30 de octubre de 2010

“De la autosuficiencia del fariseo a la nada del publicano

Los textos bíblicos que acabamos de proclamar prolongan lo reflexionado el domingo pasado cuando Jesús nos decía que era necesario orar con insistencia y sin desanimarse. Hoy nuevamente se nos presenta la oportunidad de valorar la verdadera oración estimada por el Señor, la que se suscita en el “pobre de Yahvé”, figura destacada en el Antiguo Testamento, pero también presente en el Nuevo. Ser “pobre” implica ante todo una actitud interior a través de la cual la persona humana se considera lo que realmente es, “nada”. Ante la presencia del Creador, por lo tanto, la creatura se anonada y reconoce abiertamente que todo lo que es y posee se origina en su Señor. Se trata de una pobreza que no se identifica con la material, pero que implica una concepción austera de la vida, ya que para el pobre bíblico sólo el “Señor es mi herencia” (salmo 16, 5).
El libro del Eclesiástico (35, 15-17.20-22) que acabamos de proclamar, plantea el hecho de que Dios como único juez de todas sus creaturas no hace acepción de personas, ya que tanto al rico como al pobre trata por igual.
Situación diferente a lo que acontece entre nosotros cuando tenemos la tentación, y a veces cedemos a ella, de tratar preferentemente a quienes son considerados socialmente más importantes, relegando a los excluidos de tal mirada.
El texto sagrado, si bien presenta a Dios sin hacer diferencias con persona alguna, lo muestra inclinado especialmente a oír la súplica del oprimido, la plegaria del huérfano y, la queja de la viuda dirigida confiadamente a Él.
Se inclina benévolamente sobre aquellos que partiendo de su condición saben que pueden encontrar una respuesta que los reconforte únicamente en su creador, por ser precisamente creaturas contingentes, salidas de las manos de su Señor. Seguirá el libro del eclesiástico recordando que la súplica del humilde atraviesa las nubes y, mientras sube, el Señor responde con presteza.
Esta enseñanza se continúa en la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 4, 6-8.16-18). En efecto, presintiendo Pablo que se acerca el momento de su partida a las moradas eternas, reconoce su nada, su pequeñez. Hasta su conversión, Pablo se comportaba como el fariseo de la parábola, seguro de sí mismo, de “su verdad” por encima de todo. Pero tocado en su corazón por la gracia, va descubriendo un mundo nuevo. Se convierte en “pobre de Yahvé” cuando admite que es poca cosa, que es el último de los apóstoles, que es lo que es por la gracia de Dios. Afirmación preciosa que destaca con vigor no como una veleidad personal, sino porque ha calado profundamente en su interior y aunque realiza maravillas en el corazón de los paganos como instrumento de Dios, nunca se engríe por lo que realiza en su apostolado. Todo es don. Cuando se siente con dificultades y pide que le sea quitada la espina que tiene en su carne, le responderá el Señor “Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad." De allí que diga “gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo." (2 Corintios 12:7-9).
A pesar de las dificultades permanecerá siempre con una profunda actitud orante. Este conocimiento claro de sí mismo, de su nada, lo hará un instrumento apto en manos del designio divino.
Más aún, en medio de las pruebas que significan el abandono de aquellos que lo siguen, él se siente confortado por Jesús: “Cuando hice mi primera defensa nadie me acompañó, sino que todos me abandonaron, ojala no les sea tenida en cuenta esta actitud”.
Y seguirá diciendo, “el Señor estuvo a mi lado dándome fuerzas para que el mensaje sea predicado por mi intermedio”. Jesús, en efecto, no le quita las privaciones y tribulaciones propias del seguimiento, sino que le otorga fuerzas para que sepa sobrellevarlas. Así lo entiende él y, sin quejarse, sigue respondiendo a la gracia recibida, aspirando al encuentro definitivo con Jesús, quien lo ha seducido y elegido como apóstol suyo, herencia y corona de su entrega.
En el texto del evangelio (Lc.18, 9-14), a través de una parábola, Jesús habla nuevamente acerca de la oración, apareciendo con claridad la actitud con que esta se realiza. El fariseo comenzará diciendo “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, adúlteros e injustos…y como ese publicano”. Este hombre inició bien la oración dando gracias a Dios, aunque se equivocó posteriormente. Debió decir “Te doy gracias Señor por el día que me das, por el pan sobre la mesa, por la familia que tengo, por las posibilidades que me brindas para hacer el bien, porque tengo trabajo…” Su oración en cambio, sumida en la soberbia equivalía a decir, “Te doy gracias porque soy grande, perfecto, superior a todos, autosuficiente,”. Si bien se dirige a Dios, el fariseo le está diciendo “en verdad no te necesito mucho, soy perfecto” contrariando así las características propias del pobre de Yahvé, de quien hablábamos anteriormente. No entendía cuál es la actitud que a Dios agrada sobremanera quedando su súplica viciada desde el comienzo, aunque realizaba algunas cosas buenas tal como se describe respecto al cumplimiento de las prescripciones legales.
Pero le faltaba el amor hacia su hermano, el publicano, a quien miraba con desprecio a causa de sus pecados, desde su convencimiento de impecabilidad.
El espíritu farisaico ignora habitualmente que Jesús no mira bien el juicio que muchas veces se emiten sobre los demás. Esto no significa cerrar los ojos ante los pecados del que obra mal, o decir que ha obrado bien. Lo que se nos pide es no juzgar pretendiendo entrar en el interior del otro, ya que sólo Dios lo conoce.
De allí que no saliera justificado desde la presencia de Dios.
Mientras tanto, el publicano, no se animaba siquiera a mirar al cielo, sede de la presencia divina. Es que resulta difícil mirar a Dios cuando existe mala conciencia.
¡Quién no ha pasado por esta experiencia, no sólo ante Dios, sino ante los demás! En clima de sinceridad y de verdad las personas se miran a los ojos para perfeccionar la comunicación. Cuando las intenciones no son claras, en cambio, se rehúye la mirada, porque se intuye que puede ser descubierto lo que se esconde.
El publicano se prepara para mirar nuevamente a Dios implorando sinceramente “Señor ten piedad de mí que soy un pecador”. En mi interior sólo hay nada.
La nada que implica no sólo la carencia de la gracia, sino la posesión del pecado, o mejor dicho el ser poseído por el pecado y sus consecuencias.
El evangelio dice que este fue quien salió realmente justificado, es decir, fue hecho justo por el poder divino, porque su oración fue la del pobre de Yahvé que reconoce su nada, y así lo siente, dirigiéndose a Dios para que lo colme de gracia.
Termina el texto recordando la humillación de quien se engrandece, y la elevación de quien se hace pequeño, como lo recuerda proféticamente para todas las generaciones el cántico de la Virgen María.
Aprovechemos iluminados por la palabra de Dios, para sentirnos delante del Señor, como lo que realmente somos, poca cosa a causa de nuestras miserias y pecados, para que Él pueda hacer maravillas en nosotros.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXX “per annum”, ciclo “C”. 24 de octubre de 2010.
http://ricardomazza.blogspot.com; http://stomasmoro.blogspot.com; http://grupouniversitariosanignaciodeloyola.blogspot.com; http://elevangeliodelavida.blogspot.com; www.sanjuanbautista.supersitio.net/; ribamazza@gmail.com.-


