29 de mayo de 2010

“LLAMADOS A FRUCTIFICAR LOS DONES DEL ESPIRITU DE JESÚS”


El cirio encendido signo de Cristo resucitado nos ha acompañado en cada misa de estos cincuenta días. Cristo corona el misterio pascual de su muerte y resurrección enviándonos el don del Espíritu, que es el amor entre el Padre y el Hijo. Ese Espíritu Santo, que como su nombre lo indica, viene a santificar a los creyentes haciéndose presente en cada uno de nosotros toda vez que abrimos nuestro corazón para que Él lo habite y plenifique con la luz que nos hace entender más profundamente las enseñanzas de Cristo y la fuerza que permite ir al encuentro del hombre de nuestro tiempo para llevarles el evangelio con valentía, sin miedo.
Esa transformación que el Espíritu realizó en los Apóstoles se continúa en la historia de la Iglesia, en cada uno de los bautizados de todos los tiempos.
La presencia del Espíritu Santo se hizo visible a través de signos, señales.
Y así, los Hechos de los Apóstoles (2,1-5) mencionan que “estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse”.
Estos signos evocan lo sucedido de un modo semejante cuando se realizó la Alianza del Sinaí, el Pentecostés del Antiguo Testamento.
Señala el Éxodo (19,16-18) que “al amanecer del tercer día, hubo truenos y relámpagos, una densa nube cubrió la montaña y se oyó un fuerte sonido de trompeta. Todo el pueblo que estaba en el campamento se estremeció de temor. Moisés hizo salir al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios”.
Sin embargo el resultado de ambos hechos prodigiosos es muy diferente. En efecto, en el Sinaí todos se llenan de temor ante esta teofanía –manifestación de Dios-, mientras que en el Cenáculo, todos se llenan del Espíritu Santo. Pero en ambos hechos, por medio de los fenómenos estrepitosos que lo preceden, queda en evidencia el poder de lo Alto que viene al encuentro del hombre
Pero además, mientras en el Sinaí se sella la Alianza entre Dios y el pueblo que se constituye en “propiedad exclusiva entre todos los pueblos” (Éxodo 19, 5), con la venida del Espíritu Santo todas las naciones se constituyen en propiedad de Dios.
Los judíos de la diáspora, es decir, los que vivían en distintos países y por lo tanto hablaban diversas lenguas, se encontraban en Jerusalén para celebrar el Pentecostés judío. En ese contexto toman conciencia de otro signo especial, ya que comienzan a entender perfectamente lo que dicen los apóstoles, situación que sorprende ya que eran todos galileos.
¿Cómo es posible que cada uno los escuche hablar en su propia lengua?
¿Qué significado tiene este prodigio? Por contraposición hace presente aquel hecho de la torre de Babel (Gén. 11, 1-9) -que recordamos anoche con ocasión de la vigilia de Pentecostés- en que los hombres llevados por la soberbia levantaron aquella torre para alcanzar a Dios y, que como fruto de ese pecado provocaron la confusión de lenguas.
Este suceso viene a significar que cuando el ser creado quiere ser Dios, pretendiendo despojar a Éste de su grandeza, pierde la capacidad de vivir según su propio ser de un modo unificado, mientras que el acontecimiento salvífico de Pentecostés está expresando que la acción del Espíritu contribuye siempre a la unidad.
Mientras el pecado dispersa los corazones, el Espíritu de Dios une a todos y les hace hablar en un lenguaje común aunque haya diversidad de lenguas.
El Espíritu a través de la pluralidad va expresando la unidad de los corazones y de las mentes que buscan siempre la fidelidad a Cristo y al evangelio.
El Espíritu, por otra parte, -nos dice san Pablo (1 Cor. 12, 3-7.12-13)- reparte sus dones a cada uno de los bautizados, a cada uno confiere un don especial o concede una posibilidad nueva para el servicio de la comunidad.
Cuando en la Iglesia todos unidos nos ocupamos de lo que reclama el Espíritu, lo hacemos para el bien de la comunidad y su edificación.
En cambio, cuando el cristiano piensa en su propio éxito, no ha entendido que los dones recibidos son para el servicio de la comunidad.
Por eso es importante descubrir cuál es la voluntad del Señor, con qué dones nos ha revestido más allá de los siete dones. Reconocer aquellas perfecciones que nos enaltecen como personas y que otorgan la posibilidad de manifestar la multiforme riqueza del Espíritu.
Como no somos todos iguales, podemos manifestar unidos por el vínculo de la caridad, aunque sea limitadamente, la insondable riqueza de Dios.
