26 de febrero de 2010

Las tentaciones y el “ayuno” vencedor de las mismas.


La liturgia de este domingo primero de cuaresma se inicia con la oración en la que pedimos a Dios la gracia de progresar en el conocimiento del misterio de Cristo para poder vivir de acuerdo al mismo. Precisamente es la misma Palabra de Dios la que nos permite crecer en este intento, recorriendo el Antiguo Testamento que prepara y conduce a la plenitud de las enseñanzas del Nuevo.
El Deuteronomio (o segunda ley) nos trae hoy la respuesta del hombre ante tantos beneficios recibidos de parte de Dios, preanunciando lo que acontecerá de igual modo en los tiempos venideros.
En el texto bíblico de referencia, Moisés recuerda al pueblo que ha sido liberado de la opresión de Egipto para llegar por esta pascua antigua a la verdadera libertad, conducido a la tierra prometida que mana leche y miel – signo de la abundancia de los dones de Dios- , para continuar recibiendo allí las bendiciones de Aquél que está presente en medio de los elegidos y depositarios de sus promesas, en el marco de la Alianza del Sinaí.
Esto reclama del israelita una respuesta agradecida entregando en ofrenda a Dios las primicias de las cosechas, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, significando el compromiso de entregarse él mismo a su Creador.
De este modo se reconoce que todo don viene de lo alto y, que el hombre confiando y ofrendándose a su Señor, irá creciendo como hijo de Dios y miembro de la comunidad de los hombres.
Todo esto representa un camino que nos lleva a Cristo para entregarle a Él una respuesta de fe siempre nueva que permita entrar de lleno en su vida, en sus sentimientos, en todo su ser.
La vida del hombre se hace historia de salvación, ya que la fe en el Dios de la Alianza se funda en hechos salvíficos concretos, no meramente en palabras o en intervenciones divinas nunca concretadas como sucede en el mundo pagano, sino acontecimientos que se viven como salvadores, como liberadores de circunstancias de opresión y desvalimiento.
Así como el pueblo de Israel basaba su creencia en acontecimientos históricos que le permitían descubrir la presencia del Creador, para nosotros, el hecho histórico salvífico que da sentido a nuestra vida es la muerte y resurrección del Señor, cumplimiento de las profecías, y certeza de la presencia divina que quiere siempre nuestro bien.
Por eso el tiempo de cuaresma es siempre una entrada al desierto con el Señor para dirigirnos a Jerusalén donde será crucificado, muerto y resucitado, realizando así la salvación de la historia.
Este marchar con Cristo al misterio de la redención, consuma una nueva profesión de fe salvadora ya que “si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás” (Rom. 10,9).
Sabemos lo que ha vivido el pueblo de Israel, y nosotros experimentamos de continuo la predilección de Dios, en la novedad del misterio pascual.
El tiempo de cuaresma, decíamos, es un encuentro con el Señor, avanzando en el conocimiento profundo de su misterio y en la vivencia del mismo.
En esta oportunidad nos enseña a vencer al espíritu del mal que acecha al hombre desde que el hombre obnubilado por la tentación cedió al deseo de querer ser como Dios y se alejó de su Creador.
El pueblo de Israel experimentó en el desierto las tentaciones del diablo sucumbiendo a sus ilusiones, cayendo en la idolatría y la infidelidad a su Dios verdadero.
A nosotros Cristo nos muestra el modo de liberarnos de las diversas formas de esclavitud a las que nos quiere sujetar el demonio, llamado el príncipe de este mundo. Término este que aparece reconocido cuando en una de las tentaciones se declara señor de los reinos de este mundo y tiene la osadía de prometerlos a Jesús si le adorare.
Es también el padre de la mentira, mentiroso desde el principio cuando engañó a Adán y a Eva en el paraíso con falsas promesas de divinidad. Todo lo consigue por medio del engaño, con falsas promesas, por eso Cristo nos enseña a combatirlo.
Y esto se hace necesario ya que el mismo Evangelio asegura que las tentaciones no se terminan con Jesús sino que continúan en la vida de la Iglesia, en cada uno de nosotros: “Una vez agotadas todas las formas de tentación el demonio se alejó de Él hasta el momento oportuno”.
