28 de enero de 2010

Convocados y enviados por la Palabra viva de Dios


Nuevamente nos congregamos en la Casa de Dios para escuchar su Palabra y recibirlo hecho carne en la Eucaristía. Los textos bíblicos que hemos proclamado nos llevan a una profundización mayor de los misterios divinos. La enseñanza de este domingo pone de relieve el poder convocante de Dios, quien manifiesta su voluntad y configura un pueblo de creyentes a través de su Palabra, conocida por medio de los profetas y personificada en la plenitud de los tiempos por medio de su Hijo.
En la primera lectura el libro de Nehemías (8, 2-6.8-10) nos presenta al pueblo elegido –la tribu de Judá- que ha sido liberado del exilio en Babilonia por un edicto del rey Ciro, regresando a lo que anteriormente era su tierra, ahora bajo la dominación persa. Con entusiasmo emprenden la restauración del templo y las murallas de Jerusalén, y así disponen de un ámbito adecuado para dar comienzo con lo que sería el pueblo judío, desaparecido ya el reino del Norte con las deportaciones asirias.
Pero también debe ser restaurada la comunidad de los creyentes, ya que el pueblo con motivo del exilio estaba disperso, dispersión que ya había comenzado con el pecado y la infidelidad al Dios de la Alianza.
El texto bíblico nos muestra un momento muy particular para el pueblo, convocado a celebrar el día del Señor, a partir de la lectura y meditación de su Palabra, reunido en la plaza principal –hombres, mujeres y todos los que podían entender-, desde el amanecer al mediodía.
El sacerdote Esdras y los levitas se encargan de proclamar e interpretar la voluntad de Dios.
Esto provoca entre los presentes una seguidilla de reacciones, el pueblo congregado se siente conmovido y llora al recordar el pecado que resalta más al ser comparado con la fidelidad del Dios de la Alianza.
La Palabra les permite confrontar con ella su propia vida personal y como pueblo y, descubrir en qué aspectos no han estado a la altura de lo que se esperaba de ellos, postrándose en tierra no sólo para expresar su pequeñez sino también para mostrar su disposición de adorar al único Dios.
Esta comunidad se va transformando por la acción de la Palabra de Dios, que moviendo los corazones aleja la dispersión interpelándolos para regresar al espíritu de la Alianza.
Esto señala qué importante es para la vida de fe la Palabra de Dios.
Esta experiencia del pasado ciertamente nos ayuda a descubrir si nosotros también nos sentimos conmovidos por lo que nos da a conocer el Señor, si su Palabra nos convoca, alimenta, y a la vez nos proyecta por medio de la conversión, a una comunión más plena con Él.
La liturgia misma de la misa comienza con la escucha de la Palabra que el pueblo de bautizados congregado recibe, plasmando la comunidad de creyentes alejándolos de la dispersión.
En efecto, cuando venimos al templo a celebrar los misterios santos -con frecuencia agobiados por los problemas y preocupaciones-, no siempre estamos dispuestos a escuchar a Aquél que es la Verdad para nuestra vida.
La Palabra, en cambio, por el poder que le es propio por su origen divino, va originando ese remanso interior de paz y unificación comunitaria a la que estamos llamados y que todos necesitamos.
Por eso es tan importante participar de la Eucaristía desde el principio, porque la Palabra es parte integrante y necesaria del misterio que celebramos, con esa función pedagógica de convocarnos e interpelarnos para constituir la comunidad de los elegidos que reconoce y quiere una sincera conversión prolongada en una nueva vida.
Si la Palabra es dejada de lado, y participamos sólo de la Eucaristía desde el ofertorio –por ejemplo-, no es de admirar que el espíritu de cada bautizado permanezca tan disperso como ha llegado al lugar sagrado.
Es probable que el poco aprecio por la Palabra de Dios –desoyéndola-, que con frecuencia manifiesta el “creyente” en nuestros días, esté originado en el hecho de sentirse tan agobiado por las palabras huecas de cada jornada y las más de las veces mentirosas, que culmina colocándola al mismo nivel de la del hombre.
O también tan embelesado por las voces del mundo, que por su frivolidad son muchas veces más atractivas, despreciamos la Palabra de Dios por considerarla aburrida o desactualizada para nuestro existir cotidiano.
Por eso la necesidad, como en la antigüedad, de alimentarnos con la Palabra de Dios, actualizando en cada domingo los dichos de Esdras, Nehemías y los levitas: “es un día consagrado a nuestro Dios. No estemos tristes, pues el gozo en el Señor es nuestra fortaleza”.
