30 de julio de 2020

Porque Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, elige para el Reino de los Cielos al negociante que lo busca como a la perla valiosa.


El domingo pasado se nos recordaba que en este campo del Señor, en esta vida, no solamente está el trigo que siembra Jesús, es decir, el hombre  que se orienta hacia lo bueno, sino que el espíritu del mal siembra también la cizaña, con la que hemos de convivir en este mundo hasta el momento de la cosecha, el fin del mundo donde se hará la separación final.
En el texto de este domingo (Mt. 13,44-52), el Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido, que un hombre lo encuentra de casualidad y al descubrir su gran valor,  vuelve a enterrarlo, vende lo que tiene para quedarse con el campo y también con el tesoro. Por cierto que este tesoro escondido hace referencia a Jesús, que muchas veces pasa desapercibido en nuestra vida, no lo descubrimos a no ser que lo empecemos a buscar, y a no ser también que el mismo tesoro, o sea el mismo Cristo se deje descubrir para poder entrar en nuestra vida. En esta comparación se destaca cómo el hombre es capaz de despojarse de todo porque considera que este tesoro, en nuestro caso Cristo nuestro Señor, es lo más importante que puede acontecer en nuestra vida, ya que se trata de encontrarse con el Salvador.
La segunda parábola habla de un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas. Inmediatamente uno puede pensar que es muy parecida a la anterior, es decir se nos habla del tesoro en la primera parábola, ahora se nos habla de la perla para pensar que Cristo es como una perla preciosa que se la descubre y también se la adquiere. Sin embargo, nótese que existe una diferencia,  ya que mientras la primera dice que el Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido, en la segunda dice: “el Reino de los Cielos se parece a un negociante” es decir, el acento esta puesto en el negociante, no únicamente en la perla, o no solamente en la perla, es decir que el reino de los cielos se parece a un negociante en cuanto que el hombre, el ser humano se convierte en un elegido de Dios para que ese Dios pueda entrar en su corazón y pueda fructificar a esa persona en obras de bien.
Puede ayudar para entender esto lo que afirma el apóstol San Pablo en la segunda lectura (Rom. 8, 28-30) que hemos proclamado; allí el apóstol dice: “sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que Él llamo según su designio”. Precisamente el Reino de los Cielos implica esa voluntad de Dios de disponer todas las cosas para el bien de los que lo aman, de manera que este negociante, podríamos decir, ama al Señor, y el Señor derrama sobre él todas sus gracias y sus dones para que vaya creciendo. 
Fijémonos  cómo el Reino de los Cielos aparece en el corazón del negociante, y así, siguiendo a san Pablo, recordamos que Dios lo conoció de antemano y lo predestinó a reproducir la imagen de su Hijo,  lo llamó, lo justificó y lo glorificó. Como percibimos, todos estos verbos están describiendo lo que acontece en el corazón del negociante, que se transforma en un preferido del Señor porque lo llamó, lo justificó, lo eligió, etcétera el cual respondió quedándose con la perla más preciosa que es Cristo nuestro Señor.
En la tercera parábola el Reino de los Cielos se parece a una red que se echa al mar, esto nos está hablando de la voluntad de Dios de abrirse a la salvación de toda la humanidad, ese Dios que recibe no sólo al trigo, sino también a la cizaña como veíamos el domingo pasado, ese Dios que busca al ser humano porque quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, pero en esa conquista de la humanidad, se compara con esta red que recoge toda clase de peces, haciéndose después la selección ya que “se recoge lo bueno y se tira lo que no sirve” para dar a entender que si bien Dios se juega por la humanidad llamando a todos a la salvación, no todo el mundo responde a este beneplácito de Dios sobre nosotros que es construir nuestra vida, nuestra existencia a imagen de su hijo Jesucristo.
