En este misterio ciertamente se centra
toda la riqueza de la Iglesia porque en la Eucaristía recibimos al mismo Hijo
de Dios hecho hombre, podemos alimentarnos con Él.
¿Y cómo ha sido posible todo
esto? Recorramos la Sagrada Escritura. En la primera lectura tomada del libro
del Éxodo (24,3-8), se narra el hecho de la alianza de Dios con el pueblo elegido en
el monte Sinaí. Es Dios el que sale al encuentro de ese pueblo que ha sacado
de la esclavitud de Egipto, que lo ha conducido y que lo ha elegido para ser el
depositario de sus promesas de salvación.
El texto que acabamos de proclamar
describe cómo fue el rito del pacto, de la alianza. Unos jóvenes elegidos por
Moisés sacrificaron las víctimas. Mientras tanto Moisés había erigido un altar
y había puesto doce piedras que representaban a las doce tribus de Israel. Y con parte de la sangre de las víctimas roció el altar y con la otra parte roció a
la gente. Mientras tanto el pueblo se compromete con ese Dios que lo busca y
que quiere hacer una alianza, pidiéndoles que vivan los mandamientos, que
sigan su palabra.
¿Por qué se rocía con sangre? Para el judío especialmente, en
la sangre está la vida, y el rociar con la sangre de la víctima
indicaba la purificación exterior mencionada en la carta a los Hebreos (9,11-15).
Pero además, está indicando que con esa alianza
sellada con sangre de animales, se hermanan todas las tribus entre sí y con Dios.
Es decir, comienza un parentesco fuerte, acontece lo que nosotros decimos en el lenguaje normal, tal persona es de mi
misma sangre, tenemos la misma sangre con tal familia, con tal apellido, etc.
¿Qué indicamos con la afirmación de la misma sangre? Un parentesco, somos familia, tenemos
un mismo origen que es
el que Dios nos ha creado y nos ha hermanado.
Pero es aquí que el pueblo no
cumple, siendo un signo de lo que es el
corazón del hombre, un corazón cambiante, que es fiel por un tiempo y después
es infiel, vuelve a unirse a Dios, después otra vez a las andadas, alejándose
de Dios.
Pero Dios no se olvida de lo que ha hecho y mantiene firme ese pacto,
esa alianza, reprendiendo no pocas veces al pueblo elegido,
tratando de atraerlo nuevamente al compromiso y a la fidelidad.
Por eso también
en la misma historia de Israel, el sacerdote entrando en el santuario, ofrecía
sacrificios y como recuerda la segunda lectura, se rociaba al pueblo con sangre
y cenizas de las víctimas de los holocaustos, para significar una pureza
exterior.
Pero Dios no se conforma con eso, quiere una pureza profunda, no
meramente una purificación externa, sino una redención del pecado mismo, para
lo cual nuevamente se da el que se derrame sangre, la sangre del Señor en la
cruz.
Por eso el mismo autor de la carta a los hebreos indica que Jesús, que es
el puente entre Dios y los hombres, que es mediador, con un solo sacrificio
salvó a la humanidad. No necesitaba repetir permanentemente, como en la antigua
alianza, las ofrendas, sino que Él se entrega una sola vez para
siempre en la cruz, derramando su
sangre, y como víctima nos redime del pecado
y de la muerte eterna.
Y se realiza una alianza más perfecta, nos hace a todos familia con su sangre derramada, nos une a todos y cada uno de
nosotros.
A todos los pueblos de la tierra que con fe creen en Él, la sangre redentora les llega para formar una única familia, y tener un único
pastor, que es Cristo, que permanece hasta el
fin de los tiempos.
Y nos deja este regalo de la Eucaristía, este sacramento,
cuya institución aconteció en la última cena, como acabamos de escuchar, en el
Evangelio (Mc. 14,12-16.22-26), y ahí Jesús se da a comer.
Tomen, este es mi cuerpo..... Tomen
y beban, esta es mi sangre derramada por muchos, realizándose esta unión tan
estrecha con Jesús, si lo recibimos con un corazón limpio, sin
pecado.
Y Cristo entonces entra a formar parte de nuestra vida, ya que como san Agustín dice, con la Eucaristía no pasa lo que sucede con otro alimento. Y así, cuando uno come un pedazo de pan, ese pan es asimilado por el cuerpo de la persona, mientras que con la comida eucarística somos asimilados por el cuerpo de Cristo, haciendo ver la estrecha unión que implica recibir la Eucaristía.
Con este sacramento nos alimentamos con el cuerpo y sangre
del Señor, y para que a nadie resultara difícil este alimento, dice Santo Tomás de Aquino, que el mismo Dios
ha elegido este medio de las especies eucarísticas, el pan y el vino.
De manera
que después de la consagración está presente el cuerpo y sangre del Señor.
Ya a lo
largo de la historia hemos podido contemplar muchísimos milagros eucarísticos, precisamente el beato Carlos Acutis, que próximamente será canonizado, se
especializó en hacer visibles los milagros eucarísticos.
En efecto, en no pocas veces
y lugares, el mismo Jesús, para cortar la duda que hubiera en alguien, se
hacia presente de alguna manera milagrosamente.
La eucaristía, como el
mismo beato afirmaba con fe, es la autopista al
cielo, es la que nos conduce al encuentro con Dios, y que está significado
precisamente en el texto del Evangelio de hoy, cuando Jesús dice, ya no beberé
más de esta copa hasta que beba el vino nuevo en el reino.
En efecto, el banquete
eucarístico celebrado en la tierra prepara para el otro banquete, el de la
gloria con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.
Allí, seremos cada
uno de nosotros alimentados de una manera perfecta con la visión divina. Por
eso, la importancia de honrar y adorar la presencia de
Jesús y hacer todo lo posible en nuestra vida para que siempre podamos ser
dignos de recibirlo, de alimentarnos con Él, sabiendo que esto prepara para la comida celestial.
Pidamos la gracia del Señor para que nos ilumine, nos
fortalezca y podamos vivir profundamente este misterio de amor.
Cngo Ricardo B. Mazza, Cura Rector de la Iglesia Ntra Sra del Rosario, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Ciclo B. 02 de junio de 2024.
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