Seguimos con el texto de san Juan (6), donde
Jesús explica qué es el pan de vida que da vida al
mundo y a cada uno de nosotros.
Y así, conocemos que todo está prefigurado en el libro
del Éxodo (16,2-4.12-15), donde se narra el descontento del pueblo caminando por el desierto y que falto de comida añora los alimentos que tenía en Egipto, aunque esto significara vivir en la
esclavitud.
Están dudando de la presencia de Dios en medio de
ellos, y piensan en ¿Dónde está ese Dios que nos ha sacado de Egipto? ¿A dónde nos conduce? Y por eso es que añoran los bienes que han dejado.
Pero
Dios que no se deja vencer en generosidad y que conoce a este pueblo quejoso, tan complicado, le dará alimentos en abundancia.
El maná, esa especie de
trigo, producto de un vegetal del desierto, del que hacen incluso tortas dulces, los alimentará de mañana y, por la tarde la carne de las codornices, los sustentará hasta saciarse.
Pero al mismo tiempo, Dios desea que
tengan hambre y sed de la divinidad, que es lo que importa. Porque ¿de qué vale
tener el estómago satisfecho si el corazón no ha encontrado a Dios, o está
alejado de Él, o prescinde de su Presencia?
Por eso se entienden estas
palabras de Jesús que indica a la gente respecto a que lo busca y sigue porque les dio alimento material.
O sea, vieron en Jesús a alguien que les soluciona un
problema para el futuro. Sin embargo, les da de comer no para que se liberen de
trabajar, de sembrar, de cosechar, sino que les está enseñando y manifestando
algo totalmente distinto.
Y por eso Jesús comienza de a poco a manifestarse, que es el pan vivo bajado del cielo, a lo que ellos responden que sus padres
comieron el maná en el desierto, atribuyendo a Moisés este hecho.
A lo que Jesús recordará que no fue
Moisés, sino el Padre quien les dio de comer en el desierto, y que quiere darles de comer siempre,
es decir, el pan vivo bajado del
cielo, el cuerpo y la sangre de Cristo.
Y ahí comienza toda esa discusión, y no terminan de descubrir lo que significa alimentarse de Jesús y la necesidad de recibirlo.
De ahí la necesidad de
convertirse, como exhorta san Pablo (Efesios 4, 17.20-24) de manera que "No procedan como los paganos, que se dejan llevar por la frivolidad de sus pensamientos y tienen la mente oscurecida" ya que de Cristo "han aprendido que es preciso renunciar a la vida que llevaban, despojándose del hombre viejo, que se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia".
Y así, renovados interiormente en el espíritu interior, hemos de "revestirnos del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad".
Es necesario reconocer, pues, que todos debemos dejar ese hombre viejo, las ataduras que
tenemos por las cosas de este mundo, por las seguridades de este mundo, y revestirnos del hombre nuevo que aspira a tener a
Jesús como centro de su vida, que busca cada día realizar las
obras que ha hecho.
El hombre nuevo, convertido, entiende que la existencia humana
va más allá de lo terrenal, de lo temporal, de los placeres de este mundo, y apunta hacia la meta última, a la cual Dios mismo conduce con
este alimento nuevo que es Jesús que se entrega.
De manera que a la
luz de la palabra de Dios nosotros hemos de trabajar, de luchar para esa
transformación interior, dejar el hombre viejo, revestirnos del hombre nuevo, dejar de mirar atrás lo que dejamos en Egipto, para mirar hacia adelante a la
tierra prometida que nos espera y para la cual hemos sido creados.
Cngo Ricardo B. Mazza, Cura Rector de la Iglesia Ntra Sra del Rosario, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVIII del tiempo per annum. Ciclo B. 04 de Agosto de 2024.
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