22 de octubre de 2010

“El poder mediador de la súplica confiada ante el Juez Eterno”


1.-La eficacia de la oración.-
Los textos bíblicos de este domingo ponen el acento en algo que es vital en nuestra vida, la oración, el encuentro personal con el Señor. Y así en la primera lectura tomada del libro del Éxodo (17, 8-13) se nos habla de esta batalla que el pueblo de Israel enfrenta con los amalecitas. Moisés sube a la cima del monte y con los brazos en alto comienza a orar, a implorar a Dios su ayuda. Cuando bajaba los brazos, signo del flaquear de la oración, los amalecitas triunfaban en el combate. Cuando levantaba los mismos, indicando el regreso de la súplica, la suerte cambiaba favorablemente para los israelitas.
El poder intercesor no estaba en los brazos en alto, sino en la oración, aunque éstas indicaban la perseverancia o no en la invocación al Señor de la Alianza.
Amalek representa a las fuerzas del mal, a todo aquello que busca destruir lo que pertenece sólo a Dios, maldad que es derrotada por el poder de la oración confiada de quien se siente débil en sí mismo, pero fuerte por el apoyo recibido de lo Alto.
Conviene tener presente que el maligno a través de sus servidores nos acecha siempre y, busca la destrucción de todo lo bueno y noble que existe en el mundo. A nosotros nos resta siempre el poner nuestra fuerza en lo que viene de Dios.
2.-La oración ante los embates del maligno, hoy.
Algo semejante ha acontecido en estos días en el denominado XXV encuentro de mujeres autoconvocadas. En efecto, mientras quienes sometidas a ideologías abortistas manifestaban su odio por la Iglesia Católica, otras muchas mujeres, católicas fervientes, exponían hasta su integridad física por defender la naturaleza de las cosas y la verdad sobre la mujer y la vida humana.
Grupos de jóvenes, también, confiando sólo en el poder de la oración, dieron testimonio de su fe ante la presencia palpable del espíritu del mal que no pudo consumar su decisión de atentar hasta contra los lugares sagrados.
Dios nos prueba, pero también nos sostiene en medio de las dificultades que presenta cada vez más una cultura hostil a la Verdad, animándonos a no abandonar nuestros principios cristianos.
La presencia de María Santísima –insoportable para el espíritu del mal- ha de ser nuestra compañía, especialmente a través de la simple y sencilla oración del rosario, agradable a la Madre del salvador y, recomendada con frecuencia por la Iglesia. María fue llamada desde la antigüedad, la “potencia suplicante”, porque ante su intercesión, el Hijo de Dios y suyo, siempre responde a quienes la invocan con fe y constancia.
La oración nos fortalece y da sentido a nuestra vida cuando lo hacemos siempre reconociendo nuestra pequeñez creatural.
3.-Orar sin desánimo ante quien nos escucha siempre.
Muchas veces sucede entre nosotros que rezamos especialmente en los momentos difíciles y, nos olvidamos fácilmente en los tiempos tranquilos o cuando volvemos a poner nuestra seguridad únicamente en lo humano. Creemos engañosamente, con frecuencia, que todo lo debemos al trabajo personal, al propio esfuerzo, o a la capacidad de cada uno.
Nos creemos seguros y nos olvidamos de Dios, sin caer en la cuenta que sin Él nada podemos hacer, aunque lo intentemos de modos diversos.
En los momentos de crisis, cuando no encontramos solución a los problemas, volvemos a recurrir a la oración. Esta experiencia nos tiene que ayudar a cambiar de actitud dejando de lado el interés por la oración sólo cuando estamos en dificultades para convertirnos en orantes permanentes.
En el texto del evangelio (Lc. 18,1-8) de hoy se nos da un dato no menor para nuestra vida en relación con la necesidad de orar sin desanimarnos.
En efecto, mientras el juez, a quien no le importa Dios ni los hombres, administra justicia de mala gana, sólo para terminar con los reclamos de una mujer cargosa, Dios escucha ciertamente lo que se le implora aunque “haga esperar” su respuesta según sirva para nuestro crecimiento personal.