Esta parábola tiene a su vez un tinte escatológico, ya que al igual que  la parábola del trigo y la cizaña, se refiere al fin del mundo o al fin de la vida con la muerte, momento en que  los ángeles harán la separación de unos y otros.
Pues bien ¿cómo termina el texto? “Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo”, es decir, se habla de la sabiduría de cada persona humana. En efecto, el hombre es verdaderamente sabio no solamente cuando aprende de lo nuevo, sino también cuando rescata de lo viejo, de las experiencias del pasado, todo lo que le sirve para madurar y crecer como persona.
De allí que hemos de  pedir a Dios la gracia de la sabiduría como la pidió Salomón, según escuchábamos en la primera lectura (I Rey. 3, 5-6ª.7-12), el cual  conociendo su pequeñez, su debilidad, su incapacidad para gobernar al pueblo elegido, recurre a Dios pidiéndole la sabiduría para saber escuchar y discernir lo que ha de hacer siempre.  A su vez, Dios le dice que ya que pidió la sabiduría y no larga vida, ni triunfos sobre sus enemigos, ni dinero, ni poder, le otorga lo suplicado y los demás bienes que no pidió.
Y aquí queridos hermanos esto podríamos unirlo con lo que hoy recordamos, a los abuelos, en la fiesta de los santos Joaquín y Ana, abuelos de nuestro Señor Jesucristo. El mismo papa Francisco más de una vez hablando a los jóvenes, les ha dicho que es muy importante la relación que tienen que tener los jóvenes con los abuelos, con los ancianos, con los adultos ¿Por qué? Porque el joven en este mundo está muy tentado a buscar como el dueño de casa de su reserva lo nuevo, quedarse con la inmediatez, con lo presente y dejar de lado lo viejo.  Lo viejo de la experiencia que pueden darnos los abuelos o ancianos, acrecienta nuestra sabiduría, porque han vivido, porque a lo largo de su vida han experimentado sufrimientos, alegrías, esfuerzos en el trabajo.
Por lo tanto, no hay que desechar nada en este aprendizaje de la vida, como Salomón que pide la sabiduría que le falta a causa de su juventud y la capacidad para escuchar. Todos hemos de estar dispuestos a confiar no sólo en nuestras fuerzas, sino saber descubrir la sabiduría de aquellos que nos han precedido o de aquellos que nos acompañan a lo largo de nuestra vida. Pidamos entonces al Señor en este día para que nos de la gracia de la verdadera sabiduría y así sepamos valorar cada instante de nuestra existencia a la luz del Señor y sabiamente sigamos quedándonos con el tesoro que ya no está oculto, que se ha manifestado y es Cristo y podamos transformarnos también en negociantes que han sido elegidos para seguir buscando y guardando la verdadera perla que es el Señor.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XVII durante el año, ciclo A.- 26 de julio de 2020. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





20 de julio de 2020

Por la paciencia de Dios y la oración de los justos, muchos se han convertido tocados por la Gracia, convirtiéndose en trigo para la cosecha del Señor.



El texto del libro de la Sabiduría (12,13.16-19) en la primera lectura enseña que la omnipotencia de Dios hace que Él sea misericordioso y paciente y que “después del pecado das lugar al arrepentimiento”. 

13 de julio de 2020

La semilla que fructifica es la que cae en buena tierra, la de quien cree en Cristo Nuestro Señor y abre su corazón para que la Palabra penetre en su interior.

Dice la Sagrada Escritura que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, se trata por lo tanto de lo que Dios contempla en su Divina Providencia, otorgar la salvación a toda la humanidad.

6 de julio de 2020

Hacernos como niños y asimilarnos al Cristo sufriente, conduce a la sabiduría divina prometida y escondida para los poderosos.



El apóstol San Pablo afirma que “el que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo” y, continúa “quien tiene el espíritu de Cristo, no está animado por la carne”, que en San Pablo es sinónimo de pecado, sino por las obras del Espíritu (Rom. 8, 9.11-13).