31 de diciembre de 2009

El testimonio de la Sagrada Familia, hoy.


1.- La “navidad” de la familia.
Estamos celebrando hoy, -en el marco de la Navidad-, la fiesta litúrgica de la Sagrada Familia. La Iglesia nos invita a contemplarla para que de ella podamos sacar enseñanzas que iluminen y fortalezcan nuestras pequeñas “iglesias domésticas” .
En la noche de Navidad escuchamos al profeta Isaías (cap. 9,2) que nos decía en referencia al nacimiento de Jesús que, ”el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz“. La familia humana, que también en nuestros días muchas veces camina en tinieblas, sin rumbo preciso, recibe hoy una gran luz, que se identifica con Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre.
La liturgia nos invita a reflexionar sobre los distintos textos bíblicos que giran alrededor de una idea central: la presencia de Dios en la familia como formadora e integradora de todos los miembros que la constituyen.
Esta presencia divina resulta importante ya que esta comunidad doméstica de personas al mismo tiempo que es el lugar natural del desarrollo de la dignidad de las personas, es el fundamento de la sociedad toda.
En efecto, no podría existir la comunidad política o social sin la presencia previa y fundante de la familia integrada por los esposos, varón y mujer, y los hijos nacidos de ese amor conyugal.
Muchas veces en nuestras conversaciones cotidianas escuchamos el reconocimiento universal que el desgaste de la sociedad es un fiel reflejo del deterioro de la institución familiar. Si bien no podemos universalizar diciendo que todas las familias están declinando en su ser y obrar, resulta veraz que no brilla en su conjunto con esa luz que proviene de Dios mismo.
Por otra parte hay muchos intereses, culturales, ideológicos, económicos o sociales, que buscan destruir la familia, para que el ser humano sea esclavo de los poderosos de este mundo y no madure libremente en la grandeza de hijo de Dios, plenificada ésta mediante el sacramento del bautismo.
Y así por ejemplo, negando a la familia el trabajo digno, se la empuja a vivir de la dádiva; o se la encandila con distracciones culturales que la sacan de la búsqueda de la verdad; o se le imponen modelos de vida consumista para que sólo anhele lo temporal olvidándose de su fin eterno; o se le inculca el placer en detrimento del amor, profundizando cada vez más el vacío existencial del ser humano, siempre des-orientado de su fin verdadero.

2.-El hijo como don ofrecido.
En la primera lectura tomada del primer libro de Samuel (1 Sam. 1, 20-22.24-28), se describe a Ana mujer de Elcaná deseando un hijo, como toda mujer israelita para quien la fecundidad y consiguiente maternidad constituye una forma de recibir la bendición de Dios.
Reconoce que no tiene derecho a exigir a Dios, reclamándole un hijo.
Sabe que se trata de un don Suyo, de modo que se acerca con confianza a Él, y lo pide humildemente, con la consiguiente obtención de lo que implora.
Ana es consciente que el hijo solicitado y recibido es un don de Dios, y por lo tanto en virtud de ese hecho, debía educarlo orientándolo siempre a la búsqueda de la intimidad divina, dócil para escuchar y seguir su Voz.
Dios es en definitiva el único Señor de todo ser humano, por eso cuando en el sacramento del bautismo el recién renacido recibe la unción del crisma, queda plasmada su consagración y orientación al Creador, afirmando de ese modo que el don de la vida recibido de Él, a Él lo ofrecemos.
Por eso Ana irá preparando a Samuel para ofrecerlo a Dios, y éste, educado de esa manera llegó a ser sacerdote, profeta y mediador entre el Dios de la Alianza y su pueblo, consagrando -por disposición divina- a David como rey sucesor de Saúl, de cuyo linaje nacería el Salvador prometido.
Como Samuel, tantos otros personajes del Antiguo Testamento, han tenido una visión sobrenatural de su propia existencia y misión, conociéndose siempre como orientados a su Señor.

3.-La familia al encuentro de Jesús, escuela de santidad.
En el Evangelio (Lc.2,41-52) que acabamos de proclamar aparece también muy fuertemente la visión teologal de la familia de Nazareth. Dios es quien ocupa el primer lugar desde el inicio del texto.
Iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua . Cuando el niño tenía doce años subieron como de costumbre. Es decir que se trataba de algo habitual el participar de esta gran celebración por parte de María, José y el Niño. Por lo tanto, Jesús, poco a poco, en cuanto hombre, comenzaba su intimidad con Dios. Existe por lo tanto un clima religioso en la Sagrada Familia, desde el inicio. Hay conciencia que la familia ha de tener una referencia permanente al Creador.
Terminada la fiesta de Pascua regresan en comunidad a su casa. Valioso resulta el hecho que todo un grupo de creyentes que ha celebrado la fiesta mayor, vuelva peregrinando a su lugar de origen, anticipo de ese caminar permanente de un pueblo creyente que se orienta a la Casa definitiva del Padre de las misericordias.
Jesús posiblemente caminaba con sus primos, lo cual en cierto modo tranquilizaba a sus padres. Pero cuando pasa un tiempo en que no lo encuentran ni siquiera entre los parientes, comienzan a preocuparse.
Nosotros también hemos de preguntarnos si en verdad añoramos la presencia de Jesús, si caemos en la cuenta cuando Él no está con nosotros, y si salimos en su búsqueda. ¡Cuántas veces perdemos a Cristo de distintas maneras y hemos dejado pasar su ausencia sin caer en la cuenta que desapareció de nuestras vidas!
María y José lo buscan ansiosamente, dejándonos un hermoso ejemplo para nuestra vida cotidiana.¡Qué pena causa el ver tantos niños de catequesis que no participan de la misa dominical porque sus padres no le dan importancia el cultivar el encuentro de ellos con Jesús! Al respecto el mismo Señor ha dicho “dejen que los niños vengan a mí, no se lo impidan” (Mc.10, 13-22).
Por eso cuando el niño no se va formando en un clima de referencia explícita a Dios, esto influye negativamente en toda su personalidad y en su vida toda. No podemos exigir a los hijos obediencia a sus padres cuando estos no obedecen a Dios en lo que se refiere a orientarlos siempre hacia el Creador y meta de nuestra vida. De allí la importancia que los padres se pregunten qué quiere Dios de ellos como tales.
María y José van al encuentro del Niño, representando Ella a la Iglesia que constantemente va al encuentro de Cristo para obtener la luz que señale el camino de la santidad.
Sin esta referencia permanente desde la fe, acontece que los miembros de la Iglesia nos distraemos en cosas, acontecimientos y criterios que no se originan en la Verdad que nos ha sido dada abundantemente, sino que nos dejamos conquistar por los espejismos vanos que ofrece la cultura “distractiva” de nuestro tiempo.