Dios se coloca en el lugar del juez pero para hacer justicia siempre, ya que le interesa la suerte de los elegidos, respondiendo “en un abrir y cerrar de ojos”. Aunque no siempre se nos conceda lo que pedimos, sí se nos otorga aquello que sirve para nuestro bien y crecimiento, aún en medio de la prueba que significa encontrarnos en una encrucijada.
4.-La figura materna y la oración.
Hoy en nuestra patria se recuerda el día de la madre universal.
La figura materna es de capital importancia en el seno de las familias cristianas en cuanto elegida por el Señor, junto con el padre, para transmitir la fe a sus hijos, que se va incrementando a través de la oración. La actitud orante del ser humano deja en claro que nos anima la fe salvadora que rescata al hombre de las miserias propias de la temporalidad. De allí que resulte conmovedor ver a los niños pequeños que son enseñados por sus madres a elevar su mirada al cielo para orar al Padre común de todos.
Así instruidos, fácilmente entienden que del mismo modo que cuando necesitan alguna cosa la piden a su madre, confiados en conseguirla, si es posible, de la misma manera pueden implorar al Padre de los cielos todo aquello que resulta imposible obtener con la sola capacidad humana.
Es necesario transmitir a los niños la necesidad de una oración confiada en que el Señor siempre escucha nuestras peticiones, aunque demore su concreción.
Al respecto San Pablo advierte a Timoteo (2 Tim. 3,14-4,2), en la segunda lectura, “recuerda que desde la niñez conoces la Sagrada Escritura”, y expresa su certeza de que recibió su fe sincera por medio de su abuela Loide y su madre Eunice (2 Tim. 1, 5).
¡Qué bello resulta que los niños, como antiguamente Timoteo, conozcan desde la niñez la Palabra de Dios transmitida por sus madres, porque allí “se encuentra la sabiduría que conduce a la salvación”!
Esta sabiduría que conduce a la salvación no la alcanzan los niños en la televisión, en la radio, en los juegos por Internet, o en las costumbres del mundo sino en la Palabra del Señor.
De allí la importancia de trabajar para que crezca en todos el espíritu de oración. La misma nos hace tomar conciencia de nuestra debilidad y pequeñez al mismo tiempo que la grandeza de Dios.
5.-Puestos en la presencia de Dios por la oración.
Me parece oportuno recordar siempre a los cristianos en mis conversaciones particulares, la importancia que tiene el elevar nuestra mente a Dios desde el primer momento del día.
Agradecer al Señor por el nuevo día que nos da, por el pan sobre la mesa, porque tenemos trabajo, por la familia en la que nacimos. Pedir que sepamos llevar a ejemplo de Cristo las cruces de la jornada. Implorar la gracia de lo Alto para mantenernos las veinticuatro horas del día como buenos hijos del Padre.
Todo esto, cuando lo concretamos, le da un sentido nuevo a todo nuestro día ya que permanecemos bajo la mirada complaciente de quien nos ha dado la existencia y nos ama entrañablemente.
Por el contrario, así como al levantarnos, nuestros seres queridos nos mirarían extrañados si no les dirigimos la palabra, de la misma manera el olvidar elevar nuestro pensamiento al Creador desde el comienzo del día le hace preguntar “¿qué bicho le picó a este que me ignora desde temprano?”.
Queridos hermanos sepamos ser agradecidos siempre a Dios y sintámonos hijos suyos a cada momento, no sólo cuando los problemas se nos presentan como irresolutos.
Elevemos nuestras plegarias a través de la Madre común de todos, María Santísima. La Virgen vendrá siempre a fortalecer con su maternidad a todas las madres, enseñándoles el cómo conducir a los hijos al encuentro de su Hijo, nuestro Salvador.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XXIX “per annum”, ciclo “C”. 17 de octubre de 2010.
http://ricardomazza.blogspot.com; http://stomasmoro.blogspot.com; http://grupouniversitariosanignaciodeloyola.blogspot.com; http://elevangeliodelavida.blogspot.com; www.sanjuanbautista.supersitio.net/; ribamazza@gmail.com.-