Realizado, pues, cada domingo, el reencuentro con el Dios de la Alianza, podemos ir a nuestras casas a comer y beber un buen vino, compartiendo con el que no tiene, porque es un día consagrado al Señor.
Este día consagrado al Señor ha de provocar en nosotros una profunda alegría ya que nos permite encontrarnos con Él y los hermanos en la fe.
Hablando del encuentro con Jesús Palabra viva del Padre, en el evangelio de hoy (Lucas 1,1-4; 4,14-21) se nos muestra al Señor participando en la sinagoga de Nazaret de la proclamación del mensaje revelado.
Al leer un texto del profeta Isaías afirma que su anuncio “se ha cumplido hoy” en Él.
¿Y qué dice el texto de Isaías? Afirma que ha recibido la consagración del Espíritu Santo -retomando lo que había sucedido el día de su bautismo en el Jordán-.
Que ha sido consagrado y enviado para dar la vista a los ciegos, especialmente devolver la ceguera del espíritu; a dar la libertad a los oprimidos quitando especialmente la opresión del pecado; a anunciar la liberación a los cautivos porque de Jesús se origina la verdadera libertad para el hombre; y a dar la buena noticia a los pobres.
Se trata del mensaje de Jesús que solamente es recibido por los pobres. ¿Quiénes son los pobres? No se trata de hacer una oposición de clases como alguna ideología lo ha propuesto, sino de destacar quiénes son los que están abiertos a recibir a Jesús.
De hecho la Iglesia a través de la doctrina Social insistirá en la necesidad de que en las naciones se busque el bien común, se elimine la miseria, afirmando que toda persona tiene derecho a vivir como tal usando de los bienes universales que Dios nos entregó desde la creación.
Pero también el llevar la buena noticia a los pobres está implicando el corazón de aquél que está dispuesto a escuchar al Señor.
El rico que ha puesto su confianza en el dinero, en el poder, en la fama, tiene su corazón bloqueado e ignora la Palabra, oyendo sólo aquello que agrada a sus oídos.
No hay una actitud de confrontar su vida con la voluntad de Dios con el objeto de transformar el corazón buscando caminos diferentes.
La Buena Nueva encuentra eco sólo en aquellos que son pobres de espíritu, los que el Antiguo Testamento llama los “anawim”, los pobres de Yahvé, aquellos que ha puesto su confianza en el Creador, que saben que sólo Él puede responder a los grandes interrogantes de la vida y por eso están orientados a servirle de veras.
Justamente este pueblo reunido ante Esdras escuchando la Palabra de Dios se presenta con las características de los pobres de Yahvé que abren sus oídos y corazón ante su Dios, saben que dependen de Él y en Él han puesto su confianza, su fuerza, su voluntad de ser cada día mejores.
Esta apertura ante Dios propia de los pobres de Yahvé, los anawim, hace que cada uno vaya conociendo cuál es el don que ha recibido, y sin envanecerse va pensando cómo los pone al servicio de su Creador y de su prójimo, tal como refiere San Pablo escribiendo a los Corintios (I Cor.12, 12-30), cuando compara al cuerpo de la Iglesia con el cuerpo humano.
Así como el cuerpo humano tiene muchos miembros y todos son necesarios para que éste funcione correctamente, lo mismo sucede en el cuerpo de la Iglesia.
Muchos miembros cumpliendo su misión propia colaboran para la perfección del cuerpo siendo imposible prescindir de alguno de ellos si se quiere y busca la perfección en el ser y obrar del todo.
Por el bautismo recibimos un don, una gracia especial, que hace que nuestra presencia y actividad sea fundamental.
A veces caemos en el pesimismo de pensar que somos tan poca cosa que en nada podemos contribuir para la edificación de la Iglesia.
Este sentimiento nos exige no abandonar nuestro compromiso, sino reflexionar y descubrir qué nos ha dado el Señor y en qué medida puedo aportar algo de mí para la Gloria de Dios y el bien de la comunidad.
Esto supone la apertura total ante Dios: “Señor, aquí te doy mi nada”. “Todo es don y gracia tuya. Con tu luz y tu fuerza esa nada será elevada en la realización de tu voluntad, en lo que Tú has preparado para mí desde toda la eternidad”. “Que pueda llevarte a Ti a este mundo que tanto necesita de tu presencia”.
Pidamos al Señor que nos dé la docilidad para escuchar siempre su Palabra, para dejarnos instaurar en comunidad de creyentes, abriendo siempre nuestro corazón a Él y sus dones, para que reconociendo lo que nos ha dado sepamos brindarlo para la edificación del Cuerpo de la Iglesia.


Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz. Homilía en el III domingo “per annum” ciclo C. 24 de Enero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-

19 de enero de 2010

“Hagan lo que Él les diga”.

El domingo pasado con la fiesta del Bautismo del Señor concluimos el tiempo de Navidad. Escuchamos la voz del Padre que afirmaba de Jesús que era su Hijo muy amado. De este modo, de la manifestación de su divinidad ante los pastores y los magos de Oriente, pasábamos al testimonio del propio Padre respecto a su Hijo, que ungido por el Espíritu daba comienzo a su misión entre los hombres.
En este domingo, aunque ya en otro tiempo litúrgico, advertimos continuidad temática con lo reflexionado en Navidad, considerando la realidad matrimonial a través de las Bodas de Caná (Juan 2,1-12).
En efecto, en la figura del matrimonio se “significa” la manifestación del Hijo de Dios, que al asumir la naturaleza humana en el seno virginal de María, prolonga el desposorio entre Dios y la humanidad.
De allí, que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el matrimonio evoca la unión entre Dios y su pueblo, entre Cristo y la Iglesia, entre Cristo y cada alma.
El profeta Isaías (62, 1-5) nos dice que Dios prepara a su pueblo –bajo la figura de Jerusalén, la ciudad santa- , la cual ya no se llamará abandonada, sino que preferida a pesar de sus pecados, llegará con su Señor a la intimidad más profunda simbolizada en la figura del matrimonio.
Los profetas denunciaron con firmeza las infidelidades del pueblo elegido, a tal punto que cuando éste se olvidaba del verdadero Dios adorando otros dioses y rompiendo la alianza del Sinaí, era llamado pueblo de prostitución, adúltero e idólatra.
Con estos términos, pues, se señalaban el alejamiento de Israel de su verdadero origen y meta, el Dios esposo, y su búsqueda de otros amantes.
También en el orden espiritual, en la relación esponsalicia entre Dios y cada persona, el pecado constituye un adulterio espiritual, ya que el alma se prostituye, vendiéndose al espíritu del mal antes que permanecer en la fidelidad al Dios Salvador, eligiendo atajos que descaminan de la verdadera senda de la santidad.
Jesús como Dios hecho hombre, viene a revelarnos que su presencia es necesaria para ir sanando a la persona y a las instituciones referidas a lo humano, entre ellas el matrimonio, porque como el agua, necesita el sabor de la gracia, nueva realidad por la que el Señor nos eleva y enaltece.
El descubrir al Señor en las Bodas de Caná, anuncia su voluntad de hacerse presente en toda unión matrimonial elevándola por la gracia, ya que dicha alianza será siempre el “signo” visible temporal del pacto esponsalicio entre Dios y su pueblo, y por extensión con la humanidad toda.
Dentro del contexto que describe Juan está presente María Santísima.
Su presencia también va más allá de las Bodas concretas a las que fue invitada, ya que anticipa su mediación en toda la historia de la salvación.
El texto está cargado de significación porque la falta de vino implica una situación desesperada sin solución humana visible, ante la que la presencia de Jesús asegura su remedio.
Así, un hecho concreto se universaliza, dejando como enseñanza que no existe situación humana alguna que no pueda encontrar solución en el Señor cuando se han agotado todas las instancias humanas.
Ante esta perspectiva se descubre que al matrimonio mismo de Caná le faltaba el vino, el vino de la gracia, pero con posibilidades de ser transformado por la presencia del Señor.
En realidad, el amor de los esposos es siempre como el agua, si se queda en lo puramente humano, faltándole el vino de la gracia que sólo Cristo otorga, posibilitando que sea “signo” del amor entre Dios y el hombre.
Por lo tanto la presencia del Señor va más allá de un acontecimiento social, ya que Él con su “estar ahí” quiere significar una realidad más profunda.
En efecto, la carencia de vino indica la necesidad de “alguien” para que se perfeccione “el algo” de toda actividad humana, ya que el hombre mismo es imperfecto, necesitado siempre de la grandeza divina que lo complete.
Ante la advertencia de María “no tienen vino”, Jesús dirá “Mujer, que tenemos que ver nosotros”. Llama a su madre “mujer”, no María o madre.
El término “mujer” nos traslada a la presencia de la primera, Eva, por quien entró el pecado en el mundo.
María es la “nueva Eva” que pisa la cabeza de la serpiente tentadora por medio de su Hijo a través de quien entra la salvación por la Cruz.
La Nueva Eva, María, le está pidiendo al Nuevo Adán, Jesús, que entregue a todo matrimonio entre un varón y una mujer, el vino nuevo de la gracia, perfeccionando así esta institución natural y profundamente humana, ineludible para fundar la sociedad entre los hombres y crear el ámbito propicio para formar a las personas llamadas a la comunión con Dios.