4.-En Jerusalén, como en la vida, siempre “en las cosas de mi Padre”.
Lo encuentran en el Templo de Jerusalén, todo un signo profético. En Jerusalén, Jesús será crucificado, sepultado y volverá a la vida.
En Jerusalén por lo tanto comienza su misión como enviado del Padre, enseñando como Sabiduría eterna que es, a los doctores de la ley. Todos lo escuchan asombrados, con el asombro del que descubre la presencia de Dios. Invitación concreta y discreta que se nos hace a nosotros de estar siempre dispuestos a escuchar al Señor.
“Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?. Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados” -dice María dulcemente. Notemos que dice “tu padre y yo”, no dice “tu padre” o “yo”, dejando en claro la comunión existente entre ellos arraigada en el amor al único Dios, el de la Alianza.
Otra enseñanza hermosa que nos deja este texto, es por tanto, la necesidad de que los esposos tengan al mismo Dios en sus pensamientos.
La experiencia enseña que cuando los esposos no comparten en sus vidas la misma fe en Dios, no sólo repercute esto en su relación de cónyuges, sino que resulta imposible educar en la fe o comprender las vivencias de los hijos en este campo. Se cumple muchas veces -al no vivir la misma fe en Jesús- aquello de “no vine a traer paz sino la espada. Porque he venido a enfrentar al hijo con su padre, a la hija con su madre….“(Mt.10,3-37).
Por eso la necesidad de que ambos, unidos por la misma fe orienten sus vidas al bien de sus hijos, como que son don de Dios entregado a su cuidado.
“¿Por qué me buscaban?. No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” María y José no entienden lo que se les dice, y Jesús se refiere con esto a su doble naturaleza, la divina y la humana, unidas a la única persona del Hijo de Dios.
Como Dios, su alimento será siempre la voluntad del Padre, realizar hasta el fin la misión que se le ha encomendado. Como hombre, regresará a Nazaret y estará sujeto a María y José, creciendo en estatura, sabiduría y gracia ante Dios y los hombres.
La familia como formadora de personas, está llamada hoy, a orientarse siempre al Padre del Cielo.
Qué es lo que Dios quiere de mí ha de ser la pregunta constante en cada uno de los miembros de una familia cristiana. Cómo ejercer mi paternidad, se preguntará el padre, cómo mi maternidad se preguntará la madre, cómo ha de ser mi papel de cónyuge, cómo debo vivir como hijo. El preguntarse y vivir esto permite la vivencia de una familia en armonía, que camina buscando aquello que la enaltece, al servicio de los demás, que sabe defenderse ante los modelos corrosivos que muestra la sociedad de consumo.
Cuando la familia carece de este fundamento en Dios, aparece la vivencia del capricho como estilo de vida, cada uno hace lo que quiere, se buscan los propios intereses egoístas, prima el disfrute por sobre el cumplimiento de los deberes.
La comunión que busca la voluntad de Dios y el descubrir lo que Él diseñó para la familia, permite crecer en la búsqueda de los valores y de aquello que nos engrandece como hijos de Dios.
En un mundo que muestra la ausencia de Dios en la preocupación general de la gente, se hace necesario volver nuevamente a su encuentro, para que nos vaya mostrando un camino superador de dificultades y conducente a la realización humana.
Con confianza, pidamos estos dones a Dios que Él nos los concederá.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en la Fiesta de la Sagrada Familia. 27 de Diciembre de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro.-
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24 de diciembre de 2009

Cristo ha nacido para “divinizar” nuestra vida.

Nuestro Señor ha iluminado esta noche santa con el nacimiento de Cristo su Hijo, hecho hombre en el seno de María. Nacimiento del Salvador, del Dios con nosotros, del Emmanuel, que viene a guiar a los hombres abandonados a su suerte por el pecado de haber desertado del Creador, al encuentro de la Vida Nueva de la Gracia.

En este día se hace realidad la promesa hecha por Dios a nuestros primeros padres, Adán y Eva, que por querer ser “como dioses” no sólo perdieron la intimidad divina, sino también la posibilidad de ser engendrados a la vida divina.

Las lecturas de esta misa de Nochebuena nos permiten reflexionar sobre dos puntos importantes. Lo que significa el nacimiento de Jesús y lo que dicho nacimiento exige de nosotros.

El profeta Isaías (9, 2-7) nos recuerda que las naciones de la tierra, ayer como hoy, viven sumergidas en la oscuridad. Son las tinieblas del pecado, del mal, del hambre, de la guerra, del odio, de la desunión, del egoísmo, de la codicia que desplaza cada vez más a millones de hombres a la miseria, y todo aquello que hunde al corazón humano en la desesperación y el desconcierto.

Muchas personas sufren en su alma y en su cuerpo las consecuencias del pecado, de haberse alejado de Dios. Muchos otros buscan a Dios y no lo encuentran porque yerran el camino, otros se alejan para siempre de El después que lo han encontrado.

Pero en medio de estas miserias surge el rayo de esperanza: “Una luz les brilló”-recuerda Isaías profeta. Y hoy, como se prometía antiguamente, Cristo viene a este mundo plagado de injusticias y angustias, ofreciendo su luz y su gracia salvadoras como Hijo de Dios hecho hombre.

Nace en un mundo que se ha olvidado de Él, que lo desprecia o lo ignora. Pero con este nacimiento, el hombre puede cambiar todo aquello que no responde a la voluntad del Padre, le es posible transformar lo que no responde a la realidad de lo que somos, hijos de Dios en el Hijo único de Dios Padre.

Jesús nace nuevamente hoy en un mundo que sigue pisoteando sin remordimiento alguno los mandamientos del amor a Dios y al prójimo. Jesús nace hoy para salvar cada corazón humano como hace dos mil años. Jesús nace para todos, aún para quienes lo desprecian. Para todos es posible la liberación del pecado a condición de recibirlo a Él.

La guerra puede ser destruida, el corazón que odia puede amar, el que se debate en el pecado puede entrar en la Luz de la gracia, porque ha nacido el Príncipe de la Paz. Paz para el mundo y para corazón de buena voluntad.

El error puede desaparecer de la vida del hombre, los caminos pueden ser enderezados, porque ha nacido la Verdad.

La victoria contra el demonio puede lograrse fácilmente porque ha nacido el “Dios guerrero”.

Con Cristo la vida humana tiene sentido. Sin el Niño recién nacido somos los seres más infelices.

2.- Ahora bien, ¿qué exige de nosotros el nacimiento de Jesús?

La respuesta nos la da San Pablo en la carta que escribe a Tito (2,11-14).

Sí, “ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres”. Es necesario, por tanto, comenzar una vida nueva.

Hemos de renunciar a la vida sin religión, exhorta San Pablo, ya que hoy más que nunca, se vive sin la religación vital y permanente con su Creador. Vida sin religión es vivir olvidando que por el bautismo estamos íntimamente ligados a Cristo, que somos propiedad suya.