13 de octubre de 2010

“La gratuidad del don divino salva a quien lo implora”

Los textos bíblicos de este domingo nos dejan muchas enseñanzas para ir creciendo en nuestra vida de fe. La gratuidad de los dones de Dios, la necesidad de la fe para un acercamiento más profundo con Él, la actitud de agradecimiento por parte de la creatura hacia su Creador, son algunas de ellas. Una síntesis de todo esto la tenemos en la afirmación que Pablo refiere a su discípulo Timoteo, al decir “la Palabra de Dios no está encadenada”. Y esto lo vemos ya en el Antiguo testamento. La palabra de Dios, al no estar prisionera, no se dirige sólo al pueblo elegido, ya que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2, 4-5).
Esto lo vemos realizado en el segundo libro de los reyes (5, 10.14-17) cuando recuerda la curación del general sirio Naamán que sufría de lepra. A este hombre se lo invita a encontrarse con el Dios de Israel para ser limpio de su enfermedad. Después de vencer algunas dificultades, acepta entrar siete veces al río Jordán como le pide el profeta Eliseo quedando su piel como la de un joven.
De alguna manera se le exige una actitud de fe ante lo que se le pide, ya que seguramente hubiera sido otra la situación si Eliseo le impusiera sus manos sobre la cabeza o tocara su cuerpo sanándolo de sus males. Sin embargo le indica algo extraño, bañarse en el Jordán, como si no fueran mejores los ríos de su patria.
Una vez curado quiere manifestar su agradecimiento dándole ofrendas valiosas a Eliseo quien las rechaza con vehemencia porque no es obra suya lo acontecido sino de Dios.
Quiere orientarlo a Naamán a encontrarse con el Dios verdadero que lo ha salvado, habiendo sido el profeta sólo un instrumento.
En este proceso de fe –aún incompleto- aspira a llevar tierra de Israel a su Patria para adorar al Dios que lo ha curado, ya que todavía sigue atado a la creencia de su tiempo que circunscribía el poder de la divinidad a fronteras geográficas determinadas.
Se abre a comprender, aunque lo ignore, que el poder del Dios de la alianza no se ata a países o regiones, sino que es universal y, que amando a todos los hombres los va convocando para que puedan conocerlo en plenitud y puedan ingresar en su amistad.
Si tomamos el evangelio del día (Lc.17, 11-19), nos encontramos con una situación semejante. Jesús le da una indicación precisa a los diez leprosos “vayan al sacerdote”. Al igual que Eliseo no los toca ni les impone las manos sino que los remite a quien puede permitirles volver a la comunidad familiar una vez certificada su curación, ya que considerados impuros no podían estar en contacto con nadie sujetándose a reglas sanitarias muy duras, además de ser considerados impuros a causa del pecado que supuestamente los había segregado de la comunidad. Obedecen la indicación impartida y, en el camino quedan curados. Ante este hecho prodigioso, signo de la divinidad de Cristo, sólo uno vuelve para encontrarse con el Señor, un samaritano.
Samaritanos y judíos eran enemigos acérrimos, pero por sufrir la misma enfermedad habían aprendido a convivir todos juntos, comulgando en el dolor y en el destino de muerte en vida.
Una vez curados, sin embargo, no permanecen unidos, ya que los judíos siguen su camino hacia la sinagoga, seguramente convencidos que Cristo les debía esa curación y por lo tanto no tenían por qué sentirse obligados a volver sobre sus pasos para agradecer cosa alguna.
El samaritano, el extranjero, en cambio, regresa para encontrarse con Jesús porque en el fondo reconoce que lo sucedido sobre él es obra de Dios. Con esta actitud deja de lado el cumplimiento de la ley –recibir la aprobación sacerdotal-, para ingresar en el campo de la gracia. Por eso postrado en tierra agradece al Señor lo realizado en él, a lo que Cristo le responde “levántate, tu fe te ha salvado”.
El samaritano percibió el don de Dios y presenta con su ejemplo una actitud superadora a la de Naamán el sirio que se había acercado a Eliseo para agradecerle siendo que el profeta no fue más que un instrumento divino para curarlo.
Comprendemos así que es necesario acercarse al Señor si es que queremos avanzar en el camino de la fe.