En este día sintiéndonos miembros de la comunidad parroquial de san Juan Bautista estamos convocados en el marco de la celebración este año de cien años de presencia en esta jurisdicción católica a revalorizar y revivir los dones que el Señor nos ha entregado.
Siguiendo los pasos de quienes nos han precedido a lo largo de esta centenaria historia parroquial somos interpelados a recibir el legado que se nos ha transmitido para continuar con nuevos bríos evangelizadores al servicio del Señor.
Cada uno de nosotros según sus dones, está llamado a laborar en el campo de la catequesis, de la liturgia, de la pastoral familiar, de la caridad, o dentro de los movimientos con sus carismas peculiares.
De esta forma el Espíritu hará frutificar nuestra entrega copiosamente. Hemos de pensar a qué nos llama el Señor para luego responderle generosamente acorde con su bondad infinita.
El Espíritu que condujo durante cien años a esta parroquia quiere seguir haciéndolo transmitiéndonos un nuevo ardor misionero para que no quede lugar sin recibir el anuncio de Jesús. De esta manera poniendo cada uno lo mejor de sí de lo recibido por el Espíritu, contribuyamos a hacer realidad la unidad eclesial a la que somos convocados.
Abramos nuestro corazón para que esto pueda ser realidad y transformados en nuevas creaturas contribuyamos a la edificación de la Iglesia.
Que el misterio de la Pascua que hoy culminamos oficialmente con la venida del Espíritu, pero que actualizaremos cada domingo, signifique para nosotros mismos una renovación total y así entremos de lleno en la vida de resucitados.
Quiera Dios concedernos que no encuentre el Espíritu obstáculos en nuestro corazón sino que por el contrario le digamos generosamente “Ven Espíritu Santo llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el domingo de Pentecostés (Ciclo “C”). 23 de mayo de 2010.
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22 de mayo de 2010

“LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR, ANTICIPA YA LA NUESTRA”


Tanto el texto del evangelio como el libro de los Hechos de los Apóstoles nos describen lo que aconteció antes de la Ascensión del Señor. Sencillamente nos dice que Jesús el Mesías, padeció, murió y resucitó de entre los muertos, que luego se apareció a sus discípulos para confortarlos, afirmarlos en lo que les había enseñado mientras estuvo con ellos, prometiéndoles el don del Espíritu Santo y asegurándoles que estaría con ellos hasta el fin de los tiempos. Dicho todo esto Jesús asciende al Cielo para encontrarse con su Padre.
De una manera simple lo describe Lucas tanto en el libro de los Hechos como en el tercer Evangelio.
En efecto, en el texto del Evangelio se da testimonio que los apóstoles llenos de alegría comunican esta vuelta de Cristo al Padre.
En los Hechos se afirma que se quedaron mirando al cielo en ese momento, y que dos hombres vestidos de blanco les aseguran de Jesús que vendrá de la misma manera que lo han visto partir. De esa manera los interpelan para que dejando de mirar hacia arriba vayan presurosos a predicar.
De esta manera los sustrae de la contemplación –necesaria, por cierto, para la vida cristiana- , recordándoles el encargo recibido de Jesús.
Pero, ¿qué significa la Ascensión del Señor? La carta a los Hebreos es muy clara respecto a esto, afirmando que Jesús entra en el Santuario. No uno construido por manos humanas, como podría ser cada templo, sino el Santuario del Cielo.
El autor sagrado continúa atestiguando que con Cristo ingresa en la eternidad el Sumo y Eterno Sacerdote, el Mediador entre Dios y los hombres, y que a partir de ese momento, Jesús como hombre, posibilita que ya en la vida eterna esté presente la humanidad.
Esto permite descubrir que el cristiano está llamado a caminar por este mundo con la esperanza cierta de que algún día nos encontraremos con Aquél que ya ha anticipado la presencia de nuestra humanidad en la Vida Eterna. De allí que recalque el texto que entraremos a ese Santuario a través de la carne del Señor, de su humanidad.
San Agustín cuando reflexiona sobre este misterio, insistirá en recordar que Cristo, desde el Padre, no se ha separado de nosotros, porque Él sigue siendo la Cabeza de la Iglesia, formada por todos nosotros, los bautizados, y que nosotros no estamos totalmente solos en este peregrinar, sino que a través de la humanidad de Cristo ya estamos presentes en aquello que constituye el futuro prometido a nuestra frágil naturaleza humana.
Esto nos deja entrever, pues, el mensaje de la previsible exaltación de la humanidad.
Nos hace comprender de qué manera Dios aprecia al ser humano ya que no solamente ha querido que su Hijo se hiciera hombre, que tuviera nuestra misma naturaleza, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, sino que también hace realidad el que esa humanidad ya esté enaltecida.
