20 de febrero de 2017

“En aquél que cumple la palabra de Cristo, el amor de Dios ha llegado verdaderamente a su plenitud” (1 Jn. 2,5).


Cada persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios.

Esto implica que posee una inteligencia que se orienta naturalmente a la verdad, y una voluntad libre por la que se dirige a la percepción del bien.
Ahora bien lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu, como le dice Jesús a Nicodemo (cf. Juan 3, 6), de allí la necesidad de nacer de nuevo, del Espíritu, por el sacramento del bautismo,  para  ser elevado al orden sobrenatural que nos orienta directamente al fin último sobrenatural que es la Vida Eterna.
La liturgia de este domingo, partiendo de la idea de que estamos, pues,  llamados a la vida sobrenatural, nos hace suplicar humildemente en la primera oración que “meditando sin cesar las realidades espirituales, llevemos a la práctica en palabras y obras cuanto es de tu agrado”. Precisamente la contemplación y asimilación en nuestra existencia cotidiana de las realidades espirituales debieran caracterizar el llamado que cada uno de nosotros ha recibido de encarnar en la vida de cada día la santidad divina: “ustedes serán santos, porque Yo, el Señor su Dios, soy santo” (Lev. 19, 1-2.17-18).
  Este llamado a ser santos que significa tomar como modelo del vivir la Persona y el ejemplo del Hijo de Dios encarnado Jesucristo, es la condición, como meditamos desde hace varios domingos, para pertenecer al Reino instaurado desde la venida del  Señor.  
  Para lograr esta vida de santidad que significa prolongar en lo cotidiano a quien es tres veces santo, contamos con Jesús que se interesa por la historia humana como devenir del tiempo, dispuesto a acompañarnos y guiarnos con su verdad y presencia, que por cierto, es la verdad y presencia del Padre.
Lograr conocer  la vida sobrenatural para la que fuimos creados, nos permite ingresar en la sabiduría divina que nos enseña diciendo “¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (I Cor. 3, 16-23).
Sin embargo, esto que meditamos, y que caracteriza nuestra realidad creatural y la elevación a un estado más perfecto, se contrapone con la inclinación al mal que es consecuencia del pecado original, quedando afectados por “la sabiduría de este mundo” que “es locura delante de Dios” ya que “El Señor conoce los razonamientos de los sabios y sabe que son vanos”. 
Como meditamos en estos domingos pasados, al contemplar las bienaventuranzas y sus características concretas en la vida humana, se abren ante nosotros la senda del llamado del Señor a una vida más plena, a contemplar lo cotidiano y nuestra realidad desde la sabiduría divina, o por el contrario seguir con los dictados del maligno, iluminados por la sabiduría del mundo.
El mundo y su sabiduría nos alientan a seguir nuestro parecer, a darnos todos los gustos, asegurando que “está todo bien” con tal que nos sintamos bien y podamos disfrutar al máximo de todo lo que atrae.
Por el contrario, el seguimiento de Cristo reclama mirar nuestra vida y la realidad circundante desde su mirada, es decir, si somos conducidos por lo que nos enaltece como personas orientándonos a la vida que en plenitud sólo se  encuentra en la comunión divina.
La sabiduría del mundo nos llama al “ojo por ojo, diente por diente”, es decir a la venganza y a la estrechez del corazón, la sabiduría de Dios llama al perdón y a la misericordia.
La sabiduría del mundo y nuestra inclinación al mal, pretenden seducirnos con  pensar únicamente en el que nos saluda, en el que nos hace bien, mientras el Señor nos llama a amar a los enemigos, a no odiar a persona alguna y, a hacer el bien a aquellos que nos han hecho el mal.
La perfección de la vida cristiana nos convoca a prolongar en cada momento  el obrar divino, que “hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt. 5, 38-48).
El llamado del Señor dirigido a todos diciendo “sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo”, es apremiante, porque corta es nuestra vida y porque no pocas veces sucumbimos ante los atractivos que ofrece el mundo o a los engaños del demonio y sus seguidores, en una sociedad cada vez más alejada de Dios.
En una sociedad autoproclamada “alegre” y “optimista”, las palabras de Jesús pueden caer en saco roto, porque se las considera ya del pasado o carente de la “onda” con que sueña y reclama el hombre de hoy.
Nosotros aquí presentes, ¿tomamos en serio las palabras del Señor sintiéndonos atraídos a tratar de encarnarlas cada día? ¿O pensamos como no pocas personas, que son sólo expresión de deseo, sin que urjan de algún modo? 
¡Qué lamentable sería que salgamos hoy de misa sin la disposición a procurar con nuestras fuerzas y la ayuda de la gracia, a vivir en profundidad la fe recibida!
Queridos hermanos, recordemos el versículo que cantamos en el Aleluia (1 Jn. 2,5): “En aquél que cumple la palabra de Cristo, el amor de Dios ha llegado verdaderamente a su plenitud”, de manera que podamos “alcanzar la salvación eterna, cuyo anticipo” vamos a recibir en la comunión del Cuerpo y Sangre del Señor resucitado.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el VII domingo del tiempo Ordinario ciclo “A”. 19 de Febrero de 2017. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com.




  




















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