Momento oportuno en relación con Cristo, será cuando clavado en la cruz se le grite “si eres el Hijo de Dios, bájate ahora mismo de la cruz”, como en la tercera tentación que escuchamos en el texto de hoy “si eres Hijo de Dios, tírate abajo…”.Es la tentación de lo espectacular, de pretender que el Hijo de Dios haga algo para convencernos de lo que Él es, para que no queden más dudas. Su respuesta seguirá siendo el silencio de la cruz, de la humillación y el abandono.
El momento oportuno describe también la presencia del demonio en la vida de la Iglesia, en la de cada uno de nosotros.
Por eso resulta importante lo que la misma Iglesia nos propone en este tiempo de penitencia con sus signos especiales como el ayuno.
Para San León Magno el ayuno verdadero se focaliza en el ayuno de pecado. Para San Clemente de Alejandría el ayuno verdadero es el “ayuno del mundo”.
¿Qué significa el ayuno del mundo? El abstenerse de todo modelo de vida que no sea el evangelio. La gran tentación del ser humano, hoy y siempre, es copiar el modelo del mundo, las costumbres del mundo, las cosas que continuamente se nos quiere imponer a la inteligencia y voluntad hasta tal punto que sin darnos cuenta estamos obviando el vivir como bautizados, como hijos de Dios redimidos por Cristo en la Cruz y Resurrección.
El espíritu del mal a través del espíritu mundano, por ejemplo, nos sugiere que lo más importante en la vida es el poder, la riqueza, el dominio sobre los demás imponiéndole al otro lo que uno quiere, el creer que el único modo de triunfar en la vida supone pisotear al prójimo. Ese es el espíritu del mundo y que el maligno lo deja en claro en la segunda tentación que describe san Lucas.
También el espíritu mundano nos vive insistiendo en la supremacía del tener sobre el ser.
Este criterio “valorativo” concluye estimando al ser humano en la medida que ostente cosas, concluyendo esas cosas poseyéndonos a nosotros mismos, dominándonos, llevándonos al olvido de lo que somos, hijos de Dios, llamados a vivir con la dignidad propia de los mismos.
El espíritu del mundo es permanentemente contrario al evangelio.
Y lo observamos en la forma de pensar y de obrar de muchos católicos hoy en día en diferentes situaciones.
En efecto, ¿qué pensamos acerca de la familia, de la educación de los hijos?, ¿no está allí metido el espíritu mundano con olvido de lo que supone el ser bautizado cuando por ejemplo no se transmite la fe? ¿Qué pensamos acerca del matrimonio y la preparación al mismo a través del noviazgo?
En el presente, por ejemplo, con total tranquilidad, muchos bautizados comienzan a vivir en pareja antes de casarse, y ellos, y no pocas familias de las que provienen, lo ven como algo normal.
Piensan que antes se vivía de una manera, pero ahora hay otros vientos que se deben aceptar, y hacen la vista gorda engañándose pensando que está bien lo que no sigue la enseñanza de Jesucristo.
¡Cuántas veces se piensa por qué no he de robar si todo el mundo hace lo mismo! Si todo el mundo miente, ¿por qué no he de forjar lo mismo?, ¿por qué se me exigen cosas que nadie realiza? Es la inspiración concreta del espíritu del mundo que nos aparta insensiblemente del evangelio.
El culto idolátrico requerido por el diablo a Cristo se repite también en nuestros días. El demonio nos tienta a adorar falsos dioses: el dinero, la fama, el placer, el hacer lo que a cada uno le viene en gana, el no tener freno en nada, el discutirlo todo, el postular que Dios no puede ponerme límites. Esta concepción, en fin, reclama un ayuno de nosotros mismos.
Se hace necesario descubrir los impedimentos que hay en nosotros para entregarnos más a Cristo y disponernos a dejarlos de lado para crecer como creyentes y avanzar en el conocimiento de Cristo que es profundizar en la Verdad que se convierte en vida en la realidad cotidiana.
Por eso la Iglesia nos invita a entrar en el desierto, porque la renuncia de lo que nos aparta del ideal cristiano es ardua, difícil, costosa, pero que con la gracia de quien triunfó sobre el espíritu del mal es posible florecer en esta vida nueva que se nos ofrece.
¡Qué hermoso si podemos llegar a la Pascua del Señor, celebrando también nuestra propia Pascua, el paso de la muerte a la vida! Pidamos esta gracia y luchemos para conseguir este ideal.