El cristiano mientras camina por este mundo ha de ir alimentando esa esperanza de forma que lo que ya ha comenzado con Cristo, después se concrete en cada uno de nosotros, ya que como afirma la carta a los Hebreos “Dios es fiel”, cumple con su Palabra.
Pero esto también nos permite a nosotros tomar debida cuenta de la dignidad de la persona humana, especialmente teniendo en cuenta la cultura de nuestro tiempo. En efecto, en la sociedad actual comprobamos muchas veces cómo el ser humano, la naturaleza humana, es denigrada.
Basta con advertir la chabacanería reinante, las bajezas más grandes, la corrupción, el orgullo y tantas cosas en las cuales el ser humano se ha metido, que caemos en la cuenta cómo se está negando aquello que es desde la creación, alguien creado a imagen y semejanza de Dios.
Hoy en día el ser humano aparece como un ser abyecto no sólo en su ser sino en sus acciones. Hay como una búsqueda de todo aquello que denigra al hombre, que le hace olvidar lo que es por creación, por disposición divina, hijo de Dios.
La Ascensión del Seño, pues, viene a recordarnos que nada de eso ha de colmar el corazón humano. Que la verdadera “onda” para el cristiano está en aquello que lo enaltece, que le permite ir elevándose cada vez más en su naturaleza humana.
De allí que resulte fundamental y necesario reconocer que estamos llamados a la santidad, esa santidad que consiste en buscar en cada momento de nuestra vida, parecernos lo más posible a Jesús.
Que en nuestras actividades cotidianas busquemos al Señor: en la familia, en el matrimonio, en el estudio, en el trabajo o en la profesión.
En cada actividad de nuestra vida habitual elevarnos a aquello que nos enaltece como hijos del Padre común de todos, de manera que podamos mostrar al mundo cuánta dignidad tiene el hecho de ser hombre.
Y esto es así, porque justamente Dios nos ha creado para entrar al Santuario del Cielo, donde ya se nos ha adelantado el mismo Cristo, asegurándonos que la promesa que nos ha hecho se cumplirá.
Jesús envía a sus discípulos, y con ellos a nosotros, a llevar su mensaje al mundo.
¿Y cuál es ese mensaje? Quiere comunicarnos no sólo la grandeza divina sino también la humana, la cual va creciendo cuando nuestra intimidad con Dios se va haciendo cada vez más profunda.
Y en esta predicación no estamos solos ya que envía el don del Espíritu Santo. El mismo Jesús dice, “esperen en Jerusalén” a aquél que enviaré desde el Padre.
Es el Espíritu Santo quien se presenta para iluminarnos, para esclarecernos acerca de todo lo que Jesús nos ha enseñado y, se manifiesta para darnos la fuerza necesaria para vivir este ideal.
Queridos hermanos: contemplando a Jesús que ha subido al cielo busquemos lo que nos permita ascender a aquello que nos hace verdaderamente grandes como hijos de Dios. Sepamos vivir y mostrar al mundo que estamos llamados a vivir no en la chatura, en la mediocridad, en la medianía, sino que estamos convocados a lo que nos engrandece como hijos del padre.-

Padre Ricardo B. Mazza. Homilía en la fiesta de la Ascensión del Señor el día 16 de mayo de 2010. Textos: (ciclo C) Hechos 1, 1-11: Hebreos 9, 24-28; 10, 19-21; Lc. 24, 46-53.-
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12 de mayo de 2010

El hombre fiel a la Palabra del Señor, morada del Padre y suya.


El apóstol Juan (Apoc. 21, 10-14.22-23) es conducido en una nueva visión a contemplar la Jerusalén Celestial. El libro del Apocalipsis nos hacía hincapié el domingo pasado en la Nueva Jerusalén que comenzaba su existencia en este mundo congregando a todos los bautizados en la Iglesia, y que ésta era la morada de Dios entre los hombres. Hoy la visión de Juan se dirige también a esta Nueva Jerusalén pero ya habiendo llegado a la meta. Esa Iglesia Celestial que reúne a los bautizados que se mantuvieron fieles al Señor, que se funda en los doce apóstoles pero que también prolonga lo que había dado comienzo en el Antiguo Testamento con las doce tribus de Israel. De manera que la visión va mostrando muy sucintamente ese itinerario salvador que Dios ha tenido para con el hombre desde el principio del mundo. Y nos dice el apóstol que esta Nueva Jerusalén está iluminada por la misma gloria de Dios y que su lámpara es el Cordero, es decir, Cristo mismo. De este modo, el Señor está presente encabezando a todos los que han sido congregados junto al Padre, Él es el centro que llena la ciudad. En definitiva el triunfo del Cordero es el origen de la ciudad resplandeciente.
