino hecho carne en María, al cual su hijo Juan anunciará.
La pregunta de Isabel (Lc. 1, 39-45) “¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?” debiera repetirse en el decurso del tiempo en los labios de todo creyente, incluidos los que hoy vivimos.
Siendo pecador, cada hombre ha de sentirse indigno de esta presencia de la Madre del Salvador, ya que estamos lejos de merecerla.
¿Qué sentiría alguno de nosotros si se le acercara alguien al que hubiéramos ofendido para mostrarnos el agrado de estar con nosotros?
Sería impensable por cierto, acostumbrados como estamos a las mezquindades que impiden comprender las grandezas divinas.
¿Quién soy yo para que el Señor me visite en la próxima Navidad? Porque la Virgen no nos visita en soledad, sino que lo hace trayéndonos el gran regalo del Hijo de Dios hecho hombre, y tanto María como Jesús se dan prisa para venir al encuentro de cada uno.
Normalmente son los grandes de este mundo quienes son visitados, mostrándose así un respeto especial por sus personas o por los lugares u obligaciones que desempeñan en este mundo.
Por lo tanto, al ser visitados, se advierte que somos nosotros los reconocidos como revestidos de especial grandeza.
Y ciertamente, es verdad que somos “importantes” a los ojos de Dios, y esto no por mérito alguno de nuestra parte, sino por pura bondad de Dios que nos colma de bendiciones y nos llama a participar por intermedio de Jesús, de su misma vida divina.
Pero como sucede con todo don recibido, hay una tarea ha realizar por todo creyente, la misma que emprendió María en el mundo, dar a luz la salvación de toda la humanidad y renovar el mundo creado.
En efecto, caemos en la cuenta que Jesús quiere nacer de nuevo, pero desde cada persona, lo cual nos convoca a ser sencillos y humildes de corazón como María Santísima, mujer débil por naturaleza pero fuerte por estar revestida de la plenitud de la gracia divina que la acompaña.
También nosotros somos débiles por ser creados y más aún por el pecado que asuela los corazones humanos después de la caída original, pero fuertes si con el gozo y la esperanza que otorga la conversión de vida, abrimos nuestros brazos para recibir al Salvador que viene a nosotros como don del Padre.
Hermanos: volvamos nuestros corazones al Señor que ya viene, y merezcamos así el elogio de Isabel “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte de Señor”.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el IV° domingo de Adviento, ciclo “C”. 23 de diciembre de 2018.
http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com.-
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