------------------------------------------------------------------------------------------------

Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”. Homilía en el 1er domingo de Cuaresma, ciclo “C”. 21 de febrero de 2010. Textos bíblicos: Dt. 26,4-10; Rom.10, 8-13; Lc. 4,1-13.-
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-
-------------------------------------------------------------------------------------------

19 de febrero de 2010

Con Dios o sin Él, los caminos propuestos a nuestra libertad.


La primera lectura de este domingo nos muestra lo que suele acontecer en la vida humana, esto que en la antigüedad se denominaba con el término de los dos caminos.
En términos actuales podemos hablar de la opción fundamental, que consiste en aquella decisión que el ser humano toma en el presente respecto a su relación con Dios y que tiene proyección en su vida futura.
Se llama opción fundamental porque la disposición que se toma en la vida constituye el fundamento del caminar humano. Y así, hay quienes eligen el camino por Dios y con Él, constituyendo Éste su cimiento, y quienes prescinden del mismo en sus comportamientos diarios durante su vida o gran parte de ella.
Esto está indicando en relación con la meta última, una falta de fe. Porque si se elige como fundamento de la vida la ausencia o prescindencia de Dios, no se aspira a Él como meta última.
De allí que no sorprende lo que San Pablo dice en la segunda lectura que quienes niegan la resurrección de los muertos, y por lo tanto el orientarnos a Dios como resucitados, previamente niegan también la de Cristo.
Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, ya que no podemos esperar la propia, y por lo tanto resulta sin sentido pretender dar a la vida humana orientación sobrenatural alguna.
Se da lugar en el hombre un esquema de vida en el que no se acepta a Dios como meta última porque ya no se lo reconoce como origen, y se construye la vida sin Él poniendo como fundamento –porque el hombre siempre busca un fundamento, algo que lo sostenga aunque sea ilusorio- la riqueza, el poder, los proyectos humanos, la profesión, los negocios, los éxitos personales, lo que el profeta Jeremías llama el apoyo en la carne donde no se considera para nada el espíritu.
Y así, esta persona camina por esta vida relegando totalmente a Dios, porque no lo necesita, dice que no lo necesita, ya que la seguridad que le dan las cosas, el dinero, la fama, el poder y la salud, le permiten vivir un mundo de ilusoria seguridad.
Pero cuando pierde alguna de estas cosas en las que pone su confianza, se derrumba totalmente, como grafica Jeremías diciendo que quien así vive “habita una tierra salobre e inhóspita”, residiendo “en la aridez del desierto” y sin que se vislumbre crecimiento alguno.
Contrariamente a este vacuo estilo de vida, consta la otra persona que ha decidido cimentar su vida en Dios. Percibe en su interior un dinamismo que lo orienta al Creador como fin de su vida, que le da sentido, porque lo admite como origen, y decide –aún con sus limitaciones y caídas en el pecado- fundar su vida con confianza en el que percibe como Absoluto.
Es importante destacar que una señal clarísima de la opción fundamental por Dios que alguien ha concebido, queda en evidencia cuando al alejarse de Dios por el pecado, busca enseguida -por la reconciliación a través del sacramente-, retornar nuevamente a su verdadero camino, tratando de vivir así su existencia cotidiana.
Siguiendo el pensamiento de San Pablo, al tener su vida sentido de finalidad, esta persona cree en la resurrección de Cristo y en la propia, como culminación de hombre caminante.
Jeremías dirá de quien así actúa, que echa raíces, crece como el follaje del árbol bien regado y, produce abundante fruto.
En el presente, sin forzar mucho nuestra imaginación, podemos encontrar este doble tipo de vida alrededor nuestro.
Y así, con frecuencia, comprobamos la presencia de muchos que dedican su existencia, -por ejemplo- únicamente a obtener y poseer dinero.
Esta realidad produce en nosotros frecuente asombro, ya que la presencia de quienes se enriquecen de la noche a la mañana sin que su remuneración habitual pueda justificar tal incremento patrimonial, nos lleva a inferir manejos sucios en la adquisición de esos bienes.
El estado de corrupción que muchas veces comprobamos en nuestra Patria, va dejando al desnudo cómo los intereses en el orden social, político o económico están puestos en conseguir cada vez más poder, riqueza, negocios, vislumbrándose así que el fundamento no es ciertamente Dios, lo cual presagia un futuro y seguro derrumbe, ya personal o social.
El texto del Evangelio anuncia hoy que “¡Ay de ustedes los que ahora ríen!”, los que se ríen de sus prójimos porque no son vivos como ellos, los que se ríen de todo el mundo haciendo impunemente lo que quieren porque quienes debieran defender al inocente y débil no lo hacen. A todos ellos se dirige la advertencia que“¡conocerán la aflicción y las lágrimas!”
“¡Ay de ustedes lo que ahora están satisfechos!”, los que están ahora tan hartos, tan llenos y sobrados de todo, que no saben qué hacer con lo que han conseguido despojando a otros de lo más elemental para vivir dignamente. A ellos se les predice que “¡tendrán hambre!”
El evangelio, en cambio, anuncia a “los que tienen hambre” de justicia, de verdad, de todo lo que sea noble y honesto, que principalmente se identifica con el hambre de Dios, que “serán saciados”
A estos que tienen hambre de Dios, Jesús en otros pasajes de la Escritura, invita a dirigirse a Él para resultar satisfechos.