Jesús dirá “no ha llegado mi hora”. ¿A qué se refiere? Su “hora” se concretará en el tiempo oportuno con su pasión, muerte y resurrección.
En esa su “hora” aparecerá plenamente la figura salvadora del Nuevo Adán, ya que en el árbol de la cruz, por su obediencia, restaurará lo que el Viejo Adán había perdido en el árbol del paraíso por su desobediencia.
Con su “hora”, no sólo llega Él al cumplimiento de la voluntad del Padre, sino que se hace realidad la re-creación del hombre por la sangre –el vino nuevo- derramada en la Cruz para la salvación del mundo.
Aunque no haya llegado la “hora” de Jesús, al expresar María con amor de Madre que “no tienen vino”, recuerda que así como Eva en el paraíso tuvo en sus manos la decisión para el pecado, Ella como nueva Eva, toma la iniciativa para dar comienzo a la salvación.
Con su actitud, María adelanta la “hora” de Jesús, su desposorio con la humanidad, -que se realiza plenamente en la Cruz-, como la vieja Eva apresuró la ruina por el pecado persuadiendo al viejo Adán.
El signo –como llama Juan a los milagros- de la conversión del agua en vino se realiza en medio de las Bodas, es decir, en medio del signo esponsalicio entre Dios y la humanidad, que el matrimonio humano debe significar y prolongar en el tiempo.
María intuyendo su papel de Nueva Eva continúa diciendo: “hagan lo que Él les diga”, adelantándose a la voz del Padre que en la transfiguración del Señor reclamará que escuchemos a su Hijo, el Elegido (cf. Lc. 9,35).
La auténtica escucha de Jesús se continúa y perfecciona en el realizar lo que Él nos enseña a través de su palabra y de sus obras.
En efecto, no es suficiente escuchar, sino “oír” con espíritu de obediencia al Señor, como Él lo hace cuando habla el Padre, llevando a cabo lo que nos manifiesta, encarnando la verdad revelada.
Y más aún, no sólo llevar a cabo su palabra, sino que hemos de dar lugar en nosotros a Aquél que es la Palabra del Padre, de tal modo que se haga realidad lo enseñado por san Pablo a los filipenses cuando indica la necesidad de tener los mismos sentimientos de Jesús, es decir, pensar, hablar, obrar y amar como el Señor.
Y Jesús transforma el agua en vino queriendo significar no sólo la renovación del matrimonio como institución natural y esencial en la vida del hombre, sino que quiere renovar el corazón del hombre y todo lo que se refiere a él con la plenitud de la gracia sanante y santificante.
Esta conversión apunta también al misterio de la Eucaristía, en la que también se consuma el desposorio divino-humano, al hacerse presente el mismo Señor bajo los accidentes de pan y vino.
Advertimos así que Jesús se hace presente en la historia humana desposándose con ella, no sólo en la Encarnación, sino también cuando el pan y el vino se convierten en su Cuerpo y Sangre salvadoras.
La vida del hombre también como el agua se convierte en el vino sabroso de la gracia que da sentido profundo a toda nuestra existencia.
En la actualidad muchas veces la subsistencia misma del hombre se presenta como insulsa, luchando siempre por conseguir cosas.
El mundo y con él la sociedad de consumo, sigue ofreciendo espejismos de felicidad que no alcanzan a plenificar a quien es llamado a la trascendencia.
Se insiste en el disfrute, en el goce a todo trance, sin que el corazón humano alcance la felicidad para la cual fue creado.
Y esto porque se recorre la vida sin saber para qué, y sin descubrir su verdadero sentido, a pesar que el Señor pasa a nuestro lado y se ofrece para cambiar nuestra agua en el vino de la gracia, de su presencia salvadora.
La vida humana sería diferente si escuchando siempre al Señor trocáramos cada día realizando sus enseñanzas.
Cristo es el vino nuevo que viene a dar un sabor distinto a nuestro ser contingente elevándolo con múltiples dones y riquezas espirituales.
Precisamente San Pablo (I Cor. 12, 4-11) nos afirma que en la Iglesia hay diversidad de dones, de servicios y de funciones, pero hay un único Espíritu, un único Señor, y un mismo Dios que obra todo en todos.
O sea, que Dios es siempre el mismo aunque sus dones se derramen de diversa forma en el corazón de todos.
De allí la necesidad de descubrir cada uno lo que Dios le ha entregado para hacerlo fructificar constantemente para la edificación de la Iglesia.
Y la Iglesia enriquecida con la entrega de cada uno a través de los dones recibidos, dará testimonio de la multiforme gracia de Dios.
Nosotros somos agua por nacimiento, pero al ofrecernos dócilmente al Señor para que nos transforme, recibimos de Él el vino nuevo de sus gracias y dones.
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Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el II° domingo “per annum” Ciclo “C”. 17 de Enero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-
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16 de enero de 2010