De allí que el mismo Jesús anuncia cómo ha de ser ese camino para llegar a la Ciudad Santa de la eternidad. Se trata de que cada uno de nosotros se constituya en morada de Dios. Lo dice abiertamente en el evangelio de hoy. Al despedirse en la última Cena, antes de su Pasión, muerte y resurrección proclama ante los discípulos (Juan 14,23-29), “el que me ama es fiel a mi palabra”. Expresión ésta que no sólo les dirige a ellos sino a todos los que en el decurso del tiempo escucharían el mensaje del evangelio.
Y dice más todavía: “mi Padre lo amará y los dos iremos a habitar en él”.
¿Por qué el Padre amará a aquél que es fiel a la palabra del Señor? El mismo Jesús responde a este interrogante diciendo que “la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre”, porque Él viene a manifestar al hombre el misterio de Dios, a descubrir la grandeza del misterio de Dios. Se hace presente en nuestra historia para mostrarnos el misterio de Dios en toda su profundidad y omnipotencia. Queda patente la grandeza del hombre cuando el Padre quiere entrar en diálogo con el hombre para conducirnos a través de Jesús, el Cordero resucitado, hacia la ciudad santa.
Jesús sigue diciendo con una gran coherencia por cierto, “el que no me ama no es fiel a mi Palabra”.
Es interesante percibir cómo Él indica de una manera muy simple, pero que marca de entrada en qué consiste la unión con Él, cómo la falta de amor a su persona se manifiesta en el no guardar su palabra.
Si uno dice que ama a Jesús, este amor ha de prolongar la fe.
Cuando el hombre cree en Jesús, ha de pasar del conocimiento de la fe al amor, y este amor se concreta en las obras, en la fidelidad a la palabra, en vivir en cada momento lo que el Señor nos ha enseñado.
El hecho de alguien que no ama a Jesús por falta de fidelidad a su palabra, se vuelve contra el mismo ser humano, y así, el pecado, nos desubica en nuestro interior, nos quita la paz que Jesús deja, diferente a la del mundo.
El mundo, cuando seguimos sus criterios, nos deja cierta paz porque nos asemejamos al común de los mortales y a lo mundano. Pero ésta es ficticia y, no colma el corazón del hombre, siempre en desasosiego.
Mientras que vivir el evangelio que nos desacomoda en relación con lo mundano, ya que remamos contra corriente, nos otorga la verdadera paz.
La paz, decía San Agustín, es la tranquilidad en el orden, o sea, tranquilidad en esa orientación que tiene como meta a Aquél que se nos ha presentado como camino, verdad y vida.
Por eso, en la primera oración de esta misa le pedíamos a Dios que nos permita celebrar con fervor la alegría de la resurrección de Jesús para que llevemos a la vida de todos los días este misterio pascual celebrado.
El mismo Señor promete habitar con el Padre el corazón de aquellos que permanezcan fieles. Más aún, llega a afirmar que el Padre mismo en su nombre nos enviará el Espíritu Santo.
El Espíritu que es el amor comunicado entre el Padre y el Hijo, vendrá pues, a continuar la obra de Jesús. Un espíritu que está dispuesto a guiarnos, a conducirnos, por el camino del Bien.
Percibimos cómo actúa el Espíritu, por ejemplo, en la Iglesia, ya desde los comienzos.
Lo acabamos de escuchar en los Hechos de los Apóstoles (Hechos 15, 1-1.22-29) con ocasión de las discordias que se suscitan en Antioquia porque los judíos convertidos al cristianismo quieren imponer la ley de Moisés a los cristianizados provenientes del paganismo. Pablo y Bernabé discuten e insisten en que no se debe sujetar a los gentiles a las leyes del judaísmo, sino que hay una ley superior, la del Espíritu que ha traído Jesús con su muerte y resurrección.
No es la ley la que salva sino el mismo Cristo Nuestro Señor.
Por eso acuden a Jerusalén a encontrarse con los demás apóstoles, y allí puestos en oración y dejándose guiar por el Espíritu Santo, toman la decisión de no imponer a los provenientes del paganismo más obligaciones que las que el Señor requiere.
De esa manera el Espíritu conduce a la Iglesia desde sus orígenes.
Esto acontecido en el cristianismo de los orígenes es una muestra de cómo el Espíritu quiere trabajar siempre entre nosotros.