Más aún, continuando con lo anunciado por el profeta Joel, “derramaré mi espíritu sobre toda carne” (cap.2, 28), Jesús dirá “El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí”, refiriéndose al don del espíritu (Jn. 7,37-39). El hambre y la sed que Cristo viene a saciar es la de Dios, la del Espíritu, vida nueva que ennoblece a los hombres y los orienta a crecer cada día más como hijos adoptivos del Padre.
Pero también nos dice Jesús, “Felices ustedes los pobres porque el reino de Dios les pertenece”. Con esta afirmación el Señor no propicia la lucha de clases, ni emplaza a los pobres contra los ricos y viceversa, sino permite vislumbrar la contradicción entre la pobreza y la riqueza.
Dios no quiere la pobreza, ni la miseria, ni la carencia de lo necesario para que toda persona viva dignamente como corresponde a todo ser humano por el sólo hecho de serlo.
Lo que enseña es que quien tiene espíritu de pobre –San Mateo expresará “felices los pobres de espíritu”- es aquel que ha puesto su confianza y seguridad en Dios ya que advierte la caducidad de las cosas de este mundo, y usará de las cosas materiales tanto cuanto le ayuden a acercarse a Dios y se alejará de ellos cuanto lo separen de Él.
El pobre que vive austera y honestamente de su trabajo, que pone lo mejor de sí al servicio de los demás, está más abierto al Reino de los Cielos.
Reino de los cielos que comienza en este mundo con la venida de Cristo que establece un orden nuevo e invita a una pertenencia y conformación mayor con su persona y su vida, orientándose siempre a la vida eterna.
La riqueza, en cambio, cierra el corazón del hombre, no sólo ante Dios que deja de ser su riqueza más preciada, su tesoro “escondido” en el campo, ya que no lo necesita, sino que se clausura también en relación a los demás ya que éstos se presentan como posibles perturbadores del bienestar que vive con tranquilidad. La apertura al otro implica perder poder y bienestar, sacándolo del encandilamiento que le produce el espejismo de una aparente y precaria felicidad.
El espíritu del evangelio está insistiendo en lo que leíamos en Jeremías, esto es, colocar el acento de nuestra vida en Dios.
Esta presencia divina en nuestro caminar representa un riesgo muy grande, por cierto. Hay que tener coraje para querer sostener la vida en Dios, en Cristo, en la fe cristiana. No es para cualquiera.
De allí, que no es de extrañar, que a veces aparezcan excusas para no asumir una vida en Dios, presentes en críticas a la Iglesia y a sus miembros, verdaderas a veces, falsas otras, pero que en definitiva esconden algo más profundo, el no querer entregar la vida al Señor.
Fundar la vida en Cristo, para los ojos del mundo, para la cultura de nuestro tiempo, es un asentarse sobre dificultades y problemas.
Dios es una molestia continua por los conflictos que provoca sobre todo seguidor suyo. Y lo asegura el mismo Cristo cuando afirma “Felices ustedes cuando los hombres los odien, los excluyan e insulten y proscriban el nombre de ustedes considerándolos infames a causa del Hijo del hombre”. Y continúa recordando que de la misma manera sus antepasados trataban “a los profetas”. De modo que el cristiano no puede pretender un trato diferente al que recibieron los profetas del Antiguo Testamento.
Más aún, cuando los cristianos que no viven comprometidos con la vida nueva que ofrece el Señor son elogiados por los deshonestos, sepan que “así trataban a los falsos profetas”.
Esta persecución que anuncia Jesús se dirige a todo aquél que lo siga a Él.
Persecución que en la actualidad reviste nuevas formas que se distinguen de lo experimentado en la antigüedad.
Modos sutiles como pretender sacar la imagen de la Virgen de la Plaza Constituyentes, quitar los crucifijos de los lugares públicos para que no recuerden con su presencia que fuimos salvados por Cristo, proyectar la parodia del mal llamado matrimonio unisexual, proyectar legalizar el aborto y la eutanasia, imponer el libertinaje sexual para obtener personas que sólo busquen el placer y se olviden de aquellos objetivos que los ennoblecen, hacer la vista gorda al consumo de la droga “personal” para obnubilar y destruir las mentes, y tantas otras especies de corruptelas. Lamentablemente estas nuevas formas de cambio cultural prosperan sin que nosotros reaccionemos, aprendiendo a convivir y hasta aceptando el error más evidente, ya que poco a poco hemos perdido las naturales defensas que provienen del sentido común, sumiéndonos en el desconcierto o en la despreocupación fatalista que piensa que no vale la pena luchar.
La persecución se hace presente también –entre otros ámbitos- en el mundo del trabajo. Cuántas personas que no se dejan llevar por el chanchullo, la coima o la deshonestidad tienen que enfrentar la pérdida de su empleo, el ver el desprecio de los cada vez más impúdicos corruptos, o el asistir a la imposibilidad de obtener merecidos ascensos.
En el campo de la justicia, sobre todo en el orden nacional, esto fue y es palpable. Cuando alguien desatiende los requerimientos de los perversos, cae en la desgracia más impiadosa. Si el cristiano en un ambiente de deshonestos no es perseguido, seguro es que se ha “acomodado” con la situación no molestando ya a nadie.
Todos conocemos situaciones de este tipo. Incluso en el ámbito de la familia se observa esta persecución ya anunciada por el mismo Jesús al advertir que por Su causa estarán el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, la madre contra la hija, la hija contra la madre (Cf. Mateo 10,34-35). Lamentablemente todavía existen padres que prefieren que sus hijos vivan en la pavada, en la vulgaridad de una vida vacía, antes que verlos cada día con un compromiso mayor con Cristo.
Aprovechemos estas enseñanzas del Señor para pedirle humildemente que nos ilumine y fortalezca para que fundando cada día nuestro existir en Él, crezcamos cada día en un sincero espíritu de verdad.
---------------------------------------------------------------------------------

Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”. Homilía sobre los textos bíblicos del sexto domingo del tiempo ordinario, ciclo C. (Jer.17, 5-8; 1 Cor. 15,12.16-20; Lc. 6, 12-13.17.20-26).- 14 de Febrero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; gjsanignaciodeloyola.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-
----------------------------------------------------------------------------

13 de febrero de 2010

Dejando la orilla, “Navega Mar Adentro”

Continuamos meditando hoy la vocación de los profetas, prolongada además, en la de los apóstoles. En este caso se trata del profeta Isaías en el Antiguo Testamento y de los apóstoles Pedro y Pablo en el Nuevo. ¿Qué nos dicen los tres textos bíblicos que hemos proclamado? Hay una idea común que recorre las lecturas aunque en marcos históricos diferentes.
En el libro de Isaías se señala que el profeta en una visión interior vio la majestad de Dios que se desplegaba abiertamente ante sí, y a un sinnúmero de seres espirituales que le daban culto y proclamaban su grandeza.
Por esta contemplación, Isaías toma conciencia de su pequeñez, de su miseria, de su pecado, llegando a decir “¡Ay de mí estoy perdido, soy un hombre de labios impuros, en medio de un pueblo de labios impuros!“. Ante el reconocimiento de su nada, Dios hace de él un hombre nuevo, purificándolo a través de la brasa ardiente que toca sus labios. Este es el signo que indica que es Dios quien transforma el corazón del hombre.
A continuación, Dios se pregunta, “¿a quién enviaré?”, respondiendo el profeta “¡Señor aquí estoy envíame!”.
La vocación del profeta, pues, tiene como iniciador al mismo Dios que le manifiesta su intimidad, permitiéndole descubrir su nada, para transformarlo y enviarlo a cumplir una misión a favor del pueblo elegido.
Isaías podría haber cantado gozosamente, “Te doy gracias Señor por tu amor” ya que se lo manifestó al llamarlo y mudarlo en nuevo ser, y continuar diciendo “no abandones la obra de tus manos”, al dirigirse a cumplir la misión encomendada.
En la segunda lectura, el apóstol Pablo recuerda que fue perseguidor de los cristianos no mereciendo ser apóstol, pero que la gracia de Dios lo convirtió expresando “por la gracia de Dios, soy lo que soy”.
Pablo había tenido una experiencia concreta de la intimidad divina cuando Jesús le dice –en el camino a Damasco- “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, e iluminado interiormente se descubre pecador pudiendo el Señor realizar en él su obra enviándolo a los paganos para llevar el mensaje de salvación.
Pablo siempre está consciente de sus miserias, pero fortalecido por Dios, llevará la Palabra a todos, siendo muchas veces rechazado por la gente que recordaba su pasado y no entendía que ya era otra persona.
En el evangelio será Simón Pedro el apóstol en el que se repite este camino de transformación. El marco de referencia es la presencia de Jesús a las orillas del lago de Genesaret enseñando a la gente que se amontona para escucharlo. Inmediatamente sube a la barca de Simón alejándose un poco de la orilla para seguir predicando. Luego le dirá “Navega mar adentro y echen las redes”. Simón se sorprende ante el pedido ya que no habían pescado nada durante toda la noche, pero “si tú lo dices, en tu nombre echaremos las redes”.
Ante el signo de la pesca abundante que alcanzan, milagrosa por cierto, Pedro se postra ante el Señor y le dice “apártate de mí Señor que soy un pecador”, con lo que se advierte que aunque acepta el pedido del Señor de ir más lejos de la orilla, seguía desconfiando de la eficacia de la orden.
En este encuentro de Jesús con Pedro, se repiten los mismos pasos de las vocaciones de Isaías y Pablo: manifestación de la divinidad, sentimiento de pequeñez por parte del elegido ante la experiencia de la grandeza de Dios, purificación interior y concreción del llamado con el envío “desde hoy serás pescador de hombres”, con la respuesta concreta de Simón, ya que llegando a la orilla “abandonándolo todo lo siguieron”.
Después de estas experiencias, Isaías, Pablo y Pedro, realizarán lo que Dios les encomendó apoyados no en sus fuerzas –sabían que eran poca cosa- sino en la gracia y fuerza de lo Alto.
Este pasaje de la pesca milagrosa deja además otras enseñanzas muy ricas. En primer lugar aplicar a nosotros mismos lo que vivieron otros elegidos. Caer en la cuenta que por el bautismo Dios nos ha distinguido para ser portavoces de su mensaje de salvación.
De allí la necesidad de tener una experiencia profunda de su intimidad, deslumbrados y conquistados por Él, interpelados por su Vida, recordando a Jeremías que exclamaba “Tú Señor me sedujiste y yo me deje seducir”. Esta vivencia nos lleva a descubrir nuestra nada que conduce a la transformación realizada por Él en nuestro corazón, enviándonos a llevarlo al mundo de hoy apoyados en su sola fuerza.
Para alcanzar esto es necesario dejar la orilla, la playa, ya que muchas veces nosotros permanecemos en la orilla de nuestra vida, sin comprometernos demasiado, huyendo de las complicaciones que nos trae el seguimiento de Cristo. Jesús con frecuencia nos invita a asumir compromisos difíciles para nuestras pobres fuerzas humanas.
El hombre de hoy está acostumbrado a vivir en la superficie, tentado a huir de todo lo que signifique profundidad y compromiso. Con frecuencia huye de la reflexión sobre su vida, compromisos y relación con los otros.
De allí que busca embotar sus sentidos permanentemente, no pensar mucho, vivir el momento, disfrutar cada instante.
Ante esta perspectiva, Jesús interpela a todos diciendo “Navega mar adentro”, aléjate de lo superficial, de lo que encandila, de lo que nada deja.