En este sentido Cristo viene a decirnos que somos hijos del Padre, como Él mismo, llamados a la vida eterna, lo cual reclama que no podamos subsistir como si Dios no existiera, como si sólo estuviera presente en los momentos de peligro para nuestra seguridad o comodidad humanas.

Vivir sin religión implica forjar la existencia con metas puramente materiales, humanas y terrenas, sin un horizonte de vida sobrenatural en la amistad con Dios. Vida sin religión implica no haber comprendido que nuestra presencia sobre la tierra no tiene razón de ser si somos indiferentes a nuestro Dios y Señor, quien es nuestro origen.

El retornar a conducirnos teniendo en cuenta nuestra relación estrecha con el Creador supone también “renunciar a los deseos mundanos”, -como recuerda San Pablo-.

Admite dejar de lado todo aquello que nos tiene atrapados a lo inmediato y pasajero, para reencauzarnos en la memoria de lo eterno.

Significa resignar lo solamente terrenal como si fuera éste el sentido de la vida misma, para dar cabida a lo celestial. Renunciar a lo que sea únicamente corporal para integrar lo espiritual.

Jesús en su nacimiento nos invita a nacer con Él. Este nacimiento ha de consistir, -lo manifiesta S. Pablo-, en llenarnos de la gracia de Dios que nos llama a “una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador Nuestro, Jesucristo”.

3.- Miremos el ejemplo de los pastores (Lucas 2, 1-14). Cristo humilde atrae hacia sí a los de corazón sencillo, los pastores.

Si tenemos el corazón abierto como ellos, el ángel nos anunciará la alegría de un nacimiento.

Si tenemos el corazón ansioso de Dios como los pastores, marcharemos al encuentro del recién nacido.

Si comprendemos el misterio de Dios hecho Niño, nos quedaremos como los pastores junto al pesebre adorando al recién nacido.

Si queremos comenzar una comunidad cristiana, seguiremos gozosos la vida de Jesús Niño.

Se reúnen hoy las familias para celebrar el cumpleaños de Jesús, la venida del Salvador. Esto resulta doloroso y sin sentido cuando se lo celebra, si El, como homenajeado, no está presente. Esto sucederá durante la Navidad en todos los corazones que por el pecado no acogerán a Jesús.

Jesús no podrá nacer hoy en los espíritus que rechazan la vida nueva que ofrece, ya que se cerrarán ante la gracia salvadora que se les brinda.

Hoy como ayer, Cristo no tendrá lugar en la posada de muchos hombres. Por eso hagámonos sencillos como los pastores, vayamos con fe al encuentro de Cristo, acudamos ansiosos a recibir su Luz, que viene de lo alto, y permitamos que Jesús nos transforme.

Prometámosle en esta Navidad que recibiremos su salvación luchando contra todo lo adverso a su venida, uniéndonos más a su Palabra de Vida, que por la fe aceptamos que es posible con Él cambiar el mundo alejado del Bien y de la Verdad, y que en eso trabajaremos incansablemente.

Como María hemos de “parir” al Niño en medio de los que no creen para que viendo la luz encuentren el camino de la restauración total de lo creado, y lo transiten con la seguridad de estar acompañados por Aquél que vino a nuestro encuentro para que seamos partícipes de la divinidad.

Hermanos: Cristo es nuestra Luz, quiera el Padre disipar las tinieblas del corazón.

Cristo nos invita a un cambio de vida, a volver a los orígenes creaturales de la grandeza humana, respondamos a su llamada.

Cristo nos invita a adorarlo, caminemos como los pastores a su encuentro, con el corazón limpio.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el día de la Natividad del Señor. 24 y 25 de Diciembre de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-

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23 de diciembre de 2009

ESPERANDO LA “VISITACION” SALVADORA

Estamos ya en el cuarto domingo de Adviento. A lo largo de este tiempo hemos escuchado a los profetas referirse a la venida en carne humana del Hijo de Dios. Hoy nos llega el anuncio del profeta Miqueas (5,2-5), contemporáneo de Isaías (siglo VIII a.C.). Dentro de un contexto de amenazas por la depravación de Judá, vaticina su ruina. Señalará por lo tanto claramente, -y no es el único en decirlo- que cuando el hombre se aleja de Dios cae en los desvíos más terribles que conducen a su propia devastación.

Pero junto con el cumplimiento de las consecuencias del pecado, Miqueas deja abierta la posibilidad de la salvación en la esperanza por la venida del Mesías Pastor.

La salvación vendrá recién para el “resto” de Israel cuando el que ha de nacer de mujer lo haga en la humildad de la carne y en un ambiente de pobreza como lo fue el origen de David, el rey pastor.

Su palabra tiene, pues, un contenido diferente en relación con el anuncio del Mesías, ya que el descendiente de David deberá repetir los orígenes humildes de aquél, y no continuar en el ambiente de poder en el que se encontraban los reyes en medio del lujo y de la corrupción.

Es decir que el cumplimiento de la venida del Salvador en la humildad en la que tuvo origen la dinastía de David, se realizaría naciendo en Belén, la más pequeña de las ciudades de Judá.

El Señor que viene, reunirá al “resto” que ha permanecido fiel a la Alianza a pesar de las dificultades y de las indiferencias de las mayorías.

La realidad del “resto” fiel también se visualiza hoy cuando muchos católicos han desertado de su fe primera para ir detrás de otros dioses que han cegado su mirada y conquistado su corazón. Lo que sucedió en la antigua alianza, se repite, pues, en la nueva.

Si bien Dios se hace hombre para salvar a todos, no siempre la respuesta es universal aunque la voluntad del Buen Dios permanece inalterable en pastorear a todos en un único rebaño bajo el único Pastor, por medio de la fidelidad inquebrantable del “resto” fiel a través del tiempo.

En la historia de la salvación es por medio de la fidelidad de unos pocos que El Señor sigue convocando y esperando a todos a través de los siglos, sin imponerse a nadie pero ofreciendo siempre a cada libertad creada el don de la recreación interior por la gracia. Cada uno con su respuesta elegirá encontrarse o separarse del obsequio que se le ofrece.

La invitación del Señor a entrar de lleno en la vida de cada uno supone la entrega de la pequeñez personal tal como lo contemplamos en la Visitación de María a su prima Isabel (Lucas 1, 39-45).

María partió sin demora al encuentro de Zacarías y su familia.

Este ir presuroso de María hacia la montaña está enmarcado en lo que llamamos las visitas del Señor.

Dios visita a su pueblo de diversas maneras y esta es una de ellas, y lo hace por medio de María que lleva rápidamente el anuncio de la salvación –que no ha de esperar- que se está preparando en su seno.

María como nueva “Arca de la Alianza” guarda dentro de sí ya no a las dos tablas de la ley –signo de la presencia de Dios- , sino al mismo Dios que viene en la debilidad de la carne.

“¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor me visite?” expresa humildemente Isabel, y con ella cada uno de nosotros desde la fe.