En la historia de la Iglesia habrá siempre dificultades y desavenencias, ya que está constituida por hombres. Lo realmente importante e imperativo es el colocarse bajo la guía del Espíritu para que vaya iluminando y mostrando el camino que incluye la voluntad de Dios para nosotros.
El cristiano que quiera ser fiel a la palabra de Jesús ha de vivir en unión con Él, manifestar su amor y tener el corazón abierto para recibir esta guía y fuerza que vienen de lo alto, del Espíritu enviado por el Padre y el Hijo.
Y esto ha de darse en todas las situaciones de nuestra existencia, en cada momento, tanto complicadas como las más simples.
En estos días, en nuestra Patria, se dio media sanción a la ley que intenta diluir y confundir el matrimonio natural. Fue significativo comprobar que los que más vulneraron la fidelidad a la verdad, fueron quienes se dicen católicos, ya que dejaron al descubierto con su acomodaticia y pobre actuación, que esto es un simple barniz.
Es verdad que muchos fueron consecuentes con su fe o con lo que la recta razón les hacía percibir, y a quienes ciertamente Dios premiará por ser fieles a la verdad, pero fueron muchos los que enarbolando una supuesta catolicidad, no dudaron en traicionar su fe y ser infieles al Señor, a quien ciertamente no aman, por rendir culto a las modas ideológicas del presente.
Estamos en una época en la que ni siquiera se tiene en cuenta racionalmente que pueblos paganos pensaran el matrimonio sólo como unión de un varón y una mujer, aunque sin duda existían ya en esos tiempos otras formas de uniones entre personas.
En situaciones como éstas en la que se pretende vulnerar la naturaleza misma que presenta al hombre como varón y mujer, llamados a constituir una familia, pilar de la sociedad, el político cristiano ha de preguntarse seriamente qué quiere el Señor -quien algún día le pedirá cuentas de su obrar-, y no dejarse coaccionar por ideologías fugaces que sólo buscan destruir al mismo ser humano.
Es necesario tener en cuenta de qué manera el Espíritu de Dios está inspirando el obrar concreto en servicio al bien común requiriendo una respuesta concreta en la que tengo que jugarme por la verdad dejando de lado conveniencias personales.
Pidamos al Señor que seamos fieles siempre a Él que nos convoca a vivir en la verdad y a transmitirla al mundo con valentía y sin temores al rechazo que tengamos que soportar.
El bautismo nos ha marcado como propiedad de Dios, consagrados a Él, no renunciemos a dar testimonio de esta elección de hijos que se ha hecho de nosotros, para poder encontrarnos con el Padre en la Patria Celestial.
Que el Señor nos muestre siempre el camino de la verdad y nos otorgue la fuerza necesaria para ser consecuentes con el don recibido.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el sexto domingo de Pascua. Ciclo “C”. 09 de mayo de 2010. http://ricardomazza.blogspot.com; ribamazza@gmail.com; www.nuevoencuentro.com.ar/provida; http://grupouniversitariosanignaciodeloyola.blogspot.com;

8 de mayo de 2010

La Iglesia,” nueva morada de Dios entre los hombres”.


En la última Cena Jesús nos dice que “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en Él”. Con estas palabras hace referencia al hecho de que con la aceptación de su pasión, muerte y resurrección, ha dado la mayor gloria al Padre. Que ha vivido y vivirá hasta las últimas consecuencias la voluntad del Padre. El designio de Dios Salvador que en definitiva es para bien del hombre, se centra en la presencia de Jesús como el siervo sufriente y glorificado. Y así, entonces, aquello que es ignominia y vergüenza para los hombres, la cruz, es motivo de glorificación para Jesús, ya que allí se presenta su grandeza, en lo que ha hecho por nosotros y siguiendo la voluntad de Padre.
Y esta glorificación del Padre y del Hijo, que es el reconocimiento de la dignidad y de la grandeza de ambos a través del misterio pascual, es lo que hemos de buscar también nosotros.
Expresa la primera oración de la liturgia de este día como oración de súplica a Dios, “que Él aplique en nosotros el misterio pascual para renacer a la vida nueva de la gracia y, así dando fruto abundante podamos algún día encontrarnos con el Padre del cielo”.
La Palabra de Dios nos alienta, por lo tanto, a vivir este misterio pascual.
El Apocalipsis en la segunda lectura de hoy señala que Juan en la visión que tiene, observa a la nueva Jerusalén que como una novia ataviada desciende del cielo para encontrarse con su esposo.
¿Quién es esa novia engalanada, esa nueva Jerusalén? Es la iglesia. ¿Quién es ese esposo que la recibe? Cristo mismo.