Es como cuando uno va al boliche, aturdido toda la noche con la estridencia de la música, encandilado por las luces, ensimismado en su propio ritmo, olvidándose de todo, la bebida, el movimiento, y después de ese impacto emocional, quizás alcoholizado al costado de la calle rodeado por el vómito, descubre que nada queda en su corazón.
Como no ha sido tocado en lo más profundo de sí, el vacío no se hace esperar, y se siente impelido a repetir la experiencia a la semana siguiente con la ilusión, siempre la ilusión, de alcanzar una plenitud que nunca llega, de llenarse de nada.
La experiencia de Dios nos lleva, en cambio a la profundidad de nosotros mismos.
La segunda enseñanza que nos deja el texto evangélico es que Jesús sube a la barca de Pedro. Esto nos es algo meramente anecdótico, significa algo. ¿Quién es Pedro? Aquél a quien Jesús elige como cabeza visible de la Iglesia, que siempre se la ha visto significada en la figura de la barca.
Jesús quiere expresar que en medio de las diferentes barcas, Él sube a la de Pedro para enseñar a la gente y guiarla a los pastos eternos.
Esa barca que es su Iglesia, y que en la historia humana subsiste en la Iglesia Católica.
En la actualidad, aunque desde muchas barcas se proclama el evangelio, es a la barca de Pedro, conducida hoy por Benedicto XVI, a la que Jesús quiso dar la misión concreta de navegar mar adentro.
Esto nos hace caer en la cuenta que a lo largo de la historia humana, y ciertamente hoy, Jesús le dice a su Iglesia “navega mar adentro”, aléjate de la orilla, no te quedes en la playa a recibir el sol de tu historia.
Cristo nos dice hoy a nosotros los católicos, “dejen de estar en la orilla”, “vayan a lo profundo”, dejen la pavada.
A veces nos quejamos que haya católicos que buscan otros cultos religiosos, sin advertir que se van a otra parte porque no encuentran lo que inquieren en la Iglesia Católica.
En efecto, sucede que para no perder feligreses a veces edulcoramos el evangelio. Decimos “hay que tener cuidado de caer mal a la gente, no presentemos el evangelio tal cual es porque a muchos no les va a gustar”.
San Pablo decía ante el rechazo que recibía con frecuencia a causa de su misión, “nuestra predicación procura agradar, no a los hombres, sino a Dios, que penetra los corazones” (1 Tes. 2,4).
Como Iglesia tenemos examinar si navegamos mar adentro.
La liturgia misma con frecuencia es trocada por el culto a la frivolidad.
Al respecto hace un tiempo un muchacho universitario que busca la profundidad en su existir diario tomando en serio la vida cristiana, fue a misa un domingo a una iglesia distinta a la habitual por dificultades de horario, y me decía:- “Padre, yo me acordaba del boliche por el bochinche reinante en la misa, cosas raras, palmoteos y otras cosas, y cuando voy a comulgar, sinceramente tuve que hacer un esfuerzo para pensar que recibiría al Señor, ya que la idea que se me venía a la cabeza era que me iban a dar un choripán”. Es trágico tener que pensar y decir esto.
La liturgia no se puede convertir en un espectáculo, ya que es la actualización del sacrificio de la Cruz por la que fuimos salvados.
A veces en la misa hablamos por el celular, mandamos mensajes de textos, prolongando en el hoy la figura de los soldados que distraídamente jugaban a los dados al pie de la cruz.
A veces pensamos que la enseñanza y vida de la Iglesia tienen que ser más divertidas, contener otros atractivos para los feligreses, especialmente para los jóvenes, sin caer en la cuenta que quien vive superficialmente se afirma más en la “playa” de su historia personal, y para quien busca la profundidad del encuentro con Dios le cerramos la puerta del crecimiento porque no puede “navegar mar adentro”.
El Señor nos dice que no temamos navegar mar adentro. Y esto lo dice porque por nuestros miedos a no tener éxito en la misión evangelizadora, -nos miramos a nosotros mismos y no a la fuerza que viene de Dios- nos asimilamos al mundo creyendo que usando los criterios del mismo llegaremos a buen término.
Muchas veces olvidamos las palabras de Jesús que estamos en el mundo pero no somos del mundo, ya que Él mismo nos ha sacado del espíritu y cultura mundanos para llevar su mensaje salvador.
Como Iglesia corremos el riesgo de pensar que los bautizados insertos en la cultura de nuestro tiempo son todos superficiales, y por lo tanto imposibilitados de “navegar mar adentro”, -con lo cual rebajamos la dignidad del mismo hombre-.
Y no es así, ya que aún sin saberlo, cada persona percibe alguna vez en su corazón esa orientación hacia Dios que le viene del hecho de haber sido creado por Dios.
El Señor nos invita a navegar mar adentro en la grandeza de su divinidad, conocer el “misterium tremens”, pero también ir a nuestra intimidad para repetir la experiencia de Isaías, de Pablo y de Pedro que no se quedan con un “impacto” de Jesús, sino que vislumbran una vida nueva.
Convencidos de la necesidad de navegar mar adentro en las aguas de la santidad, incluso para transformar al mundo, dejemos las redes que nos atan a nuestros proyectos, para seguirlo a Jesús.
-------------------------------------------------------------------------------------------------------Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”. Homilía en el 5to domingo “per annum”, ciclo “C”. Textos: Is. 6,1-8; 1 Cor.15, 1-11; Lc. 5, 1-11.- 07 de febrero de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.gjsanignaciodeloyola.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-
-------------------------------------------------------------------------------------

