En la primera oración de esta misa exponíamos a Dios nuestro Padre que “en la Sagrada Familia nos ofreces un verdadero modelo de vida”.
Si es “modelo”, significa que es digno de ser imitado, “de vida” porque su ejemplo le da sentido y encuadre a nuestro propio existir, ya que aspiramos a nacer, vivir y morir en el seno de una familia.
Cada día nos encontramos con distintas formas de coexistir por parte del ser humano, como “grupos” humanos a los que se denomina también familia.
Desde la fe, en cambio, somos invitados a contemplar a este único modelo de vida como digno de ser imitado desde la vivencia de la fe.
Precisamente los textos bíblicos, ya sea el libro de Samuel (I Sam. 1,20-22.24-28), como el evangelio (Lc. 2, 41-52), nos presentan a dos matrimonios constituidos por un varón –Elcaná y José- y una mujer –Ana y María-, respondiendo así a la voluntad de Dios que en la creación del ser humano nos hizo varón y mujer, llamados a la complementación como modo de perfección humana, según el designio divino, y a la prolongación por medio de los hijos que del matrimonio tienen su origen.
Es mucho lo que podemos referir acerca del matrimonio y de la familia creyente, convocados a imitar en “nuestros hogares las mismas virtudes” de la Sagrada Familia, pero nos centraremos en lo que prevalece en las familias que menciona la liturgia de hoy, el éxodo de sí y el encuentro con Dios.
Ana, que era estéril, pide a Dios el don del hijo, caminando ella en la esperanza, saliendo de sí misma, hasta recibir el regalo de Samuel.
Nacido el hijo se lo entrega a Dios como lo había prometido, caminando en la caridad cada año al visitarlo en el templo, llevándole una manta como signo de amor maternal, mientras Dios, que no se deja ganar en generosidad, le concede tres hijos y dos hijas más.
El texto deja en claro que Dios escucha la súplica de quien desea un hijo, en medio de la esterilidad, prometiéndoselo si se le concede lo pedido, manifestando de esa manera que los padres no son dueños de sus hijos, ni éstos, propiedad de los padres, sino son del Señor a quien han de buscar.
Es habitual que los padres piensen que los hijos son su propiedad, con frecuencia en nuestros días se habla del “derecho al hijo”, como si éste fuera una cosa a la que es posible apropiarse.
No pocas veces se piensa en los hijos como aquellos que deben “brindar satisfacción” a sus padres, ya sea en los estudios, en las justas deportivas, en su futuro buen pasar, reduciendo la paternidad o maternidad a un plano puramente mundano, donde las relaciones padres e hijos no van más allá del horizonte temporal, del tiempo que dura nuestro paso por este mundo.
No es que esta mirada sobre los hijos sea estrictamente mala o incorrecta, pero sí es incompleta, ya que no vela por lo más valioso, la relación con Dios.
¡Cuántos niños son bautizados y no se los acompaña después a crecer en la fe! ¡Cuántos niños son “enviados” a la catequesis de comunión y confirmación para quedar luego solos, sin que reciban una mirada sobrenatural de la vida en sus familias!
¿Se preocupan los padres por la salud espiritual de sus hijos? ¿Sufren cuando los ven viviendo en pecado, o sólo interesa la salud corporal?
Para ser objetivos no podemos generalizar ya que hay de todo en la viña del Señor, aunque sí comprobamos que lo más frecuente es la falta de fe, es decir, se carece del convencimiento que los hijos son del Señor, y a Él deben ser ofrecidos siempre en primer lugar.
¡Qué diferentes son los hijos, niños, adolescentes y jóvenes que son educados en la primacía de la fe, de la esperanza y de la caridad en sus vidas! Se cumple en ellos lo que afirma de Jesús el evangelio del día: “Iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres”.
En el texto del evangelio proclamado (Lc. 2, 41-52) se capta enseguida la primacía de Dios para los integrantes de la Sagrada Familia, de manera que todos los años se dirigían para Pascua a Jerusalén.
Además, María y José son conscientes que han sido depositarios de una misión especial, ser custodios del Mesías y, colaborar con su crecimiento en todos los aspectos, hasta que comenzara su vida pública. Por lo tanto, el gozo de ambos se centraba sobre todo en contemplar la piedad del Niño para con su Padre Dios, aunque en sus días mortales la divinidad se escondiera.
Inexplicablemente Jesús se queda ex profeso en Jerusalén, sin avisar a María y José que lo buscan angustiadamente tres días, y lo encuentran en el templo.
A unos padres asombrados les dirá que debía ocuparse de los asuntos de su Padre, señalando así la supremacía de su relación divina, aunque al mismo tiempo cuando regresa a Nazaret vivía sujeto a ellos.
¡Qué hermoso ejemplo, sin olvidar sus obligaciones con los padres de la tierra, dejará en claro la superioridad del amor depositado en el Padre!
Frente a estos ejemplos, alguien podría preguntarse acerca del por qué de esta escala de valores donde Dios tiene la mejor parte en el corazón humano.
La respuesta es muy sencilla, nos la da la misma Palabra inspirada a san Juan (I Jn. 3, 1-2.21-24) “¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente”.
Si somos hijos de Dios, a Él debemos amarle por sobre todas las cosas y a Él debemos tener presente en primer lugar en todo momento de nuestra vida ya que es el fin último de nuestra existencia como personas, y aunque “lo que seremos no se ha manifestado todavía” tenemos la certeza “que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es”.
Queridos hermanos: como don de Dios que es cada uno de nosotros peregrinemos por este mundo unidos a su divinidad haciendo el bien a todos y atrayendo a cuantos podamos para orientarnos siempre a su encuentro definitivo en la gloria que no pasa jamás.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Fiesta de la Sagrada Familia. 27 de diciembre de 2015. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.
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