Por el Bautismo del Señor, bautizados “en el Espíritu Santo”


Celebramos hoy la fiesta del Bautismo del Señor, culminando así el ciclo de Navidad.
Juan Bautista (Lc. 3,15-16.21-22), por medio del bautismo de agua, invitaba al pueblo judío a convertirse de corazón arrepintiéndose de sus pecados, y así poder recibir al Mesías, al enviado del Padre, al Salvador del mundo, a Jesús.
La liturgia bautismal que rige en nuestros días, actualiza a través de los “signos sensibles” este llamado a la conversión, cuando iluminados por la proclamación de la Palabra, fortalecidos por el óleo santo para enfrentar al demonio, renunciamos a todo lo que provenga del mismo, y profesamos la fe en el Dios trinitario.
Cristo, que anuncia y celebra un nuevo bautismo, va más allá del perdón de los pecados, recreando el corazón humano al devolverle su primitiva condición de “imagen y semejanza de Dios”, y llevándolo a la plenitud con la infusión de la gracia divina, por medio de la ablución del agua.
En efecto, con lo acontecido en su propio bautismo, Jesús anticipa lo que sucederá en el corazón de cada uno de nosotros, -al instituir el sacramento-, ya que seremos bautizados en el Espíritu y el Fuego dando inicio a los dones salvíficos que se comunicarán a todos los hombres que sean incorporados a Él.
Cristo, pues, al dejarse bautizar por Juan, se encuentra con el ser humano, purifica las aguas y quiere formar con todos los bautizados una nueva comunidad, un nuevo Pueblo.
Se deja bautizar no porque lo necesitara en cuanto Dios, sino para mostrarnos que ese sacramento es imperioso a todos.
Su bautismo señala, por lo tanto, que la humanidad pecadora precisa de ese lavado de agua y Espíritu para que nos convirtamos en hijos adoptivos de Dios, es decir como Él, “predilectos del Padre”.
O sea que así como Él tomó de la humanidad el cuerpo material necesitado de bautismo, quiere que participemos de su divinidad por la adopción divina que nos otorga el sacramento de la regeneración.
En la liturgia bautismal que celebra la Iglesia se realiza esta transformación interior, y se nos compromete a una vida nueva con la vestidura blanca que se nos impone.
Cristo nos bautiza con el Espíritu Santo quedando así destinados a una misión particular en este mundo, la de anunciar nuestra propia pertenencia al Dios trinitario, significada en el sacramento por medio de la unción del crisma. En efecto, desde el día de nuestro bautismo, inhabita en cada uno de los bautizados el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Desde el día de nuestro bautismo, además, formamos parte de la Iglesia Católica, siendo Jesús la Cabeza y nosotros integrantes del Cuerpo.
Como tales, debemos llevar a todos los hombres el mensaje de que Dios Padre nos quiere salvar -sin hacer acepción alguna de personas-, del pecado y de la muerte, abriéndonos las puertas del Reino de los Cielos.
El mundo ha de conocer por el anuncio –como precisa el profeta Isaías (Is. 40,1-5.9-11)-, que la historia humana amasada con injusticias y violencias va a encontrar en Cristo el único capaz de rehacerla, ya que “como un pastor, él apacienta su rebaño, lo reúne con su brazo; lleva sobre su pecho a los corderos y guía con cuidado a las que han dado a luz”.
El es el anunciado que promoverá el bien y la justicia, y así “se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor”.
Cristo al dejarse bautizar quiere mostrarnos que desde ese día comienza su vida como enviado del Padre.
Nosotros también somos enviados por el Padre a ser como Jesús luz del mundo, significada esta luminosidad que proviene de nuestro “nuevo” ser, con la entrega del cirio encendido que toma su fuego del cirio pascual que actualiza la “buena nueva” de la muerte y resurrección del Señor.
Incansable, Jesús, cura enfermos, aleja al demonio de los posesos, instruye a los ignorantes, enseña a los pobres, a aquellos que tienen puesta su confianza total en Dios, comunica a todos los hombres de buena voluntad el mensaje de salvación.
Nosotros, bautizados por el Espíritu, somos interpelados a seguir los pasos de Jesús. Por eso, hoy tenemos la oportunidad de compartir y prolongar en el mundo la vida y obra de Él.
Por eso cabe preguntarse con sencillez, ¿Cómo vivimos el bautismo recibido? El Espíritu Santo nos impulsa a hacer el bien a todos, a darles a los demás lo que conocemos de Dios. ¿Lo hacemos realmente? ¿Qué guía nuestra vida?, ¿el materialismo con sus esclavitudes o la persona iluminadora de Jesús? Como bautizados, ¿tenemos nuestra esperanza puesta en Dios o en lo material?
Como bautizados dejamos mucho que desear, nos cuesta renunciar al pecado, nos cuesta creer firmemente en Dios y en su iglesia, no nos animamos a ser luz para los demás con una vida intachable.
Comparemos nuestra vida con la de Jesús. Enseguida nos daremos cuenta cuáles son nuestras falencias, en qué debemos cambiar.
El Apóstol Pablo (Tito 2,11-14; 3,4-7) en la segunda lectura, nos recuerda que hemos recibido la gracia de Dios, fuente de salvación, que nos enseña e interpela a vivir una vida santa en espera de la glorificación final.
Y sigue puntualizando que Jesús nos salvó “haciéndonos renacer por el bautismo y renovándonos por el Espíritu Santo”, siendo constituidos por este nuevo ser nacido de la gratuidad divina, herederos de la vida eterna.
Llamados a compartir la misma vida del Señor, mientras caminamos en el tiempo, su ejemplo nos alentará a no quedarnos a mitad de camino, y el Padre de los cielos nos dirá: Tú eres mi hijo, el amado, el predilecto.
¿Todo esto será posible? La respuesta debemos darla nosotros, si es que nos animamos a vivir en serio el bautismo que recibimos cuando niños, si es que queremos que crezca la semilla de vida divina que fue alentada en nosotros por el agua y el Espíritu.
El Padre nos indica que escuchemos a Jesús, ya que es su enviado. Escuchar al Señor constituye hoy una tarea muchas veces ímproba, ya que demasiado inmersos en un mundo tan discordante con Jesús, nos sentimos fácilmente tentados a dejarnos llevar por sus sugerencias, por voces y palabras que halagan nuestros sentidos, y nos atrapan con falsos espejismos de felicidad.
Pero la gracia de Dios es más fuerte, y con ella podemos existir y vivir como hijos amados del Padre de las misericordias.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. 10 de Enero de 2010. Fiesta del Bautismo del Señor, ciclo “C”. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-
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9 de enero de 2010