Y sigue expresando el libro del Apocalipsis que la nueva Jerusalén se identifica como “la morada de Dios entre los hombres” (Ap.21, 3), donde Dios es el Señor y donde cada uno de nosotros forma parte de su pueblo.
¿Cómo no evocar la imagen del arca que alberga a los elegidos que creyendo en la amenaza del diluvio –imagen de las dificultades y anegamientos de la cultura sin Dios de nuestro tiempo- se refugiaron en su seno con espíritu de conversión y con la convicción de sellar otro pacto de fidelidad con el Creador?
Indudablemente también el Apocalipsis está recordando al Antiguo Testamento cuando Yahvé le dijo al pueblo elegido “Yo seré el Dios de ustedes y ustedes mi pueblo si escuchan la palabra y la cumplen”.
Este nuevo pueblo de Dios es la Iglesia, que nace del costado abierto del crucificado y, que enviada por el Espíritu a predicar el evangelio a todo el mundo recibe a quienes creen, y así se cumple la promesa de que “ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos” (Ap.21, 3).
¡Qué hermosas palabras llenas de consuelo oímos del Apocalipsis! Decir que la Iglesia –bajo la imagen de nueva Jerusalén-, es la nueva morada de Dios entre los hombres, es un mensaje que merece ser grabado no sólo en la mente sino en el corazón.
En medio de las críticas y desprecios que recibe la Iglesia, escuchar esta afirmación nos debe dejar plenos de consuelo.
Cristo sabe cómo está constituida su Iglesia, de muchos pecadores por cierto, pero ha querido y sigue queriendo que sea la nueva morada de Dios entre los hombres, porque ha nacido de su cruz y resurrección salvadoras.
Y en esa morada de Dios entre los hombres “el que estaba sentado en el trono dijo: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5).-
En la misma Iglesia, barca de salvación, se realiza el encuentro con Dios en la tierra, en su morada, que nos guía y hace añorar el definitivo.
Pablo y Bernabé están convencidos de esta nueva morada de Dios entre los hombres. Por eso ambos retornan a Antioquia (Hechos 14, 20-26) de donde habían partido, y lo hacen deteniéndose en las distintas comunidades que ya habían visitado o fundado, para exhortarlas y confirmarlas en la fe, diciéndoles que sigan adelante a pesar de las dificultades, y más aún, les dicen que es necesario padecer persecución por causa del evangelio si es que se quiere llegar a la meta esperada y prometida por el resucitado.
Pablo y Bernabé además de decir esto, consuelan a las comunidades en medio de una cultura adversa, propia del mundo pagano, van configurando mejor a las comunidades estableciendo presbíteros para que guíen a los cristianos, encomendándolos al Señor en quien habían creído
Invocan al Espíritu Santo apareciendo esa fuerza que procede de lo alto para animar y sostener a los discípulos y bautizados, para que se mantengan fieles al Señor.
Los apóstoles comunican a la comunidad de Antioquia, de la que habían sido enviados, las alegrías que detectaban en aquellos que habían abrazado la causa del resucitado encontrándose con Él.
La vivencia de esto –decíamos en la primera oración de la misa- permite a cada uno buscar siempre a Cristo, al que habían conocido, y se sienten unidos gracias al mandamiento nuevo recibido del Señor en la última Cena. ¿Por qué es llamado “nuevo” el mandamiento del amor (Juan 13, 31-33)? ¿No existía acaso el amor dentro de la familia, entre los hermanos y amigos? Sí, pero Cristo nos quiere dejar un amor diferente, distinto. No es simplemente el amor humano al que está llamada toda persona por el sólo hecho de serlo, sino que es un amor divino que transforma y al que estamos impelidos por el sacramento del bautismo. De ese modo el amor del Padre se derrama en el corazón de los creyentes por medio de su Hijo.
Este amor “nuevo”, pues, no es al modo humano sino al modo divino.
De allí se explica que Jesús nos diga que no hay amor más grande que dar la vida por los amigos-que es justamente lo que Él manifestó al dar su vida en la Cruz por la humanidad toda-, que es necesario amar a los enemigos, que hemos de perdonar setenta veces siete, es decir siempre, como lo hace con nosotros tantas veces en el sacramento de la Reconciliación.
Es en este contexto que Jesús afirma confiado que quien lo ama cumplirá sus mandamientos, ya que para vivir esto no es suficiente el amor humano, sino que se necesita del amor divino derramado en nuestros corazones.
Nos cuesta cumplir los mandamientos, muchas veces, avanzar en la plenitud de vida evangélica, porque falta ese amor “nuevo” que recibimos en el bautismo, y que es renovado y enriquecido permanentemente por la gracia que nos asemeja a Dios cada vez más.