5 de febrero de 2010

Elección, vida y persecución del profeta de Dios


La palabra de Dios viene siempre a nuestro encuentro para iluminar y alimentar nuestra vida de seguimiento de Aquél que nos ha creado por amor y destinado al amor eterno, la vida con Él, como lo refiere el apóstol san Pablo.
Para llegar al amor pleno de Dios es necesario vivir acorde con lo que ha dispuesto para cada uno de nosotros desde toda la eternidad.
En el texto de Jeremías que hemos proclamado, se describe precisamente el origen de la vocación de este profeta. Se afirma que antes que naciera, Dios lo conocía, conocimiento que implica su elección concreta con vista a una misión determinada.
Dios ha creado al profeta y, en su eterno proyecto lo ha pensado para que sea su portavoz, siempre en orden a manifestar su infinita bondad, acercando a todos a la vida nueva que siempre se le ofrece al hombre.
Jeremías deberá ser fiel en la transmisión de la Palabra divina que expresa su designio de amor para con el hombre:”Ve a mi pueblo y dile lo que te he de manifestar”
Por cumplir esto muchas veces se sentirá torturado entre la exigencia de Dios y el rechazo del pueblo de Judá que lo considera profeta de calamidades, –ya que anticipa la caída del reino y su posterior destierro a causa de sus múltiples infidelidades al Dios de la Alianza- y por lo tanto no desea escucharlo.
Será demasiado tarde para el pueblo cuando advierta en el futuro que fue su propio pecado el que engendró tantas penurias.
Para cumplir con su misión, Dios le dice a Jeremías que no tenga miedo en medio de los desaires y persecuciones, ya que siempre contará con su ayuda, advirtiéndole que si arrastrado por el temor abandona el anuncio, será Él quien le meterá temor.
Como diciendo, “si por miedo estás tentado en “aguar” la Palabra que se ha de anunciar, para no tener problemas, te señalaré mi descontento.
Pero Jeremías, habiéndose dejado seducir por Dios (cf. Jer.20, 7-9), entregará su vida por la causa del Señor, hasta tal punto que es perseguido, torturado, arrastrado a Egipto y allí asesinado.
En su muerte, el profeta, ante los ojos de los hombres aparece como un fracasado, ya que Dios le ha prometido sostenerlo siempre y sin embargo es muerto por sus enemigos. Sin embargo, a la luz de la fe, la muerte del profeta significará la vivencia más plena del amor, de ese amor del cual nos habla San Pablo en la segunda lectura, como signo de la perfección.
En el evangelio se prolonga con lo señalado en el Antiguo Testamento a través de Jeremías, en la persona de Jesús el enviado del Padre.
Encontramos al Señor en la sinagoga de Nazaret donde en un primer momento es aceptado, provocando admiración en sus oyentes, dando testimonio a favor de Él, tal como había sucedido en Cafarnaúm.
Pero inmediatamente cambia el escenario favorable en su pueblo de Nazaret, ya que lo arrastran a las afueras de la ciudad para despeñarlo. ¿Qué había sucedido para que se concretara ese cambio de actitud por parte de sus oyentes? En primer lugar tenemos que decir que esto no es de admirar teniendo en cuenta la condición inestable del hombre que rápidamente pasa de la aprobación al rechazo más profundo de alguien, ya sea arrastrado por el influjo negativo de otros, ya porque así reacciona cuando algún decir de quien fuera aprobado previamente, es considerado desagradable en otro momento.
Es una realidad que el corazón del hombre quiere y no quiere a la vez, está con Dios en un instante y lo rechaza en el otro. Nosotros mismos percibimos con frecuencia este modo de reaccionar en nuestro interior, ya que somos un misterio que sólo madura en la comunión con su Creador.
En segundo lugar hay que advertir que a Jesús se le ha ocurrido dar a entender que realiza signos cuando quiere, como quiere y a favor de quien quiere ciertamente en referencia a Cafarnaúm, ya que en Nazaret no había realizado alguno, según aquello de que “nadie es profeta en su tierra”.
Se trata de dejar en claro que a Dios “nadie lo aprieta” exigiéndole su obrar en beneficio de alguien.
Esto produce malestar entre los oyentes de la sinagoga, y mucho más cuando Jesús recuerda a la viuda de Sarepta y al sirio leproso Naamán, que son auxiliados por los profetas Elías y Eliseo respectivamente, a pesar de no provenir ellos del pueblo elegido en el que abundaban también muchas personas necesitadas.
Es decir, les reprocha abiertamente su falta de fe ya que piensan de Jesús “médico, cúrate a ti mismo”, y les recuerda que Él viene a salvar a toda la humanidad descubriendo el designio salvador del Padre presente desde toda la eternidad y comunicado a través suyo.
De hecho, Jesús, culminará su vida en la Cruz manifestando así la plenitud del amor del que habla San Pablo.
A Jesús, como a Jeremías, Dios nos les promete una vida fácil sino el apoyo y firmeza necesarios para cumplir con su misión que se perfecciona en la muerte y rechazo de sus contemporáneos.
La vida y figura del profeta es siempre una contradicción entre la promesa del apoyo divino y el rechazo de la gente, ya que siempre acontece que el ser humano escucha con gusto lo que coincide con sus puntos de vista, y rechaza lo que le disgusta.
Sucede que cuando la Palabra de Dios no concuerda con nuestro pensamiento, fácilmente la rechazamos o la ponemos en el freezer con la esperanza de que Dios se modernice.
Pensamos que Dios no tiene porque perturbarnos ahora con nuevas obligaciones –sobre todo en la actualidad en que sólo se pone énfasis en los derechos-, cuando sólo interesa el disfrute de lo placentero.