LA “EPIFANÍA” DEL SEÑOR A LOS PAGANOS


“Tanto en la Iglesia de Oriente como en la de Occidente, el símbolo de esta fiesta es la luz. Se nos invita a seguir a Cristo, la estrella radiante de la mañana que nos guía en la vida. Esta celebración nos incita a contemplar en Jesucristo la gloria de Dios, a profundizar en la fe y a postrarnos en actitud de adoración ante el Dios que nos salva” (Misal I, pág.162. Ed.BAC). La fiesta de este día se llama Epifanía del Señor que significa manifestación, revelación.
Esta manifestación de Cristo al mundo encierra varios aspectos. “Por eso la Iglesia, celebra en el tiempo de Navidad, dos clases de sucesos que manifiestan progresivamente en Jesús al Hijo de Dios hecho hombre”. Unos exaltan su nacimiento e infancia como la llegada de los magos, otros “señalan los comienzos de su vida pública como el bautismo del Señor en el Jordán” (Misal del Vaticano II, pág. 37).
Si en la narración de la adoración de los pastores, San Lucas enaltece la primera revelación de Jesús a sencillos hombres del pueblo elegido, San Mateo recalca hoy la primera manifestación de su divinidad a quienes no pertenecen al judaísmo.
Si Cristo es la Luz que viene a los suyos, es también la que ilumina al mundo, es la estrella que guía a quienes lo buscan con sincero corazón, no importa su raza, lengua o Nación.
Sobre este llamado universal a todos los hombres se refieren claramente los textos bíblicos de este día.
El profeta Isaías (60, 1-6) anuncia que la gloria de Dios brilla en el pueblo elegido, y que mientras el mundo se encuentra sumergido en las tinieblas, surge de ese pueblo aquella luz que atraerá a todos los pueblos de la tierra. Proféticamente anuncia la venida de Cristo Luz del mundo quien con su iluminación atrae a la fe a los pueblos paganos.
San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso (3,2-6) hablándoles de este misterio del llamamiento universal. Afirma que se trata de una revelación hecha a él, oculta a los hombres en otros tiempos, pero ya manifestada, quizás sin saberlo, por el profeta Isaías, como decíamos anteriormente.
En el designio misericordioso de Dios está presente la salvación de todos los hombres. Es cierto que Dios eligió a “su” pueblo, a quien hizo depositario de sus promesas, pero también es verdad que toda la humanidad está convocada a participar de los bienes traídos por Jesús.
Todos los hombres, pues, somos herederos de las promesas divinas y llamados a formar un solo cuerpo con Cristo para vivir orientados a Dios.
Estas afirmaciones del Apóstol de los gentiles se ven confirmadas en el relato de la adoración de los Magos, que nos trae San Mateo (2,1-12).
El domingo pasado nos transmitía San Juan que la Palabra, es decir, el Hijo de Dios, era la luz verdadera que alumbra a todo hombre.
Pues bien, Cristo desde el pesebre irradia su divinidad, y unos magos venidos de Oriente, encandilados por su Luz se acercan a Él para adorarlo y así testimoniar su certeza de que lo hacían ante el Dios anunciado.
En estos hombres de Oriente, Cristo llama a todos los hombres del mundo para iluminarlos con la luz de la fe.
Los judíos habían considerado siempre a sus descendientes como los depositarios de las promesas divinas de salvación. Jesús, y con él San Pablo, demuestran que la importante es ser descendiente de Abrahán por la fe, no tanto por la sangre.
Cristo se manifiesta a su pueblo por medio de los sencillos pastores que lo adoraron, pero se revela a todos los pueblos de la tierra atrayendo hacía Si a los magos venidos del paganismo, pero dispuestos a creer.
Los misterios de Cristo no son sólo acontecimientos que sucedieron en el tiempo, sino que cada año se actualizan en la profundización de los mismos con una visión de fe que procura obtener nuevas enseñanzas para la vida de todos.
Hoy también, Cristo es rechazado muchas veces por los cristianos, como lo fue por el pueblo elegido, ya “que vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn. 1), ya que viven en las tinieblas.
Pero también es verdad, que hoy como en otro tiempo frente a los magos, Cristo llama, atrae y bendice a quienes sin conocerlo están dispuestos a seguir su mensaje Salvador.
Hoy también, mientras los que recibieron la fe se alejan de Cristo, cautiva a otros muchos que no lo conocieron, pero que se sienten atraídos por la “luminosidad del sentido de la vida” que brota de su ser, de su existencia y de su predicación entre nosotros.
El gran papa San León Magno decía en el pasado al predicar sobre esta fiesta, que la sencillez de los magos “es para nosotros un ejemplo que nos exhorta a todos a que sigamos, según nuestra capacidad, las invitaciones de la gracia, que nos lleva a Cristo”.
Es decir, nosotros mismos debemos sentirnos hoy como los magos de Oriente, atraídos por la persona de Cristo.
Es necesario que nos arrodillemos ante este misterio tan grande de su venida, y que ofrezcamos el homenaje de nuestra vida, de nuestro corazón y el afán por ser mejores, como en otro tiempo ellos ofrecieron oro, incienso y mirra.
Ofrezcamos por tanto, el oro de una conducta intachable, el incienso de nuestra oración diaria que busca intimar con Dios, y la mirra de nuestros sacrificios y entrega generosa de nuestro ser y obrar.
Si así lo hacemos, seremos iluminados por Él como los magos, para que sea posible tomar siempre el verdadero camino que conduce a su Persona Divina, alejándonos de las promesas falaces de un mundo que como Herodes, sólo buscan encandilarnos con frágiles promesas de felicidad.

