En el marco del tiempo litúrgico de Navidad celebramos este domingo la fiesta de la Sagrada Familia constituida por Jesús, María y José.
La Iglesia desea de este modo que reflexionemos acerca del proyecto divino sobre el hombre, creado para participar de la vida divina como nos lo recuerda el nacimiento en carne del Hijo de Dios.
Precisamente el apóstol san Juan (I Jn. 3, 1-2.21-24) nos dice hoy bellamente “Queridos hermanos: ¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente”.
Detengámonos hoy y siempre en esta afirmación del amor del Padre hacia nosotros, ya que esto le otorga verdadero sentido a nuestra existencia en este mundo temporal, pues sólo quien se siente amado así podrá corresponderle con la entrega de su vida y a amar a todos como los hermanos que somos por la común filiación divina.
En efecto, esto es lo que recién escuchamos “su mandamiento es éste: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos los unos a los otros como Él nos ordenó”.
Es el amor de Dios hacia nosotros lo que permite que no sólo nos llamemos sino que seamos hijos adoptivos de Dios, convocados desde nuestro nacimiento a vivir como hijos suyos, único sentido pleno para nuestra vida y fuente de la felicidad perfecta.
Desde esta mirada de fe se entiende que la mujer estéril de Elcaná, Ana, actuara como lo hizo en relación con su hijo Samuel (I Sam. 1,20-22.24-28).
Ella pide el don de un hijo, comprometiéndose a entregárselo a Dios en el tiempo oportuno. Sabe que es una gracia y que por tanto nada ha de exigir.
En un primer momento no acompaña a su marido a la Casa del Señor en Silo para ofrecer el sacrificio anual, pero una vez destetado el niño conduce a Samuel cuyo nombre significa “Se lo he pedido al Señor”, y lo deja a Elí el sacerdote diciendo “Era este niño lo que yo suplicaba al Señor, y Él me concedió lo que le pedía. Ahora yo, a mi vez, se lo cedo a Él: para toda su vida queda cedido al Señor”. Dios, a su vez, premiará a Ana con otros hijos.
Se percibe enseguida un clima de religiosidad profunda, siendo Dios el centro de todo, ya que si somos hijos suyos, a Él debe orientarse toda vida para alcanzar su plenitud humana.
Se entiende así que en el proyecto divino de salvación que beneficie y enaltezca al hombre debe darse lugar a un ámbito propicio, que prolongación de la familia trinitaria sea en este mundo también una familia que acoja a todos y ayude a crecer a cada uno, padres e hijos, en el papel que le confía el mismo Creador.
De allí que desde la mirada de fe que ha de ser característica en nuestra vida de bautizados se nos insista en imitar a la familia modélica cual fue la constituida por la de Nazaret.
El texto del evangelio proclamado (Lc. 2, 41-52) profundiza lo que venimos diciendo respecto a nuestra relación principal con Dios, cuando Jesús responde a María y José “¿No sabían que Yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”.
El relato evangélico nos muestra la preocupación de los padres del Señor, ya que no lo habían encontrado entre los parientes, después de haber visitado como todos los años el templo de Jerusalén en la fiesta de la Pascua, habiendo llevado consigo al niño.
Se vislumbra de ese modo el clima religioso que existía en la familia, participando Jesús con interés en lo mismo, como buen creyente judío.
Esta visita al Templo es primordial ya que el Niño que contaba con doce años, comenzaba su adolescencia por lo que estaba todavía sujeto a sus padres, pero también, como era común en aquellos tiempos comenzaba su camino de madurez por lo que era necesario que tomara sus propias decisiones acerca de lo que es verdaderamente importante.
Y precisamente lo más importante para Jesús es ocuparse de las cosas del Padre, dejando así ejemplo para toda persona que quiera madurar en armonía no sólo en la fe sino como persona humana, que el centro siempre está puesto en Dios.
Toda familia cristiana desde la fe ha de laborar para que cada miembro de la misma esté orientado siempre a Dios, y desde Dios vaya creciendo y madurando en relaciones cordiales entre todos.
En efecto, cuando Dios es el centro de la familia todo se vislumbra desde la fe y, cobra sentido diferente toda acción realizada en medio de las ocupaciones de este mundo, porque como Jesús, se crece “en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres”.
Los amigos y servidores del maligno saben bien que destruida la familia, el ser humano pierde el ámbito referente que le permite crecer en su dignidad como hijo de Dios y por lo tanto ser fácil presa de todo tipo de esclavitudes enfermizas que lo destruyen y le hacen perder el sentido de la vida.
La doctrina del “filósofo” Gramsci incita, por ejemplo, a destruir la familia quitándole el sentido primigenio de ésta según la ley natural.
Cualquiera de nosotros conoce cuáles son a menudo las consecuencias negativas de las llamadas familias ensambladas, o cuando se ha desvirtuado el verdadero sentido de la educación humana.
Estamos viendo, por caso, las aberraciones que sostiene la ideología de género, auténtico fruto del maligno, que tanto estrago y confusión provoca en las familias y en las personas que la integran.
Desde la fe, al contemplar la Sagrada Familia de Nazaret, se nos recuerda una vez más desde la celebración litúrgica, la necesidad de permanecer fieles al modelo de familia que nos presenta la Palabra de Dios, verdadero camino para la grandeza del hombre, evitando todos los disparates y aberraciones que existen en nuestros días.
Confiemos en la gracia de Dios y obremos el bien siempre, convencidos que el Señor no nos abandonará, ni seremos probados más allá de nuestras fuerzas humanas.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Fiesta de la Sagrada Familia, ciclo “C”. 30 de diciembre de 2018. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.
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