Lo mismo sucede cuando la Iglesia –continuadora de Jesús- anuncia el mensaje de salvación o formula enseñanzas concretas –como la doctrina social- que se derivan de ella. Tendrá seguidores, pero también –y en mayor medida- sufrirá persecución y desprecio incluso por parte de los bautizados que se dicen católicos.
Se busca cualquier pecado de los miembros de la Iglesia para atacarla y pretender quitarle credibilidad a sus enseñanzas, apuntando finalmente al mismo Cristo que la fundara.
Como Jeremías, también nosotros los bautizados, presentes en el pensamiento de Dios antes de ser engendrados por nuestros padres, somos elegidos para una misión concreta, siendo nuestra existencia necesaria para la realización del designio de Dios en la edificación de su Iglesia.
De allí que un cristiano nunca pueda decir “mi vida no tiene sentido”, o ¿para qué vivo?, o “mejor es morirse”, porque nuestra existencia no es una “pasión inútil”, sino que reconocidos en el designio de Dios como sus hijos, nos dirigimos a la perfección humana ya desde esta vida temporal que prepara la futura eterna.
Si somos fieles a la vocación recibida en el sacramento del bautismo nos sucederá lo de Jeremías y lo de Cristo, es decir, seremos perseguidos. Cuando un cristiano proclama la verdad tendrá complicaciones, ya que para muchos será insoportable su mensaje.
Por otra parte hay quienes apetecen ser halagados en sus oídos, o sea, quieren escuchar aquello que coincida siempre con sus pensamientos, sus deseos y proyectos, aún en el menoscabo de la verdad misma.
De allí que resulta importante encarnar en nuestra vida aquello que sostenía San Pablo “nuestra predicación procura agradar, no a los hombres, sino a Dios, que penetra los corazones” (1 Tes. 2,4). Y en otra parte “¿Acaso tenemos que agradar a los hombres? Si tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gal. 1,10).
Este servicio a la Palabra de Dios está unido a lo que describe San Pablo como lo máximo en la perfección cristiana, es decir, el amor, el cual se caracteriza por mostrar cualidades muy precisas y perfeccionadoras de la persona: no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra con la injusticia sino que se regocija con la verdad, es paciente.
Pues bien, el cristiano que se compromete seriamente con la vocación profética recibida en el bautismo, continúa los pasos de Jeremías y de Jesús denunciando la injusticia reinante en la sociedad, mostrando -según sus posibilidades- caminos de solución a los grandes problemas que nos aquejan, viviendo la verdad evangélica en su diario existir, guardando una conducta intachable en la vida familiar, social, política y económica.
Todo lo cual significa vivir en concreto la plenitud del amor a Dios y al prójimo que culmina o con la muerte, o con el desafuero de una sociedad que es permisiva con el mal, y a la cual le molesta la presencia del creyente que se “juega” por su sus creencias.
Aunque sostenidos por la fuerza de lo alto como Jeremías y Jesús, nosotros mismos sabemos que la fidelidad a la Palabra de Dios nos conducirá a lo que el mundo tiene como fracaso pero que para nosotros será la plenitud del amor, como lo fue la Cruz de Cristo.
El creyente ha de ser capaz de sufrir persecución con tal que la voz del señor llegue al corazón de todos.
Y no temamos los desprecios o la hiriente indiferencia de muchos, ya que contamos siempre con la fuerza de Dios, a pesar de lo que hemos de padecer de parte de una cultura hostil a su Creador.
Hacer presente a Cristo en la sociedad es el mejor servicio que podemos prestar a la perfección del amor cristiano.
Muchas veces decimos que la Iglesia es muy dura en su enseñanza cuando realiza su misión de proclamar la verdad, sin que advirtamos que esa firmeza en el anuncio de la verdad va siempre acompañada con la perfección de la caridad.
Por ejemplo, cuando enseña respecto al aborto es clara en su exposición, no puede aguar el evangelio ni aceptar la confusión de aquellos grupos que maliciosamente, para confundir, se hacen llamar “católicos por el derecho a abortar”, ya que ni son católicos, ni el matar a otro constituye derecho alguno. Ni tampoco puede compartir las justificaciones que en este tema presenta la cultura de nuestro tiempo a través de sus diversos corifeos.
Pero, junto con la transmisión de la verdad íntegra sobre el respeto absoluto a la vida, también enseña que toda persona que haya incurrido en el pecado, por grave que sea, tiene la posibilidad de recibir el perdón de Dios, fruto de su misericordia, si se convierte de corazón y se compromete a cambiar de vida.
De este modo la proclamación de la verdad de la dignidad de la vida, se completa con la verdad proclamada del amor-perdón.
Pidamos al Señor en este día que asumiendo nuestro llamado a proclamar su mensaje seamos capaces de hacerlo con la disposición constante de llevar el amor cristiano a su plenitud.

Encabezado: (Jesús enseña en la sinagoga de Nazaret, panel de madera polícroma del techo artesonado, segunda mitad del siglo XII, iglesia de San Martín, Zillis, Suiza).
-------------------------------------------------------------------------------------

Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro” de Santa Fe, Argentina. Homilía en el IV domingo “per annum” ciclo “C”. 31 de enero de 2010. Textos bíblicos: Jer. 1,4-5.17-19; I Cor. 12,31-13,13; Lc 4, 21-30.- ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-
-------------------------------------------------------------------------------------------