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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en la Solemnidad de la Epifanía del Señor. 06 de Enero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-
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8 de enero de 2010

Elegidos en la eternidad de Quien se hizo carne por nosotros


El tiempo de Navidad nos permite adentrarnos paulatinamente en el misterio del Hijo de Dios hecho hombre. Hoy el acento litúrgico está puesto en su eternidad, en su preexistencia antes de la Creación. Precisamente esto lo proclama el apóstol teólogo San Juan -inspirado por Dios- en el prólogo del cuarto evangelio.
En el Antiguo Testamento (Eclo. 24,1-4.12-16) se presenta la figura de la sabiduría divina que expresa la presencia de Dios entre los hombres. Esto fue como un anticipo de aquel momento –la plenitud de los tiempos-, en el que el Hijo Eterno al asumir la naturaleza humana, “plantó su tienda” entre nosotros.
En el Nuevo Testamento (Juan.1, 1-18) nos encontramos, pues, con el develamiento del Hijo Unigénito del Padre llamado como la “Palabra”, el “logos”, porque a través de Él, Dios mismo se da a conocer.
Se da en Él lo que acontece similarmente en nosotros cuando nos manifestamos por medio de la palabra, ya que a través de ella principalmente, –también por gestos y acciones pero en menor medida- exteriorizamos nuestro interior.
El Hijo de Dios es, por lo tanto, quien viene a revelarnos la intimidad divina, -ya que es su Palabra-, mientras al mismo tiempo permanece como misterio. Se devela, pues, pero se oculta simultáneamente.
Este develamiento y ocultamiento acaece también en nosotros, ya que no siempre mostramos totalmente lo que vivimos en nuestra intimidad.
De allí que digamos que nunca alcanzamos a conocer al otro de forma total, porque el hombre mientras se da a conocer, se oculta, no necesariamente por malicia sino porque es propio del misterio de la persona humana el no poder, por ser creatura, darse a conocer totalmente.
Mientras el misterio de Dios no es captado totalmente por el hombre ni siquiera en la vida eterna, ya que allí nos encontraremos con Él mediante la limitación que nos es propia, igualmente tampoco develamos el misterio del hombre, ya que al ser cada uno de nosotros “imagen y semejanza de Dios”, nos alcanza también la condición del que es presencia y ocultamiento a la vez.
Por eso quiso Dios entrar en la historia humana haciéndose hombre, para que desde su “misterio” pueda ser más entendible el suyo y el nuestro.
Y al ser cada uno de nosotros hechura de Dios, ha querido hacernos partícipes de su misma Vida, asumiendo y enalteciendo la naturaleza humana, decidiendo esto desde toda la eternidad por el amor que nos tiene.
El amor que consiste más en dar que recibir, lo descubrimos perfectamente en el designio de Dios hacia nosotros.
El que ama busca dar toda clase de dones y beneficios a la persona amada e incluso entregando su propia persona. Y esto Dios lo puso en evidencia a través de la creación, por la que nos deja un hábitat apropiado para que nos desarrollemos como personas.
Por eso el texto de Juan nos dirá insistentemente que la Palabra, o sea el Hijo de Dios, estuvo presente en la obra creadora. Por la Palabra, -se afirma- fue creado todo.
De hecho esto coincide con el libro del Génesis en el relato de la Creación que afirma con insistencia: Y Dios dijo, hágase la luz….El “dijo”, hace referencia expresa a la Palabra, al logos.
En la creación, que se conserva en el tiempo por la Providencia, comprobamos el amor que Dios tiene al hombre que no sólo le otorga los bienes temporales de los que necesita, sino que se los renueva y perfecciona con el correr del tiempo. Pero a la vez le deja al ser humano –partícipe de su Providencia- la responsabilidad de saber administrar y respetar lo creatural orientándolo al bien de toda la humanidad.
Pero hay un segundo aspecto del amor. Cuando amo a una persona soy capaz de sufrir por su bien, a renunciar a mí mismo, a brindarme esforzadamente al otro.
Pues bien, de una manera perfecta realiza esta entrega el Hijo de Dios hecho hombre, el cual por serlo, está manifestando su capacidad y voluntad de humillación hasta el anonadamiento de su divinidad para tomar la naturaleza humana. Pero al mismo tiempo eleva la naturaleza humana a su máxima dignidad, justamente porque la ha asumido Él mismo.
Obedeciendo la voluntad del Padre manifiesta al máximo su amor a la humanidad por medio del sufrimiento llegando a la muerte de cruz.
A través de este misterio del Dios hecho carne, descubrimos no sólo su intimidad sino también el misterio del hombre.
Encontramos esta vinculación estrecha en lo referido por San Pablo en la segunda lectura de hoy. Se trata de un pasaje de la carta a los Efesios (1,3-6) que ya habíamos proclamado en la fiesta de la Inmaculada Concepción.
El Padre nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo-dice el apóstol. Está afirmando que junto a la existencia de la Palabra, logos o el Hijo, está nuestra presencia en el pensamiento de Dios. Si fuimos “pensados o elegidos” por Dios desde antes de la creación es porque en el designio libérrimo de Dios estaba su voluntad de llamarnos a la vida.
Es decir que cada uno de nosotros fue elegido por su nombre, con sus limitaciones y grandezas, para la santidad, para identificarnos día a día con Aquél que nos creó.
Es por ello que al ser esa la orientación natural que cada uno tiene en su interior, resulta agobiante la existencia humana cuando se han elegido otros rumbos y otros dioses, simulacros de la divinidad.
Por eso que resulta habitual advertir el cortocircuito interior que se produce cuando el ser humano ha prescindido de su Dios en la vida de todos los días, y vive por ello sin certezas últimas, sin tener un sentido claro de su vida, sin orientarse a la verdadera meta que lo enaltece.
La cultura de nuestro tiempo busca atrapar al hombre con falsos espejismos de grandeza, bienestar y poder, produciendo cada vez mayor vacío por la ausencia de Aquél que engrandece al hombre.
Por eso es necesario que tengamos la certeza profunda que sólo conocemos el misterio del hombre a partir del misterio de Dios, y por lo tanto llamados a la grandeza, no para la mediocridad o las bajezas que nos pretende imponer la sociedad de consumo, sino para entender y vivir mejor lo que significa ser hijos adoptivos de Dios. Aún sintiéndonos limitados a consecuencia del pecado de los orígenes, estamos asistidos por la gracia de Dios para realizar entre nosotros Su designio de salvación.
Vino a los suyos y no lo recibieron –expresa San Juan-, referencia no sólo al pueblo judío que no lo aceptó, sino también a aquellos bautizados que a pesar de haberlo conocido actúan con indiferencia frente a Él y no le entregan por lo tanto su corazón.
Cristo viene a iluminar a todo hombre, ya que no hace acepción de personas, pero no todo hombre se deja iluminar. Es lo que acontece cuando alguna persona está ciega y no percibe la luz que se proyecta sobre sí porque le falta la capacidad de ver.
Espiritualmente hablando una persona puede ser iluminada por el Señor, pero si está cerrada sobre sí no recibe esa luz que se le presenta. De allí la importancia de acoger la gracia, los dones que Dios ofrece en orden a la conversión, para entrar en la vida de la Luz , que es la Vida verdadera y da sentido a la nuestra.
Nos dice el evangelio que si nosotros respondemos a lo que el Señor nos transmite, recibiremos gracia sobre gracia.
Es importante que en este tiempo de Navidad pidamos incansablemente lo que nos señala San Pablo en la segunda lectura: “Que el Padre de la gloria les conceda un espíritu de sabiduría y revelación que les permita conocerlo verdaderamente”.
Pedir todos los días del año este don de lo alto, para que de este conocimiento podamos comprender la esperanza a la que hemos sido llamados, la de encontrarnos algún día con nuestro Padre y Señor.
Pidamos esta sabiduría para poder conocer cada vez más el misterio de Dios por el que conocemos también el misterio del hombre.
No es fácil descubrir el misterio del hombre y su grandeza, ya que se va haciendo habitual el que en nuestra vida diaria caminemos sin esa orientación a Dios y hasta prescindiendo de su existencia.
Al perder la conexión con Dios somos llevados también a no considerar al hombre como nuestro hermano, en toda su verdad interior, cayendo muchas veces en el poco aprecio que muestra la sociedad de nuestro tiempo con todo lo verdaderamente humano.
No es de admirar, por lo tanto, el que se haga hincapié en nuestros días en todo lo que envilece al hombre, o que se nos quiera imponer concepciones degradantes sobre el mismo. Desconociendo o rechazando la “verdad” sobre Dios que brota de su propia naturaleza, se concluye desfigurando o frivolizando la concepción auténtica sobre el hombre.
------------------------------------------------------------------------------------------ Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el II° domingo de Navidad, ciclo “C”. 03 de enero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.comar/tomasmoro.-
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3 de enero de 2010