Este amor nuevo originado en el Espíritu nos permite vivir en la novedad que se nos transmite por el resucitado, y transforma el corazón del creyente orientándolo a una vida nueva. A través de este amor nuevo, el Señor viene a decirnos en el Apocalipsis “vengo a hacer nuevas todas las cosas”.
Con esto, las comunidades mismas se transforman, porque se dejan de lado las mezquindades, los egoísmos, las pequeñeces propias del puro amor humano que es calculador y ventajero, para comenzar a vivir este amor que brota de Dios Nuestro Señor que transforma no sólo el corazón humano sino toda estructura y actividad humanas dándole una perspectiva nueva.
Queridos hermanos llamados cada uno de nosotros por el bautismo a formar parte de esta morada de Dios entre los hombres que es la Iglesia, preparémonos en esta misma morada para ir al encuentro de Dios.
La nueva Jerusalén que si bien comienza aquí, se perfecciona y culmina en la nueva Jerusalén del Cielo donde “el mar ha sido vencido” ese mar que siempre ha significado el maligno y sus fuerzas, donde el Señor secará toda lágrima porque en la intimidad con Dios cesará toda pena, toda angustia, todo lo que aqueja al ser humano.
Vayamos, pues, al encuentro del Señor como miembros de esta morada de Dios entre los hombres, sintámonos renovados e impulsados a llevar al mundo este mensaje que nos trae el resucitado, el “ámense los unos a los otros como yo los he amado”.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el v° domingo de Pascua. Ciclo “C”. 02 de Mayo de 2010.
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1 de mayo de 2010

Jesús, el Buen Pastor, nos conduce a los manantiales de agua viva.


Este cuarto domingo de Pascua es llamado el del Buen Pastor porque aquí, Cristo resucitado se presenta bajo el signo del pastoreo, el que cuida del rebaño, aquel que va delante de las ovejas, -imagen con la que se describe a los cristiano-, para conducirlas a los pastos eternos, que indican el encuentro definitivo con el Padre del Cielo. Vemos cómo la presencia de Cristo bajo la figura del Buen Pastor está presente desde el comienzo mismo de la Iglesia, sobre todo teniendo en cuenta que los inicios de la fe posteriores a la resurrección del Señor estuvieron marcados por la difusión rápida del evangelio donde el cristianismo se iba haciendo cada vez más conocido en los ambientes de ese tiempo, junto con la presencia de la persecución y el rechazo más furibundo. En efecto, mientras algunos miraban con gusto el cristianismo y escuchaban el mensaje que se les transmitía, había quienes abiertamente rechazaban esta palabra de Dios.
Es decir que lo que nos dice el evangelio “mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” se hizo realidad en el inicio de la fe cristiana, siendo el libro de los Hechos de los Apóstoles un reflejo vivo de lo que fue la Iglesia en los primeros tiempos.
Justamente lo que acabamos de proclamar nos presenta a la persona de Pablo, ya convertido, y Bernabé, que se dirigen a llevar el evangelio de Cristo. Esta vez lo hacen rumbeando a Antioquia de Pisidia. Allí transmiten el mensaje del Señor y en un primer momento hay como una respuesta positiva de parte de los judíos y de sus seguidores a quienes se invitaba a permanecer fieles a Dios. Pero el mismo texto nos dice que al sábado siguiente, como si se hubiera meditado más la respuesta a dar, la actitud fue totalmente diferente. Estando en la Sinagoga, al ver la multitud diversa que estaba escuchando con gusto a Pablo y Bernabé, “los judíos se llenaron de envidia y con injurias contradecían las palabras de Pablo”.
Interesante el término que utiliza el texto bíblico: la envidia de los judíos.
La envidia es la tristeza por el bien del otro en cuanto que el envidioso vive ese bien del otro como disminuyéndolo a él. Esta es una definición clásica que abarca diversos bienes de la persona que vislumbro como empequeñeciéndome. Esto llevado a lo que señala el evangelio implica una envidia especial que en la enseñanza teológica se denomina la acedia o acidia que consiste en la tristeza por el bien divino ya en sí mismo o ya presente en alguna persona. O sea no es tristeza por cualquier bien del otro, sino que la tristeza está originada en el bien divino que va creciendo en la vida del otro.
Se percibe el crecimiento espiritual del otro en la vida de fe y, esto provoca tristeza en el corazón del envidioso ya que no se enmarca en esa situación privilegiada ya sea porque no está en condiciones interiores para crecer, o directamente rechaza la posibilidad de avanzar en la vida espiritual al no aceptar la Palabra que se le revela para su bien personal. Por eso la actitud de los judíos fue el rechazo de Pablo y Bernabé.