En este caminar es necesario que nos aproximernos reconociendo que todo es don de Dios, que lo que acogemos como obsequio divino no es algo a lo que tenemos derecho, sino que sólo es fruto de su gratuidad de la que nos quiere hacer participar en su misericordia.
Dios no actúa obligado a nada, como tampoco nosotros podemos invocar derecho alguno, todo es don que se derrama sobre nosotros para que lo conozcamos, lo amemos y sirvamos con corazón puro, mientras recorremos la senda de la santificación personal.
Al respecto conviene recordar la importancia de tomar a Cristo como centro de nuestra vida. Del Cristo muerto y resucitado se trata –declara San Pablo en la segunda lectura (2 Tim.2, 8-13).
El samaritano de alguna manera fue al encuentro de Cristo muerto y resucitado, ya que el texto del evangelio nos dice que el Maestro se dirigía a Jerusalén, para sufrir la muerte y luego resucitar de entre los muertos.
De manera que el samaritano anticipadamente se encontró, desde la fe, aún antes de realizarse, con el misterio pascual de Cristo.
Por eso Pablo le dice a Timoteo “acuérdate de Jesucristo resucitado”, clave de la fe y buena noticia que se transmite permanentemente, no sólo a Timoteo sino a todo aquél que desde la fe busca al Señor.
Por la buena noticia, que es Cristo que salva, Pablo está encadenado como un malhechor, aunque asegura que “la palabra de Dios no está encadenada”.
Está muy claro, por cierto, que nadie puede encadenar la palabra de Dios. Por más que con fines políticos o ideológicos se pretenda inmovilizarla, vaciarla de contenido o transformarla según el gusto de tantos interesados en desvirtuarla, ella está siempre libre para entrar en el corazón de todos como espada afilada, porque es la verdad que se abre paso libremente.
De allí que la liturgia de este domingo nos invita a encontrarnos con Cristo y ha recibir el mandato suyo de ir por todas partes llevando la palabra de la verdad, como Iglesia misionera, siempre enviada a transmitir el evangelio.
En este sentido conviene recordar que desde ayer se realiza en la ciudad de Paraná el XXV Encuentro Nacional de mujeres con clara orientación ideológica en la que con la excusa de tratar temas referentes a la dignidad de las mujeres, se pretende imponer a través de talleres de reflexión, una visión tergiversada sobre la verdad del ser del varón y de la mujer por medio de la deletérea concepción llamada “perspectiva de género”, con clara defensa del aborto y de una visión “pretendidamente nueva” acerca de la naturaleza del hombre. De hecho ya en nuestra Patria, con apoyo oficial, se quiere pervertir hasta el corazón de los niños en la educación, haciéndoles creer que ser biológicamente varón o mujer es una “construcción cultural” inventada por la sociedad que “ha de ser transformada” de tal modo que cada uno pueda elegir su orientación sexual a espaldas de la verdad creacional con la que venimos a este mundo.
A este encuentro, como sucede cada año, acuden mujeres católicas que en clima de paz llevan el mensaje de la verdad sabiendo que han de soportar por parte de las “muchachas democráticas” el insulto y hasta la violencia, como método permanente de coacción contra quienes no piensan según su errónea visión de la vida. Según la premisa de que “la palabra de Dios no está encadenada”, quienes son consecuentes con su fe, participarán expresando, -aunque los medios dirán después todo lo contrario- , la verdad sobre la vida y la dignidad de la persona humana.
También acompañan, -aunque no puedan participar de los talleres- , no pocos varones afirmados en su fe en el resucitado.
Al respecto, debo confesar con alegría, que de nuestra parroquia, participan en este encuentro, algunos miembros del grupo universitario “san Ignacio de Loyola”, conscientes que esto significará un crecer en la vocación de creyentes, y una ayuda para cimentar más la vida de fe en el ejercicio de la virtud de la fortaleza, tan necesaria en nuestra cultura para testimoniar lo que creemos.
De allí que como comunidad parroquial hemos de implorar al Señor resucitado abundantes bendiciones para que en medio de las cruces y persecuciones del mundo en el que nos ha tocado vivir, podamos siempre dar testimonio valiente de la fe recibida en el bautismo.

Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” de Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en el domingo XXVIII “per annum”, ciclo “C”. 10 de Octubre de 2010.
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6 de octubre de 2010

“¿Hasta cuándo seguirás Señor sin escucharnos?”

Las tres lecturas de este domingo hacen referencia al tema de la fe, de capital importancia en la vida del cristiano. La fe que implica el creer en Dios, -es decir, que es el Señor de todo lo creado y nuestro, el todopoderoso- y, creer a Dios, o sea, en su palabra, en todo lo que revela en el transcurso de la historia para el bien de nuestra vida. Tomando la antífona del salmo responsorial podríamos poner en boca de Dios aquello de “ojalá escuchen hoy mi voz, no endurezcan el corazón de ustedes” (Salmo 94). Esa es la queja de Dios dirigida al pueblo elegido del Antiguo Testamento pero también incluyéndonos a nosotros mismos. El profeta Habacuc en la primera lectura (1,2-3; 2,2-4) se queja ante Dios diciendo, “¿hasta cuándo Señor?, ¿hasta cuándo pediré auxilio sin que Tú escuches?...sin que salves. ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias…?”.
Se refiere con este lamento al silencio de Dios, no sólo ante la inminencia de las tropas enemigas, que destruyen todo a su paso, sino también al estado de degradación del mismo pueblo elegido. Si bien es cierto los invasores son pecadores, los hijos de la alianza no lo son menos en sus desvíos, en su ruptura constante de la alianza, en su falta de fe.
Este gemido del profeta bien puede ser el nuestro, ya que le preguntamos también, “¿Hasta cuándo Señor seguiremos aguantando tantos males recibidos de la sociedad en la que estamos insertos, en nuestra Patria? ¿Hasta cuándo soportar la soberbia e impunidad de los malvados? ¡Haz cerrado tus oídos a nuestro clamor!”
Sin embargo el Señor pareciera querer decirnos como respuesta, “ojalá escuchen también ustedes mi voz, no endurezcan el corazón, ábranse para que entrando en cada uno pueda iluminarnos con mi Palabra”.
Ahora bien, Dios que es fiel siempre a sus promesas le dirá a Habacuc, -y nos lo repite en el presente-, que no tema, que tenga paciencia.
Sus tiempos no son los nuestros, de allí que dirá “el que no tenga el alma recta sucumbirá, pero el justo vivirá por su fidelidad”.
Y esta es una constante que se renueva en la historia de la salvación, ya que
en el transcurso del tiempo humano, el cristianismo fue perseguido por el judaísmo, el mundo griego, el imperio romano, y así sucesivamente en los dos mil años de historia de fe. A pesar de ello la Palabra de Dios se cumplió plenamente ya que más tarde o más temprano “el que no tiene el alma recta sucumbe, mientras el justo vivirá por su fidelidad”. El justo que “se justifica”, es decir, que es constituido en justo delante de Dios no por sus acciones sino fundamentalmente por la gracia de Dios.
Él va trabajando el corazón de cada uno, y cuando respondemos, es cuando nos hacemos justos ante su presencia.
Este ser justos no significa que estaremos exentos de problemas y dificultades. En efecto, los desterrados a Babilonia después de la profecía de Habacuc, no solamente eran pecadores sino justos también, y gracias a los que se mantenían fieles a la alianza, a pesar del destierro, el Señor les concede el regreso a su Patria.
En la segunda lectura (2 Tim. 1,6-8.13-14) aparece nuevamente el tema de la fe que tambalea en medio de las preocupaciones. El hombre al ser frágil y al estar rodeado por una fuerza hostil, guiada por el espíritu del mal, puede apagar o disminuir la llamada de Cristo. Pablo ha descubierto que Timoteo está en crisis, su fuerza va apagándose. Por eso le recuerda la gracia que ha recibido diciéndole “Te recomiendo que reavives el don de Dios que has recibido por la imposición de mis manos”. El hecho de ser obispo (el primero de la comunidad de Éfeso) no lo libera de sentirse frágil y limitado. Como Timoteo, también nosotros hemos de reavivar el don recibido, fundamentalmente el del bautismo. Como Timoteo nos sentimos muchas veces débiles antes las dificultades y persecuciones de este mundo.
Un mundo en el que pareciera que sólo prospera lo malo en detrimento de lo noble y bueno, sin que nadie ni nada le ponga límites.
Ante esta situación, Pablo nos dice también a nosotros que hemos de reanimar el don recibido, recordando la enseñanza del apóstol que asegura que no hemos recibido un espíritu de temor, sino “de fortaleza, de amor y de sobriedad”.
Fortaleza asegurada porque estamos afirmados en Cristo Nuestro Señor, que es la roca viva. Y si Él es nuestro sostén, nada hemos de temer, orientándonos siempre a su amor y al servicio de los hermanos, en una vida que siempre le sea agradable.
“Es necesario que compartas conmigo los padecimientos a causa del Evangelio” –continúa San Pablo diciéndole a Timoteo y a nosotros. Nunca predicar el evangelio ha sido tarea fácil para quien quiera mantenerse fiel a su bautismo. Lo sabemos por experiencia propia. En nuestro trabajo cotidiano muchas veces somos burlados a causa de nuestra fe. La sociedad en la que estamos insertos está siempre atenta a descubrir alguna falta nuestra para pegarnos duro, como una forma de ocultar y defenderse por su propia infidelidad al Creador. Todo esto nos hace sentir mal y quizás caer en la tentación de abandonarlo todo. Al respecto, el Señor nos dice a través del apóstol que, reanimemos el don recibido en el bautismo.
Esto nos lleva como necesidad permanente a elevar nuestra súplica a Jesús, diciendo con confianza “Auméntanos la fe” (Lucas 17, 5-10), ya que no es fácil vivir la doble faceta de la misma. Por un lado nos cuesta creer en Dios, o aceptar que nos escucha cuando pareciera que está sordo a nuestras súplicas, o que no nos abandona, o que es el todopoderoso; y creer a Dios, lo que nos enseña, lo que nos comunica a través de su palabra o por medio de la Iglesia que Él fundara.
Para entender el mandato de Jesús de perdonar siete veces al día a quien ha ofendido y reclama nuestro perdón, como Él lo hace con nosotros, se requiere el que se nos aumente la fe que hemos recibido. Para sostener y vivir el seguimiento de Cristo, también necesitamos crecer en la vida de fe que se traduce en obras, es decir, en el conocimiento, seguimiento e imitación de Jesús.
Cristo ante este pedido, conocedor como es de nuestras flaquezas, nos reclama por lo menos que tengamos el deseo de que esta fe crezca, y lo hace con el ejemplo del grano de mostaza.
En efecto, si nuestra fe fuera aunque sea del tamaño de un grano de mostaza, y la entregamos al Señor, la hará fructificar. La semilla de mostaza es tan pequeña que casi ni se ve, pero que arrojada y fecundada en la tierra se transforma en un gran arbusto.
Lo mismo pasa con nuestra fe pequeña. Una vez fecundada por la gracia de lo Alto nos permite soportar las dificultades de la vida y, avanzar en el seguimiento de Cristo, sabiendo siempre que somos simples servidores suyos, siendo nuestro gozo la posibilidad de hacerlo fielmente como Él es fiel a nosotros desde el principio hasta el fin de nuestra existencia.
Pidamos que este aumento concedido de nuestra fe nos permita ser intrépidos evangelizadores en un mundo que aunque parezca indiferente necesita de la voz del Señor.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en el domingo XXVII durante el año, ciclo “C”, 03 de octubre de 2010.
http://ricardomazza.blogspot.com; http://stomasmoro.blogspot.com; http://grupouniversitariosanignaciodeloyola.blogspot.com; http://elevangeliodelavida.blogspot.com; www.sanjuanbautista.supersitio.net/; ribamazza@gmail.com.-

