Aunque Dios realiza con el pueblo elegido la alianza del Sinaí,prometiendo su amor, continúan sin embargo las infidelidades de los hombres.
Quejoso y rebelde, el pueblo elegido no termina de conocer el infinito amor de Dios que lo ha rescatado de la esclavitud de Egipto y, que ya lo venía amando desde el comienzo de la creación del mundo. Fue en ese principio donde se plasmó definitivamente este amor tan grande del Creador por su creatura predilecta al crearla de entre todas sus obras a su imagen y semejanza.
La Ley del Sinaí tallada en las dos tablas de piedra constituía una legislación externa, visible para todos los heridos por el pecado original y camino para vivir la fidelidad a la alianza y a su autor. A pesar de sentirse interpelados por esa ley exterior, se niegan sin embargo muchas veces ha seguirla. No termina de comprender el pueblo que el camino de la debilidad humana necesita que el mismo Dios les marque el camino de manera que no se desvíen.
Ante el fracaso, podríamos decir, de esta ley exterior, Dios decide escribir otra en sus corazones, la ley del espíritu (Jer. 31, 31-34).
Esta ley interior no es un mero compendio de prescripciones y preceptos, sino que es la misma voluntad de Dios presente en el corazón del hombre. Por eso, cada uno de nosotros descubre a la luz de la razón cómo en su interior Dios va moviéndolo hacia una respuesta distinta, totalmente nueva. Esta ley del Espíritu Dios nos la envía a través de su Hijo hecho hombre.
El misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor, que se continúa en la ascensión y se perfecciona en Pentecostés, señala el camino de la presencia del Espíritu en el corazón de cada uno, la ley grabada no en piedras sino en los corazones de carne. De este modo ya nadie puede decir que transita por el mundo buscando a tientas a Dios y no lo encuentra, porque con sólo mirar nuestro interior lo hallaremos.
De allí la necesidad de ir al encuentro de Cristo como estos griegos de los que habla el texto del evangelio (Jn.12, 20-33) y decir “Queremos ver a Jesús”. No es un ver exterior, sino que implica la actitud de fe de aquél que movido por la gracia quiere adherirse a la persona de Jesús y desea comenzar una existencia nueva desde la intimidad con Cristo.
Jesús, como lo hizo con los griegos, responde a nuestra petición de un modo que parece sin sentido. Sin embargo sus palabras encierran lo que en verdad significa verlo: “Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado”. Ser glorificado implica el íntegro misterio pascual.
En efecto, a través de la Cruz, Resurrección. Ascensión y el envío del Espíritu, Cristo es glorificado y se manifiesta también la gloria del Padre.
Es allí, en ese momento, por la obediencia y sumisión a la voluntad del Padre cuando Jesús lo glorifica y a su vez es glorificado. Por lo tanto, ver es creer y entrar de lleno en el misterio de la Cruz y resurrección.
El mismo Jesús explica esto cuando afirma “les aseguro que si el grano de trigo no muere queda solo, pero si muere da mucho fruto”.
En efecto, la semilla tiene que ser sepultada en la tierra y morir para dar nueva vida.
Es necesario que Cristo como el grano de trigo, muera en la cruz para dar fruto, para que se vea con toda claridad que allí manifiesta su adhesión plena a la voluntad del Padre. Pero nos está diciendo también que si queremos dar fruto abundante, hemos de morir con Él.
Morir que significa despojarnos de nosotros mismos, de nuestros criterios, de vivir la fe según nuestro parecer, para dirigirnos al encuentro del Señor para poder “verlo” de una manera nueva, es decir, creer en Él y su mensaje, comprometiéndonos a dejar aquello que nos impide permanecer con Él.
Morir que significa no tener apego a la vida, es decir, a lo que nosotros entendemos como “nuestra vida”, o sea, proyectos, planes, adhesiones a lo temporal, modos, en fin que nos alejan de Dios.
Cuando no se da esto, terminamos por “perder esa vida” que tanto custodiamos, ya que al no encontrar la felicidad en la adhesión a lo temporal, advertimos que tampoco lo tenemos al Señor por quien no fuimos capaces de sacrificar “lo nuestro”.
Cuando hemos sabido morir encontramos la vida, porque estamos en plena posesión de nuestra libertad para el bien y para ponernos al servicio de Dios y nuestros hermanos.
El tiempo de cuaresma constituye una oportunidad para adherirnos más y más a Jesús ingresando en el misterio de la Cruz salvadora, del grano de trigo que muere para salvarnos.
Sigue diciendo Jesús que “cuando Yo sea levantado en alto sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”. En el momento en que Cristo es elevado en la cruz se convierte en el gran atractivo para todo el mundo, incluso para quienes lo rechazan, lo odian o son indiferentes ante su persona.
Esto lo percibimos con frecuencia en la sociedad actual cuando quienes rechazan a Cristo manifiestan tanto odio ante los símbolos religiosos.
¿Por qué en nuestros días los enemigos de la fe quieren hacer desaparecer de los lugares públicos los crucifijos, las imágenes marianas y hasta el nombre mismo de cristiano? Precisamente porque sienten la atracción que ejerce Cristo desde la Cruz, que resulta insoportable toda vez que su presencia les reprocha su rechazo a la verdad, pretendiendo con la eliminación de lo religioso en la vida pública, acallar sus molestias o eliminar la natural referencia de todo ser inteligente a su Dios.
Como acontece también, tal como hemos hablado el domingo pasado, con la institucionalización del aborto. En efecto, quienes lo promueven con palabras engañosas, creen que podrán evitar el reproche del crucificado ante tantos niños clavados con Él en la cruz del dolor.
La cruz de Cristo sigue atrayendo. En los que queremos vivir en unión con el Señor el mirar la cruz no sólo nos conmueve sino que al mismo tiempo nos reclama, nos invita a comprometernos en esta misión de ser granos de trigo que muere para dar mucho fruto, mientras que quien hace el mal aunque rechace a Cristo no podrá evitar que haya muerto también por él.
La cruz de Cristo resulta insoportable ya que cuanto más se la rechaza, más nos golpea y más nos hace sentir que allí está presente el Salvador.
Cristo nos insiste en seguirlo, en padecer con Él y participar así en su triunfo sobre el príncipe de este mundo, el diablo, que ya no tiene poder sobre nosotros, si unidos al Señor rechazamos sus embates estériles.
De hecho la ley del espíritu de la que hablaba Jeremías, reclama en nosotros el ser tenida en cuenta, cada vez que la adhesión al maligno nos lleva a la amargura más profunda.
Pidamos en esta misa al Señor nos ayude a descubrir la riqueza del misterio de la cruz, para que desde ella encontremos un nuevo sentido a la vida, al mundo, a nuestras opciones de cada día y, para que muriendo a las obras de las tinieblas renazcamos a la vida nueva ofrecida.
La luz que nace del crucificado nos permitirá descubrir qué hacer cada día.
Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el 5to domingo de Cuaresma. Ciclo “B”. 25 de marzo de 2012. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com
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