Por eso Pablo dirá con toda claridad que ya que rechazan la Palabra de Dios, se dirigen a los gentiles, es decir, a aquellos que no provienen del judaísmo, produciendo en medio de ellos una gran alegría, porque son aceptados por Dios.
No podía ser de otra manera, habida cuenta que Jesús, como Buen Pastor, viene al encuentro de toda la humanidad, no solamente del judaísmo, y se manifiesta salvando a los que escuchan su Palabra, y que por ello van entrando a esa vida nueva que ofrece el mismo Cristo nuestro Señor.
El texto dice que la Palabra sigue difundiéndose aunque no cesen las persecuciones por parte de los incrédulos, o como en este caso de los judíos que no aceptan la nueva fe, el nacimiento de esta nueva religión que viene a socavar los cultos antiguos.
El mismo Jesús asegura su presencia a aquellos que escuchan gustosamente la Palabra y que están dispuestos a cambiar.
El libro del Apocalipsis nos presenta una vez más la visión de Juan. Aquí el apóstol vuelve a encontrarse con la muchedumbre, imposible de contar, que están ante el Cordero sacrificado que es Cristo y que se presenta para reemplazar al cordero sacrificado del antiguo testamento celebratorio de la pascua.
Delante del Cordero, esta multitud rinde culto de adoración. A la cabeza se encuentran quienes llevan palmas en sus manos, que son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestiduras con la sangre del Cordero, aludiendo así a la prueba del martirio.
La gran tribulación no es solamente la que termina con la muerte de los primeros cristianos, sino que hace referencia también a todo aquél esfuerzo que realiza el creyente para ir transformándose más y más en su amistad con Cristo, y que debe sufrir permanentemente los ataques o los rechazos de una sociedad incrédula.
Por lo tanto el proceder de la gran tribulación no sólo hace referencia a quienes la padecieron en ese tiempo, sino también aquellos que en el transcurso de la historia de la Iglesia han padecido o padecerán por causa de la predicación del Evangelio.
De hecho, cualquiera de nosotros, en la medida que trata cada día de vivir a fondo su fe, recibirá siempre un rechazo durísimo, no solamente de la familia, o amistades, o en el entorno del trabajo, sino de parte de todos los que no piensan ni viven como nosotros, y cuyos criterios referidos a los grandes temas de la fe o de la moral cristiana son disímiles con las enseñanzas del evangelio. Esto, al final, produce un estar soportando continuamente el rechazo, la burla o la indiferencia por causa de Cristo nuestro Señor resucitado.
Ante esta situación, el mismo Jesús asegura siempre su presencia de Buen Pastor, que está siempre con nosotros, que nos va guiando y dando fuerzas para seguir adelante este combate espiritual en orden a hablar de Cristo, a predicar el evangelio, y vivirlo a fondo en cada momento de nuestra vida. Por eso el libro del Apocalipsis dirá que el Cordero será el Pastor de los que han sufrido la gran persecución “y los conducirá a los manantiales de agua viva” y Dios- dice- “secará toda lágrima de sus ojos”.
Es decir que todo lo que haya sido causa de dolor o sufrimiento en este mundo, culminará con el encuentro definitivo del Padre del cielo.
La figura, pues, del Buen Pastor, está muy presente en la vida de la Iglesia desde los comienzos, asegurando el mismo Jesús que Él nos da la vida eterna.
El ser humano está deseoso siempre de la vida eterna, aún sin saberlo, de allí que busque siempre la felicidad y le duela el no conseguirla aquí, aunque siga buscándola, porque en el fondo intuye que existe más allá de nuestra temporalidad.
Por último es oportuno recordar también, que en este día, la iglesia celebra también la jornada de oración por las vocaciones sacerdotales y religiosas. En el marco del año sacerdotal hemos de elevar nuestras oraciones pidiendo por esta intención, para que quienes hemos sido elegidos para pastorear al rebaño que se nos ha confiado, llevemos al mundo la figura del Buen Pastor a través de nuestras personas.
Se hace cada vez más necesario que nuestra palabra sea la Cristo, que el testimonio manifestado siempre, sea el de mostrar la figura del Pastor eterno, transformados cada vez más en Él.
Quiera el mismo Señor bendecirnos abundantemente para que nos dejemos conducir siempre por Él a los pastos de la eternidad.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista” de la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, en la Argentina. Homilía en el IV domingo de Pascua, ciclo “C”. 25 de Abril de 2010.- Textos: Hechos 13,14.43-52; Apoc. 7,9.14-17; Jn. 10,27-30.-
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