1 de octubre de 2010

“Derribó a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes” (Lc. 1,52)

“Si no escuchan a Moisés y a los profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos tampoco se convencerán” (Lc. 16, 31). El texto citado está apuntando a la actitud de fe frente a la Palabra de Dios, ya que cuando no se acepta ésta como enseñanza del Señor y como manifestación del designio que tiene sobre cada uno de nosotros es inútil pretender apariciones u otras situaciones fantasiosas. De hecho, toda esta gente que denuncia el profeta Amós en su tiempo, había recibido las enseñanzas de Moisés, y escuchaban a los profetas y, sin embargo estaban sumergidos en las riquezas que la prosperidad de ese momento les brindaba y hacían caso omiso a la Palabra de Dios que había manifestado –y así lo expresaba la ley de Moisés- la necesidad de abrir el corazón no sólo al Creador sino también a las carencias del hermano, del prójimo. En efecto, como decíamos el domingo pasado y se continúa en éste, la situación social que se vivía en el reino de Israel (s. VIII a.C.) era de una injusticia galopante. Unos pocos se enriquecían y se daban la gran vida mientras la mayoría de la gente, explotada, se consumía en medio de sus miserias. Pero he aquí que Dios en su Providencia, a través de la historia misma de los pueblos, va mostrando su designio de salvación, señalándolo duramente el profeta Amós diciendo, “por eso irán al cautiverio al frente de los deportados y se terminará la orgía de los libertinos” (Amós 6, 7), refiriéndose a la caída de este reino en el año 721 a.C.-
La historia humana es historia de salvación, pero también de condenación, toda vez que el hombre se aparta de su Dios y quiere construir su vida a sus espaldas, prescindiendo de sus hermanos dando curso a una vida preñada de injusticias y falsas seguridades que a su tiempo cae estrepitosamente.
En la historia humana cuando se ingresa en la corrupción de todo tipo en los pueblos, concluye esta situación devorándose a sus mismo hacedores.
El texto del evangelio sigue en la misma línea de la profecía de Amós y en lo que habíamos reflexionado ya el domingo anterior.
Aquí se presenta la figura de un hombre rico. La descripción es muy cruda señalando de entrada un estilo de vida disoluto ya que vestía de “púrpura y lino finísimo”, dejando al desnudo así la frivolidad de aquél tiempo. No se repara en gastos para una vida lujosa signada por espléndidos banquetes, despreocupados todos de la miseria, fruto de la injusticia humana, que acechaba a su alrededor.
Dejándonos llevar por la imaginación podemos escuchar las conversaciones que dominaban la atención de los fiesteros, descripciones sobre cómo hacían dinero, oprimiendo todo a su paso, jactándose sobre sus astucias para ir prosperando cada vez más, convalidando nuevos y oportunos negocios que incrementaran insaciablemente sus fortunas mal habidas, forjadas en la sangre de los pobres. Esta realidad presente en la época de Cristo y que continúa lamentablemente en nuestros días, va mostrando hasta que punto el corazón del hombre es capaz de ir cerrándose ante Dios, volviéndose insensible frente a su Palabra, y ante las necesidades de los demás hombres.
En efecto, este hombre Lázaro, que estaba yaciendo en su pobreza, representa a toda una sociedad despojada de aquello que le es propio por designio particular de Dios que ha destinado los bienes creados para el bien de toda la humanidad.
Podemos intuir en este cuadro de necesidades a aquellas personas que víctimas hoy de tantas injusticias sociales en el mundo, reclaman desde el yacente Lázaro lo que se les niega en un sistema político, social, económico y cultural que privilegia a los poderosos y excluye sistemáticamente a aquellos que no cuentan para una visión utilitarista del hombre.
El hecho de que el pobre tenga nombre, Lázaro, -mientras que el rico está despojado del mismo-, indica que estas miserias claman al cielo con nombre y apellido, que Dios los atiende ya que guarda memoria de los excluidos.