En realidad es verdad que nada somos como lo reconoce la prima de María, pero desde esa nada el Señor quiere cubrirnos de grandeza ya que por nuestra condición de hijos de Dios desde la creación del mundo, estamos llamados a revestirnos de la divinidad del enviado del Padre.

Por otra parte, Juan Bautista salta de gozo en el seno de su madre por la presencia del Hijo de Dios, como lo hiciera David ante el Arca de la Alianza, convocándonos a hacer otro tanto.

De hecho, cuando se espera la salvación aún si saberlo, -como Juan en el seno de su madre-, sólo hay alegría ante la presencia del Mesías Pastor prometido y encontrado. Y como Juan santificó a su madre haciéndola exclamar contemplando a María, “bendita tú entre las mujeres, bendito el fruto de tu vientre”, también nosotros santificados por la aceptación gozosa del Salvador veneramos a la llena de gracia y al fruto de su vientre.

Cuando,-por el contrario-, no se espera la salvación de lo alto como acción gratuita de Dios, sino que sólo se confía en los espejismos que provienen de las ideologías de moda, y sustentados en la autosuficiencia más profunda, sobreviene el rechazo de todo lo santo porque el mismo enrostra nuestra propia fatuidad.

De allí que sobrevenga, -como en nuestra cultura hodierna- el querer eliminar de la sociedad el signo de la salvación, que es la cruz, -en la que Cristo mismo hizo realidad aquello que nos dice la carta a los hebreos (Hebreos 10, 5-10) “Aquí estoy yo para hacer tu voluntad”-, y la maternidad de aquella por quien fue posible recibir al Señor.

En nuestros días se pretende desconocer la cruz salvadora desalojándola de los lugares públicos, como en la Europa actual -y también entre nosotros-, porque quienes eso pretenden, remedan a Cristo queriendo “hacer su voluntad” a espaldas de la de Dios. Estos mismos –por idéntica razón- quieren también arrojar de su sitial a la madre de Dios, como se proyectó en nuestro medio en plaza Constituyentes hace ya algún tiempo.

Estos servidores de sus caprichos no sólo quieren imponer sus anacrónicos deseos de “superioridad” autosuficiente ante todo lo religioso, sino que procuran negar la matriz católica que nos vio nacer desde los orígenes patrios.

Se tildan de democráticos pero sólo quieren imponer sus propios deseos desoyendo el clamor de la fe de nuestros pueblos.

Estos cultores de nuevas idolatrías sólo se reconocen a ellos mismos “como nuevos dueños del orden social” y les resulta insufrible que haya quienes aún mantengan su fe en el único Señor de lo creado.

El desafío nuestro en la actualidad será por lo tanto el de defender nuestra fe, ya que habiendo saltado de alegría como Juan ante Jesús y María, no podemos permitir que nos nieguen el poder manifestar nuestras creencias privada y públicamente.

Se hace necesario defender nuestra fe ante el avance constante de costumbres enfrentadas directamente con el evangelio y que se nos van metiendo sin que lo percibamos claramente. Nos vamos acostumbrando a todo de modo que nos parece normal lo que acontece, terminando aceptando criterios y formas de vivir que nos van alejando no sólo de nuestra identidad cristiana sino que también vulneran nuestra misma dignidad de hijos de Dios.

Llegando ya a la Navidad, pidamos a Jesús con confianza que nunca se apague en nosotros el deseo de tenerlo en nuestro corazón para poder obrar conforme a ello.

Esto nos permitirá como María, ir siempre hacia las alturas de la santidad llevando al mundo en el que nos toca vivir, la presencia salvadora de Aquél que viene siempre a nuestro encuentro para sacarnos de la disgregación a la que nos conduce la cultura moderna y constituirnos como único pueblo de redimidos orientando nuestra condición de renacidos por la gracia, al encuentro del Padre.

Padre Ricardo. B. Mazza. Cura Párroco de la Parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el IV domingo de Adviento. Ciclo “C”. 20 de Diciembre de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-