La maternidad divina-humana de María Santísima


Celebramos hoy la fiesta de la Maternidad divina de María Santísima. Protegidos por el manto maternal de la Madre del “amor hermoso”, comienza un nuevo año civil, pletórico de promesas de salvación y plenitud para el creyente. Confiada siempre en su patrocinio, este día celebra también la Iglesia, la jornada de oración por la paz del mundo cuyo lema es para este año de 2010, “Si quieres la paz, protege la creación”. ¡Qué mejor que confiar a la obra más hermosa del Creador, María, todos nuestros deseos de ser buenos administradores de la creación orientándola siempre a la Gloria de Dios y al bien de la humanidad toda!
Por eso este primer día del año se abre –como señala el libro de los Números (6, 22-27)- con la fórmula que ante la invocación de Dios, asegura su bendición y su favor, en especial la paz tan necesitada.
Esa paz siempre la experimentamos de Él, ya que el mundo no la puede dar al estar el corazón humano en permanente guerra con su Dios y sus hermanos a causa del pecado, que siempre divide al hombre, nunca suficientemente decidido a abrirse a los dones de la verdad, de la luz y de la vida, que quiere derramar profusamente el Creador entre nosotros.
Comenzamos, pues, el año, con la seguridad de que Dios ama a todos sus hijos, y que su bendición que no hace acepción de personas, nos está asegurada a pesar de nuestras debilidades y falta de correspondencia a Su Amor.
Esta bendición de Dios sobre todos los hombres se hace realidad con la llegada del Hijo de Dios hecho hombre, enviado para salvarnos del pecado e introducirnos en la vida divina.
San Pablo (Gál. 4, 4-7) en la segunda lectura, nos dice que Jesús nace de una mujer, sometiéndose también a las leyes judías para darles un sentido nuevo por la acción superadora de la gracia.
Indudablemente tal enseñanza viene a dejar sentado que la mujer, por quien entró el pecado en el mundo, es redimida de modo particular por María, al ser elegida para dar al mundo al Salvador. Jesús entonces viene a dignificar no sólo a la mujer, estableciendo el papel que cumplió en la redención, sino que señala con su nacimiento la dignidad particular de que goza toda vida.
En efecto, si Cristo nació de mujer, es incoherente pretender -sin ofender el orden natural que se origina en Dios- banalizar la vida humana, como es habitual en la cultura de nuestro tiempo.
El hecho de que Cristo naciera de mujer eleva a una dignidad especial no sólo la maternidad, sino también la vida que en ella se origina, se gesta y viene al mundo como obra perfecta del Padre.
Precisamente la maternidad Divina de María se prolonga en cada hombre venido a este mundo, ya que por el don de la maternidad bendecida por Dios, es constituido hijo adoptivo suyo.
Es tan grande el don de la maternidad humana, que elevada por la divina, hace posible que nazcamos al mundo no como cualquier ser, sino ya elevados a la excelencia de la participación divina.
De allí que por el nacimiento en carne de cada hombre, se hace realidad que como Jesús, podamos llamar al Padre del Cielo con su verdadero nombre, “Abba”.
Nacidos con la capacidad de poder llamar a Dios de modo tan cercano podemos hacer realidad la vivencia de la libertad de los hijos de Dios a causa de la redención. Y aunque la lucha contra el espíritu del mal se continúe hasta el fin de los tiempos, contamos con la seguridad de la ayuda divina a causa justamente de nuestra condición de partícipes de la naturaleza divina.
El evangelio de San Lucas (2, 16-21) nos narra el acontecimiento de la visita de los pastores, quienes son los primeros en recibir la noticia del nacimiento de Jesús.
Se nos quiere enseñar que Jesús se manifiesta inmediatamente a aquellos que son de corazón sencillo, los que esperaron con anhelo la venida del Mesías y que por lo tanto están abiertos y dispuestos a recibir el mensaje del Señor en el silencio de la noche.
Este acontecimiento de los pastores es un preludio del sermón del monte ya que ¡felices los pobres de espíritu! Ellos lo son porque desapegados de sí mismos y conscientes que son poca cosa ante el Señor, anhelan recibirlo todo de Él.
En los pastores se cumple también el “¡felices los limpios de corazón, porque verán a Dios!” porque sin doblez, sin oscuridades interiores, transparentes en su sencillez vieron a Dios hecho carne y lo glorificaron.
El texto del evangelio en consonancia con la sencillez y silencio de los pastores, destaca también el silencio de María.
De ella se dice que “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. De María se habla poco en el Evangelio. Pero si desentrañamos la riqueza de lo poco que se dice encontraremos una fuente inagotable de gracia.
Estamos invitados a ponernos en el lugar de Ella para meditar lo que consideró secretamente.
Seguramente pensó en que con la venida de su Hijo fuimos reconciliados con el Padre. Que a través de su venida, el Señor nos constituye hijos adoptivos del Padre y hermanos suyos. Que fuimos adoctrinados para decir con confianza: Abba, Padre”. Que al manifestarse a su pueblo a través de los pastores enseña cómo Dios se da a conocer a los de corazón limpio de toda maldad.
Y al meditar en estas consideraciones, al igual que María, se nos interpela para guardar silencio.
En silencio sigamos meditando en el hecho de que María es Madre de Dios, y que de este privilegio brotan las muchas prerrogativas que la adornan copiosamente.
En efecto, porque es Madre de Dios nace sin pecado original, permanece virgen antes, durante y después del parto, es asumida en cuerpo y alma a los cielos sin pasar por la corrupción corporal que trae la muerte y medianera de todas las gracias porque por medio de ella recibimos al autor de la Vida. Es también Madre nuestra ya que nos da a luz en el árbol de la Cruz.
María como toda Madre guarda silencio ante los grandes acontecimientos que comprenden a sus hijos. Por ello guarda silencio ante su nacimiento, cuando comienza su misión como enviado del Padre, camino al calvario, cuando llora al pie de la Cruz de su Hijo y no se la menciona ante el sepulcro vacío.
María vive en el silencio. Pero no es un silencio estéril, sino fructífero, ya que ama a su Hijo y con Él a todos nosotros.
María guarda silencio, en fin, porque para quien ama, las palabras están de más.
María Madre nos invita a guardar silencio frente al misterio del nacimiento de Cristo. Acallemos la imaginación, los pensamientos y las palabras. Dejemos que en medio de nuestro silencio seamos moldeados por quien es la Palabra de Vida.
Meditemos en Jesús nacido en Belén, saquemos enseñanzas para nuestra vida y guardemos para siempre en nuestro corazón el acontecimiento salvífico de nuestra humanidad.
Vayamos como los pastores despojados de toda maldad para contemplar al que ha nacido en carne humana para nosotros.
Vayamos al pesebre y pidamos a María, Madre de Jesús que nos enseñe a querer, a servir y vivir la presencia de nuestro Salvador.

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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en la Solemnidad de María Madre de Dios. 1º de Enero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com. www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.
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