En el texto del evangelio no se pretende condenar la riqueza o la personal figura del rico, sino que se fustiga el mal uso que de esas riquezas se hace. Tampoco se canoniza la pobreza, ya que Dios no quiere la situación misérrima que viven tantos lázaros en el mundo, ni es su intención consolarlos prometiéndoles una vida mejor después de la muerte, ya que la injusticia que padecen es fruto de la opulencia y el egoísmo de tantos que, cerrados en sí mismos, no abren caminos, pudiéndolo hacer, para dignificarlos.
El evangelio proclamado señala la gravedad de estos hechos introduciendo el tema de la retribución después de la muerte.
Para ser entendido Jesús utiliza términos del judaísmo vigentes en su época y, como se dirige a los fariseos marcará la necesidad de la fe en su persona y su enseñanza que reclama una nueva visión de las cosas y de la vida como condición para un cambio posible del hombre y su paso por este mundo en medio de los bienes terrenales.
La actitud del rico reclamando “pruebas” para los todavía vivos que motive su conversión, es rechazada rotundamente en el texto. Jesús exige una actitud totalmente nueva, la de la fe en su persona, ya que cuando el hombre pide pruebas no es porque le interese creer, sino porque quiere enmarcar lo espiritual y trascendente en las “falsas” seguridades de su mundo volátil.
Sucede para quien vive la sicología propia del rico de la parábola que tan encerrado está en su mundo insensible que es incapaz de abrirse a la vida de fe, siendo su “ver” un permanente “no ver”. Un ejemplo lo tenemos en la resurrección de Lázaro, hermano de Marta y María, que provocó la fe de algunos presentes junto a su tumba, pero que endureció aún más a los fariseos, hasta tal punto de querer matar tanto al recién revivido como a Jesús. Estos incrédulos veían sin ver en absoluto. Jesús les dio por lo tanto un signo, adelantándose a su propia resurrección, pero se cerraron totalmente al mismo.
Así sucede con la riqueza que es capaz de cegar a las personas hasta tal punto que se cierran a toda perspectiva de fe porque han excluido a Dios y al prójimo que son los únicos que podrían, si se los reconociera, cambiar sus proyectos egoístas de vida.
El “signo” o la “prueba” que les da Jesús para que se conviertan de su dureza de corazón es la de Lázaro. Es decir que Él mismo se presenta humillado y sangrante en su pasión como varón de dolores que asegura, para quien lo reciba, el participar de su misma resurrección.
Es decir que es necesario volver a las fuentes, regresar a Él cubierto de llagas y de miserias en las personas excluidas de este mundo, para que recibiéndolas en nuestra sociedad, -que es recibirlo a Él mismo-, dignificándolas, obtengamos todos como hermanos la realidad de resucitados a la vida de la gracia y de hijos amados del Padre.
En definitiva se trata de vivir lo que exhorta hoy San Pablo (1Tim. 6, 11-16): “Practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la constancia, la bondad, pelea el buen combate de la fe” – o sea jugate por tus convicciones de fe cristiana, no te dejes separar de Cristo por las promesas fáciles del mundo. “Conquista la vida eterna a la que has sido llamado y en vista de la cual hiciste una magnífica profesión de fe”. En efecto, la vida eterna que es siempre meta del cristiano supone ir conquistándola permanentemente en esta fidelidad a la persona de Jesús y a sus enseñanzas, y a nuestros hermanos.
Queridos hermanos, esta parábola ha sido proclamada muchas veces entre nosotros los creyentes. Sin embargo todavía sigue sin calar hondo en nuestro corazón. Pidamos al señor nos ayude a entender su interpelación y nos dé fuerza para vivir este ideal cada uno en la parte que Él nos reclame.

Padre Ricardo B. Mazza. Director del CEPS “Santo Tomás Moro”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Homilía en el XXVI domingo ordinario, ciclo “C”. 26 de septiembre de 2010. ribamazza@gmail.com; http://grupouniversitariosanignaciodeloyola.blogspot.com; http://ricardomazza.blogspot.com; http://sanjuanbautista.supersitio.net/; http://stomasmoro.blogspot.com.-