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17 de diciembre de 2009

JUAN BAUTISTA LA VOZ QUE CLAMA E INTERPELA


Hoy el profeta Sofonías (3,14-18ª) anuncia la salvación a un pueblo que se siente alejado de su Dios y de su tierra, --como lo habían hecho Jeremías y Baruc los domingos anteriores-, en medio de un clima de gozo. Alegría porque Dios ha levantado la sentencia que regía sobre los judíos, habiéndolos ya purificado lo suficiente a través de las pruebas y del exilio sufrido. Han experimentado las consecuencias de haber abandonado al Dios de la Alianza, por lo que conociendo el deseo de volver a la tierra de las promesas, el Señor los perdona y conduce de nuevo al lugar del descanso.
Describe Sofonías el gozo profundo que significa encontrarse con la salvación prometida y ofrecida por el Dios de la Alianza, y el corazón humano se siente reconstituido interiormente de una manera total.
En nuestros días, nuestra Patria está pasando por la misma experiencia de frustración que sufriera Israel. Como argentinos, salvando las diferencias de tiempo, lugar y cultura, asistimos a una crisis que puede ser terminal si no reaccionamos, y ante la que nos sentimos a menudo olvidados de Dios.
El profeta Sofonías si estuviera entre nosotros diría que la causa de estos males está en nosotros mismos ya que como sociedad o individualmente nos hemos olvidado de Dios. Como el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, hemos dejado de lado al Dios de la Alianza al que nos configuramos por el sacramento del bautismo, para ir detrás de otros dioses, con los que hemos pretendido conducir nuestra vida.
¿Qué tiene que ver con la Argentina –nos preguntamos quizás- lo que sucedió al pueblo de la antigua alianza? Mucho, por cierto, ya que lo que padecemos –como a ellos en el pasado- es fruto del abandono de Dios.
Como Nación, en el transcurso del tiempo, hemos renunciado a nuestro ser cristiano como fe propia de la mayoría ciudadana. Hemos renunciado a la sensatez, a vivir en la verdad, a llamar a las cosas por su nombre, intentando construir “la realidad de la ficción” de oscuras ideologías.
Los ejemplos sobran. La cámara de diputados hace unos días eligió como mujer del año a un varón, como si no existieran tantas mujeres, orgullosas de serlo, y con innumerables méritos por su servicio a la familia o a la comunidad. Se piensa que para construir la realidad sólo es necesario el voluntarismo de un grupo de personas para mostrar como verdad la ficción. Ya se habla con total impunidad que la institución matrimonial no tiene por qué incluir sólo a la unión varón y mujer.
Las fuerzas armadas como institución existente en cualquier país normal son cambiadas por huestes civiles al servicio del poder de turno. La matanza de tantos ciudadanos a manos de delincuentes que ante la indiferencia legalizada transforman el país en tierra de nadie es pan de todos los días. La procacidad invade la pantalla chica vulgarizando lo más sagrado. Los niños y jóvenes inducidos a todo tipo de bajezas en lugar de fomentar la grandeza de hijos de Dios, es enseñanza de cada día. La corrupción y enriquecimiento de unos pocos alcanza ribetes escandalosos.
El auge de la droga y el juego diezma sin piedad a los más frágiles.
Y así podríamos seguir enumerando tantas muestras de infortunio que sigue creciendo en medio de una sociedad que “clama al cielo” como último recurso para transformar nuestra tierra en suelo habitable.
El desajuste con la ley natural es patente en los aspectos fundamentales de la vida humana. El reinado de la cultura del “todo vale” con sus características de violencia, hambre, injusticia, falta de solidaridad, agravios y prepotencia, parece ir invadiéndolo todo por la fuerza o por el acostumbramiento. El relativismo moral por el que se cambian los valores por lo que denigra, va alojándose aún en las conciencias mejor formadas.
Ante este panorama, los que tratamos de vivir dentro de un marco de fe, sabemos que siempre es posible mudar de aires esta situación.
El llamado apremiante del Adviento por volver a encontrarnos con Cristo no es un mero consejo exhortativo para ser menos malos, sino para ir creando una nueva sociedad que rescate los valores, que respete la dignidad de todos, que se involucre en el trabajo por el Bien Común, que –por lo menos para los cristianos- vivamos los ideales evangélicos como camino cierto para construir una Patria de hermanos que tienen un único Padre del cual se quiere ser verdaderos hijos.
Nosotros mismos los creyentes a veces acusamos a la Iglesia de que ve pecado en todas partes y que es necesario saber disfrutar de los bienes que la sociedad de consumo nos ofrece. Los resultados están a la vista, cada día más encerrados en nosotros mismos, indiferentes ante Dios, enemigos unos de otros, porque sin Padre es imposible reconocer que todos somos hermanos.
De allí la necesidad de volver al Señor como insiste el evangelio (Lucas 3, 2b-3.10-18). Juan el Bautista nos deja excelentes pistas para ingresar en el camino de la conversión, aunque su lenguaje sea un tanto duro, sobre todo para la gente que no le gusta las cosas que se dicen de frente.
Juan llama las cosas por su nombre y no trata de suavizar lo que le parece importante recordar, a pesar que en la actualidad se busque disfrazar –muchas veces- el contenido evangélico para no “escandalizar” a nadie o evitar asombros en los incrédulos que se dicen cristianos.
Leemos hoy, que la gente –y con ella estemos también nosotros- se acerca a Juan que predica un bautismo de conversión, preludio del sacramento que luego instituirá Jesús, y le preguntan “¿qué debemos hacer?”.
Y él responde, “el que tenga dos túnicas que dé al que no tiene”, invitando a compartir lo propio abrigando tantas carencias en el corazón humano. “El que tenga qué comer haga otro tanto”-continúa Juan, y no diría esto golpeando las calles del vecindario, sino que recorriendo los lugares de fiesta de las ciudades, señalaría “no tiren la comida que sobra, distribuyan en algún comedor de niños, entréguenlo a quienes no tienen qué comer”. Desperdiciar la comida como se hace, en vez de compartir con quien carece de lo elemental, es un pecado social que clama al cielo.
Algunos publicanos –recaudadores de impuestos- que querían bautizarse, se acercan y le dicen “¿qué debemos hacer?”. Seguramente en la actualidad, a quienes establecen impuestos ya sea en la provincia, en la ciudad o en el país, Juan les diría –más allá que la inflación llegó a todos, y también al erario público y nos recordaría como ciudadanos “dar al César lo que es del César”, ya que de los impuestos recogidos se emprenden las obras necesarias para la comunidad- “hay que cobrar lo que es justo, lo recaudado debe emplearse para el bien común, la autoridad debe vivir austeramente y no derrochar los dineros públicos creando cargos onerosos e innecesarios para beneficiar y tranquilizar a los amigos”.
“Hay que cubrir el déficit”-a lo mejor alguien le dice a Juan, y él responderá, “¿cuál es el origen del mismo? ¿La mala administración, el derroche, los proyectos mal concebidos?”. En definitiva Juan estaría diciendo que se debe tomar en serio el esfuerzo que hace la gente y emplear sus aportes en emprendimientos que regresen al mejoramiento de la vida de la misma comunidad, y no para cubrir los baches producidos por los desaciertos y corruptelas políticas.
Los soldados se acercan también a Juan preguntando sobre lo que se debe hacer y él responde de acuerdo a la mentalidad de la época. En nuestros días hablaría de la necesidad de una verdadera política de seguridad que salvaguarde la vida y bienes de los ciudadanos. Juan pensaría como nosotros que el asesinato de gente en las calles no es una sensación –como afirman los que toman la realidad como ilusión y la mentira como verdad-. ¿Qué hacen ustedes para proteger al ciudadano común? –preguntaría Juan, ¡Dejen de mirar para otro lado! -gritaría con voz viril aquél que no dudó en decir a Herodes: ¡No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano! “¿Es que acaso no les toca el corazón el sinnúmero de personas sin padre, madre, o hermanos, asesinados por delincuentes? ¡Recuerden que la sangre de tantos –al igual que los inocentes muertos por el aborto- clama al cielo!”
Ante esto nosotros podríamos ir pensando en que podemos emprender en el futuro como bautizados. Preguntarle a Juan “¿qué debo hacer?”.
Si soy estudiante, estudiar en serio sin conformarme en zafar, sin abusar del esfuerzo que realizan otros para que estudie. Si soy docente no trabajar meramente por el sueldo sino preocuparme por el crecimiento en la verdad de los niños y jóvenes, dejando de lado las enseñanzas aberrantes que a veces se pretenden implementar desde las esferas oficiales. Si soy médico preocuparme por la salud de mis pacientes. Si abogado o juez luchar para implementar la justicia, sin servir al poder de turno. Si empresario buscando la promoción de los obreros en la justa distribución de la riqueza. Si empleado u obrero cumpliendo con lo que es mi tarea concreta. Si sacerdote guiando a la comunidad por el camino de la verdad, sin buscar “halagar los oídos” de nadie con el fin inconfesado de ganar fáciles adeptos. Si casado, formando a la familia en el bien obrar.
Y así en los distintos rubros de la vida cotidiana el Señor nos convoca a cambiar para poder construir una sociedad nueva en la que reine la paz, la justicia y el respeto de los valores que ennoblecen al hombre, mirando en el rostro del otro el verdadero rostro de Cristo.
Todos esto nos diría Juan porque quiere preparar en nosotros un lugar para que nazca Jesús, Aquél que es mayor que él mismo.
¿Y qué produce todo esto? –quizás nos preguntemos. Una gran alegría en nuestro corazón.
Por eso dice Pablo (Fil. 4, 4-7) “Alégrense siempre en el Señor”. Si hoy hay tanta tristeza es porque falta esa alegría que proviene del encuentro con Dios. Aún en medio de las dificultades por realizar el bien, la alegría que proviene de Dios invade todo el interior del hombre. No es la alegría de una noche de juerga que dura tan poco dejándonos el sabor amargo de la vaciedad. La alegría de Dios permanece en el tiempo porque procede del bien obrar que es conocido y alabado por todos los hombres.
Queridos hermanos soñemos un poco a las puertas de la Navidad. ¿Se imaginan ustedes qué pasaría si llegamos a ese día convertidos al Señor? La vida sería totalmente distinta. Después del asombro por el cambio de tantas cosas negativas que vivimos, estaríamos dispuestos a trabajar codo a codo por el bien de nuestro país, olvidando para siempre el egoísmo que cuida “lo mío” para operar a favor del bien de todos.
Hagamos de cada corazón y de cada hogar un pesebre limpio para que Cristo nazca. Que José y María no tengan que andar buscando dónde recibir al Salvador, que encuentren en nosotros un lugar donde alojar al que viene a transformar nuestra existencia.

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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el IIIer domingo de Adviento, Ciclo “C”. 13 de diciembre de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com/; www.nuevoencuentro.com/tomasmoro
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12 de diciembre de 2009

La plenitud de la Gracia Divina en María.

Con inmensa alegría celebramos hoy la Inmaculada Concepción de María Santísima, madre del Hijo de Dios hecho hombre. Toda la liturgia del día hace referencia repetidamente sobre este singular privilegio de la Madre Virgen.

El libro del Génesis (3, 9-15.20) nos recuerda una vez más que entre los descendientes de la Mujer –cada uno de nosotros-, y el espíritu del mal y su estirpe habrá siempre hostilidad crecida.

Junto con este vaticinio de lucha permanente entre los hijos de la luz y los de las tinieblas, el texto bíblico atestigua como promesa inmemorial del Señor, que se remonta al principio de la historia humana, que una mujer pisará la cabeza de la serpiente diabólica.

El demonio tendrá ante sí una rival a la que no podrá dañar, ya que fue preservada del pecado original, como gesto de la redención anticipada y aplicada sobre ella en su carácter de primera redimida.

Resumiendo en su persona el culmen de la perfección y santidad, María Santísima se constituye como especial protectora nuestra y garantía de la victoria definitiva sobre el pecado.

Ella es la elegida por el Creador,-en previsión de la venida de Cristo-, antes de la creación del mundo, para ser santa e irreprochable ante los ojos de Dios, como lo recuerda nuevamente San Pablo –por tercera vez en este tiempo de Adviento- escribiendo a los cristianos de Éfeso (1, 3-6.11-12).

En efecto, el apóstol –primer domingo de Adviento- nos aseguraba la fortaleza interior proveniente de Dios para presentarnos santos e irreprochables ante Él cuando venga Cristo por segunda (I Tes.3, 13), y oraba para que los miembros de la comunidad cristiana creciendo en el conocimiento de los verdaderos valores llegaran al día de Cristo santos e irreprochables (Fil.1, 9 y 10) –segundo domingo de Adviento.-

Como ella, por lo tanto, -la primera- , también nosotros, afirma San Pablo, fuimos bendecidos con toda clase de bienes espirituales para permanecer santos e irreprochables, ya no solamente para el día de la Parusía, sino como estado de vida habitual en nuestra condición de peregrinos hacia la Casa del Padre. Es decir, que la santidad constituye lo habitual en el todavía no de nuestra plenitud, anticipando lo que seremos en el futuro.

El relato de la Anunciación del Señor (Lucas 1, 26-38) nos coloca nuevamente frente al acontecimiento que cambió toda la historia humana, el sí de María frente al ofrecimiento de ser Madre del Salvador.

El cuadro de la Anunciación nos convoca a guardar respetuoso recogimiento ante la elección que el Señor hace de María y su consiguiente respuesta cargada de amor y de entrega.

El ángel la llama “plena de gracia”, y lo es ciertamente, porque al ser preservada del pecado original y de todo pecado, vivía continuamente como Templo de la Trinidad.

Habiendo encontrado gracia delante de Dios, es elevada sobre toda creatura humana, de allí que merezca el ser “bendita entre las mujeres”.

Y porque el poder del Altísimo la cubrió con su sombra hemos de afirmar de ella que fue “en gracia concebida” más que “sin pecado concebida”.

Constituida desde siempre “graciosa” –agradable- por el poder Dios, fue preparada para la misión de la maternidad divina, y ante el temor percibido en su interior, se le dirá “no temas….darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús” (Lc. 1, 30.31), Él “será grande, se llamará Hijo del Altísimo” (vers. 32).

Es cierto que María marchó siempre por el camino del Señor, respondiendo con su libre entrega al designio salvífico de Dios, pero previamente había conquistado el beneplácito de su Creador que la adornó con innúmeros dones de santidad.

Ella, por otra parte, conoce su profunda limitación humana, y que por sí misma no le es posible unir su voluntad de virginidad con la maternidad que se le ofrecía, de allí que ante su asombro se le asegura que “el Espíritu Santo descenderá sobre Ti y el Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1, 35), haciendo realidad su futuro de Madre Virgen.

Y así, nuevamente, la gracia aparece reposando sobre la disponibilidad fidelísima de María Santísima haciéndola centro de sus predilecciones.

María sin poder callar más y confiando plenamente en quien la ha llamado, responde “he aquí la servidora del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1,38).

En un instante María consagra toda su vida al Señor, sin desasosiego frente al dolor que soportará en su vida silenciosa, porque la conforta la fe inquebrantable frente a lo divino, la esperanza firme en la gracia de Dios y el amor que sin reservas entrega todo su ser al llamado de Dios.

En este día en que caminamos hacia el advenimiento en carne del Señor y pensamos en su segunda venida, contemplamos a aquella que con su disponibilidad hizo posible la realización del misterio de la salvación humana.

Es una ocasión propicia para preparar nuestro corazón dignamente y así poder salir al encuentro del Emmanuel, el “Dios con nosotros”.

Como María somos interpelados para prestar nuestro asentimiento a la obra de Jesús, limpios de corazón más que por nuestras obras por la misericordia infinita del Padre.

Pidamos a Jesús Eucaristía que repare en nosotros los efectos de aquel primer pecado del que fue preservada María, pero que nos dañó a nosotros de tal manera que si nó contáramos con la mano extendida del buen Dios, no podríamos salir de nuestros agobios más profundos, especialmente el pecado.

Redimidos gracias a la acción de Jesús, nacido de Madre Virgen, fuimos constituidos herederos de las maravillas divinas y destinados por “decisión del que hace todo según su voluntad” (Efesios 1,11), a la participación de la misma vida divina recibida en germen en el sacramento del bautismo.

Con la certeza de contar siempre con la protección del Altísimo, crezcamos en santidad de vida para que esto “redunde en alabanza suya” (Ef.1, 12).-

Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Santísima. 08 de Diciembre de 2009.

ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-

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En vigilante espera preparemos el camino al Señor…

El salmo interleccional (125) destaca que los que siembran entre lágrimas cosecharán entre canciones, encontrando a lo largo de la historia de la salvación numerosos hechos que garantizan la realización de esta consoladora afirmación. En efecto, no pocos fueron los que entre las lágrimas de la persecución y del desprecio por el mensaje divino, sembraron en el corazón de los dóciles a la voz del Señor las promesas futuras de poder ver al Mesías Salvador.

El nacimiento en carne del Hijo de Dios constituyó el generoso cumplimiento de lo que se esperó durante prolongado tiempo, siempre con renovado fervor, a pesar de la dilatación de su consecución.

En la liturgia de este día el profeta Baruc (5, 1-9), en concordancia con la proclama que realizara el domingo anterior el profeta Jeremías, sigue en la senda de pregonar promesas de salvación.

Y así, asegura que la tristeza de Jerusalén se convertirá en alegría cuando el Señor devuelva a la tierra prometida a los exiliados en país extranjero.

El antiguo testamento, por lo tanto, insiste en el regreso a una Jerusalén totalmente distinta, convocados todos los fieles por un Dios que salva.

Es un anuncio de esperanza cierta para quien desea la venida del Mesías.

Jerusalén, pues, personifica la meta del pueblo entero, con sus luces y sus sombras, infidelidades y castigos, promesas de restauración y de gloria.

Tras el desastre del destierro a Babilonia (año 587 a.C) la visión profética vislumbra una Jerusalén nueva que resume el ideal de salvación. Todo se reviste de vitalidad ante el anuncio, y la misma naturaleza acompaña el cumplimiento de la promesa “porque Dios guiará a Israel entre fiestas a la luz de su gloria con su justicia y su misericordia” (Baruc.5, 9).

Aún con la venida del Salvador, -a causa de la infidelidad humana- no se realiza en plenitud lo prometido desde el principio de la historia, quedando por lo tanto siempre abierta la posibilidad de una vida diferente para las distintas etapas de la historia de la salvación como es la nuestra.

Dios mismo ordena allanar los caminos “para que Israel camine con seguridad, guiado por la gloria de Dios” (Bar.5, 7) orientándose siempre a la nueva Jerusalén, preparada como sede del rey mesías.

También en el Nuevo Testamento, como lo acabamos de proclamar en el Evangelio (Lc.3, 1-6), se anuncia la necesidad de allanar los caminos para que el hombre de todos los tiempos pueda orientarse a la salvación.

Allanar los caminos, rellenar los baches, implica la necesidad por parte del hombre, -aunque no siempre lo reconozca-, de convertirse al Señor que viene a su encuentro -como lo anuncia Juan el Bautista-, como aquél que nos guía a la nueva Jerusalén que es la Iglesia fundada por el Mesías.

En nuestro corazón muchas veces se encuentran vigentes las colinas de la soberbia, los baches del egoísmo, las sinuosidades de una vida errática que transcurre entre la fidelidad y la traición.

En esas condiciones es imposible que pueda encontrar lugar para manifestarse la salvación traída por el Mesías hacia el cual nos dirigimos en este tiempo de adviento.

De allí la necesidad de la conversión del hombre en todas sus dimensiones, las más visibles y las más recónditas.

El mismo texto evangélico nos ofrece una pista sobre cómo ha de darse esa transformación interior.

En efecto, después de darnos el marco histórico ampuloso de los poderes de este mundo, ya sean políticos o religiosos, con su apariencia de omnipotencia y “seguridad” mundana, aparece la humildad de alguien que es pequeño desde siempre, Juan el Bautista, sobre quien viene la Palabra de Dios, para que predique la transformación renovada del interior humano. Se repite así el mismo cuadro que destaca la diferencia existente entre la soberbia del hombre y la humidad del Mesías que nace en Belén de Judá (Lucas 2, 1-14).

Estos “marcos históricos” son todo un signo para nuestra hodierna vida cristiana, ya que también hoy, en medio de un mundo que parece autosuficiente en el orden político, social y económico, ha de aflorar la sencillez de la fuerza del evangelio proclamado por la Iglesia, que como nuevo Juan Bautista clama en medio del desierto convocando a preparar el camino al Salvador.

En el desierto de un mundo indiferente ante la presencia del Mesías, estamos llamados a señalar con sencillez, pero renovada esperanza, cuál es el camino a transitar para recibir la salvación que gratuitamente se nos ofrece como don a la libertad humana.

La Iglesia como Juan, aún sabiendo que muchos están sordos para escuchar la llamada de la conversión dirigida al corazón, ha de ser fiel a la vocación recibida por el Señor resucitado cuando es enviada a proclamar oportuna e inoportunamente el mensaje de la salvación humana.

En la línea de este pensamiento del envío evangelizador, San Pablo escribiendo a los filipenses (Fil. 1,4-6.8-11) destaca la fidelidad de los cristianos de esa comunidad, -consciente de ser enviada-, ya que son dignos colaboradores de él en la obra del evangelio (cf. Fil.1, 5).

Manifiesta el Apóstol el convencimiento que posee respecto de que quien comenzó la obra buena de la evangelización entre los filipenses, seguida por la conversión al cristianismo, la mantendrá hasta su segunda venida.

En realidad es una certeza que va más allá de la Iglesia local, ya que expresa la convicción que será toda la Iglesia diseminada por el mundo la que aparecerá constante en esta misión hasta el fin de los tiempos.

Al igual que los filipenses contemporáneos a Pablo, los cristianos de todas las épocas han de progresar en la caridad que busca el bien de todos, el cual consiste en el conocimiento profundo de Cristo y el saber discernir en cada momento qué es lo más apropiado para el desarrollo de cada uno.

La fidelidad y las buenas obras conocidas y realizadas en cada momento histórico, permitirá que los cristianos lleguemos a la segunda venida santos e irreprochables, “cargados de frutos de justicia” –esto es del misterio de la salvación- “por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios” (Fil.1, 11).

No serán las dificultades y persecuciones vividas en cada momento por causa del Evangelio las que impedirán vivir para el Señor, sino que fortalecidos por la esperanza renovada constantemente, vislumbraremos en cada tiempo la realización en germen de lo que se nos promete en plenitud para cuando Dios así lo realice en medio de aquellos que ama.

Mientras esperamos el pleno cumplimiento de “y todos verán la salvación de Dios” (Lc.3, 6), contamos con la fuerza segura de lo Alto.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. IIº domingo de Adviento. Ciclo “C”.

06 de diciembre de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.

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5 de diciembre de 2009

Esperando al Señor que viene en la debilidad de la carne y en su gloria


La Iglesia comienza hoy un nuevo año litúrgico con el llamado tiempo de adviento con el que se prepara el corazón del cristiano para actualizar dignamente la celebración del nacimiento en el tiempo del Hijo de Dios hecho hombre, Jesús.
Es un tiempo de esperanza porque nos lleva a reencontrarnos con el Salvador, es un tiempo de conversión porque cada uno de nosotros ha de cambiar su vida y recibir así con la dignidad de los hijos de Dios a aquél que nacerá nuevamente para el mundo.
Jesús, el rey Mesías, como anuncia el profeta Jeremías (33,14-16), traerá a la tierra el derecho y la justicia.
El derecho, porque Él nos señala claramente que la ley de Dios ha de encuadrar nuestra existencia, y porque nos trae los medios para vivirla. La justicia, porque nos enseña que el deber de ser justos no sólo abarca al prójimo como muchas veces creemos, sino también a Dios.
Es decir que debemos ser justos para con Dios dándole el reconocimiento que se merece, proporcionándole cabida en nuestro corazón, para luego ser justos con el hermano procurándole a cada uno lo que le corresponde.
En este mundo proclive a establecer la justicia humana, lo cual está bien, hay que reconocer que no se vive mucho la justicia para con Dios, de modo que mientras se defienden los derechos humanos –aunque limitados y sesgados por las diversas ideologías que nos circundan-, se olvidan y desprecian los derechos de Dios como Creador de todo bien.
La justicia bíblica, por lo tanto, que anuncia el profeta, es la salvación de Dios, la implantación de un mundo justo, en el que todo está en orden porque Dios es lo primero y el hombre reconoce, adora y ama a Dios.
De esta manera, Jesús, el Mesías anunciado y esperado, nos da la posibilidad que vivamos con seguridad y paz, -nos recuerda Jeremías-, características éstas del Reino mesiánico, que exigen el esfuerzo de colaboración del creyente, realizado en temor y amor.
La actualización del reconocimiento de la primera venida del Señor, por lo tanto, y la vivencia de lo que ésta representa, nos abre nuevamente a la esperanza de que se concrete esta vez, en la actualidad, entre nosotros, lo que anuncia con carácter de promesa el profeta Jeremías.
Y así, el establecimiento del derecho y la justicia, por medio del Salvador, en los términos planteados, no sólo quedará en el anuncio, sino que podrá ser realidad, si a la gracia traída por Jesús, sumamos nuestra incondicional entrega para la transformación de un mundo que tanto necesita de la presencia salvadora de Dios.
Pero este tiempo de Adviento no sólo comunica la continua venida del Hijo de Dios en carne como Salvador, sino que anuncia -en el marco de signos espectaculares- su segunda venida como juez, tal como lo manifiesta el evangelio (Lc. 21, 25-28.34-36).
Para esta segunda venida de Cristo nos hemos de preparar con la actitud propia del cristiano –así debería ser- de profunda vigilancia.
De allí que Jesús nos exhorta a no estar embotados por las cosas de este mundo, aturdidos y encandilados por tantas preocupaciones que nos impiden vislumbrar la fugacidad de lo creado y la proximidad del fin de lo temporal –“porque aquél día se nos echará encima”- , y así poder apreciar la eternidad que se nos promete como realización perfecta de nuestra condición de hijos amados por Dios en su Hijo Primogénito.
Para los hombres que viven absortos en lo que es efímero – y que engañosamente creen que es eterno-, el día de la segunda venida llegará con gran angustia ya que “los hombres quedarán sin aliento por el miedo, ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán”.
Esto es así, porque quienes han puesto su confianza y fuerza en lo que es fugaz, como si fuera permanente, sufrirán una profunda frustración en su existencia creatural al percibir que todo se desmorona.
Quienes –por el contrario- han fundado su vida en el Señor, y lo añoran con vigilante espera, viviendo según su voluntad, el día de la segunda venida será el de la liberación total, no sólo de las persecuciones de este mundo, sino de todo lo transitorio al que no se le ha dado más que el reconocimiento propio de lo perecedero.
Liberación, pues, de lo pasajero, del pecado, de la injusticia, del dolor, para ser incorporados a la gloria eterna superior a esta etapa temporal.
El tiempo de Adviento que enmarca nuestra vida, nos permite por lo tanto, revisar nuestras esperanzas mundanas para transformarlas permanentemente en anhelos de la verdadera plenitud
Se nos insta, por lo tanto, a dejar de esperar en exceso de lo pasajero y precario, de lo que hoy es y mañana ya no existe, para confiar más en las promesas del Señor que nos asegura alcanzar el contemplarlo a Él cara a cara en un presente eterno.
San Pablo (I Tes. 3,12-4,2), advertido por Timoteo acerca del desarrollo espiritual de la incipiente comunidad cristiana de Tesalónica, desea que Dios los colme de “amor mutuo y de amor a todos”, ya que la vida sobrenatural de los que viven en amistad con Dios, es esencialmente progreso, y la caridad, por lo tanto, debe estar en constante crecimiento.
Es decir que para llegar a Dios que es amor, el cristiano debe amar a todos sin egoísmos, dejando la comodidad para hacer de la vida una ofrenda continua, ya que la medida de la caridad es rebosar sin término.
Los cristianos –dice San Pablo- , al crecer permanentemente en las buenas obras, nos preparamos para presentarnos a Jesús cuando vuelva, santos e irreprensibles, es decir perfeccionados en la amistad con Dios y nuestros hermanos.
San Pablo insiste en la necesidad de agradar a Dios, enseñando a todos el camino que hay que recorrer para lograrlo.
Será plasmar su voluntad, lo cual requiere un aprendizaje continuo y una ascesis personal. Aprendizaje porque nadie es autodidacta en lo que se refiere al conocimiento y servicio de Dios, precisamos la gracia de la iluminación interior, ascesis personal, porque será exigida muchas veces la renuncia personal en aras de la entrega continua a Dios.
Muchas veces creemos los católicos que para agradar a Dios sólo es suficiente “portar” dicho nombre, sin darnos cuenta que nuestra meta ha de ser el Señor. Si leyéramos y viviéramos la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia, nos daríamos cuenta qué tanto nos falta para ser cristianos de acuerdo a lo que el corazón de Cristo y la Iglesia nos reclaman. No conformarnos con ser más o menos buenos, sino luchar para ser mejores, para ser fermento de una Iglesia nueva en un mundo tan decadente como el nuestro.
La vivencia del Adviento nos convoca a seguir esperando confiadamente el encuentro con Jesús que vendrá en su gloria al fin de los tiempos, sabiendo que esta promesa de su segunda venida se realizará como ya se concretó la primera.
Es actualizando constantemente la primera venida en carne de Jesús, en nuestros corazones, como el corazón humano se va disponiendo para desear el encuentro gozoso de su última venida, cuando retorne a recoger los frutos producidos por la evangelización prolongadora de su primer encuentro con la humanidad doliente y siempre necesitada de salvación.

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Padre Ricardo B. Mazza, Cura Párroco de “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el Primer Domingo de Adviento, ciclo “C”. 29 de Noviembre de 2009. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com/; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.
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