29 de junio de 2021

Acerquémonos al Señor confesando nuestras miserias, suplicando su gracia para superar las dificultades y vivir siempre en unión con Él.

 

En la primera lectura de este domingo tomada del libro de la Sabiduría (1,13-15; 2, 23-24), se nos recuerda que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y que fue creado incorruptible pero por el pecado del hombre, engañado por el demonio, entró la muerte en el mundo, por lo que “todos los que pertenecen al mundo deben padecerla”, pero a su vez, explica el texto bíblico, que Dios no se complace en la perdición de lo vivientes. Él ha creado todas las cosas para que subsistan, el ser humano fue creado también para que subsista, y desde la fe sabemos que esa subsistencia continúa después de la muerte en el encuentro definitivo con Dios. De manera que Dios es Señor de vivientes, y por lo tanto estamos llamados a la vida con Él. En este camino que recorremos mientras vivimos en el mundo, tenemos que asumir lo que significa la condición humana, somos débiles.
Respecto a esto, en la cultura de nuestro tiempo, las ideologías de turno –que no aceptan la realidad creatural de debilidad existencial- inventan falsas seguridades pretendiendo que  pensemos que el hombre  es invencible y por tanto todopoderoso, y que todo lo puede resolver por medio de su esfuerzo. Sin embargo cada día experimentamos más y más que vivimos pateando remolinos de viento, resultando para muchos que la vida terrenal parece ser una pasión inútil como decía Sartre.
Obviamente si contemplamos nuestra existencia desde la fe, la reflexión es diferente, ya que sabemos que contamos con la ayuda del Creador. Pero si no hay una fe puesta en Aquél que es, que era y que vendrá, la vida pierde su sentido. Por eso el mundo vive tan descolocado por todo lo que le sucede, porque el mundo descreído y el hombre inserto en él,  lamentablemente se ha olvidado de Dios o se acuerda únicamente en los momentos cruciales de la vida, cuando ya no da más.
Por su parte, a los que tenemos fe, Jesús nos invita a una relación más estrecha con Él, que no lo busquemos cuando ya las cosas no dan más, sino que vivamos en fidelidad a Él en las buenas, en las malas, en la tristeza, en la alegría, en el sufrimiento y en la salud, en todo momento en unión con su bondad y misericordia. Porque el Señor se muestra siempre atento de nuestras preocupaciones y debilidades y sale siempre a curarnos interiormente aún a pesar nuestro, aunque no nos demos cuenta muchas veces.
Fíjense en esta mujer de la que habla el Evangelio (Mc. 9, 21-43), doce años padeciendo hemorragias, gastando todo su dinero inútilmente, ya no da más, sale del anonimato de la muchedumbre y piensa “con solo tocar su manto quedaré curada”, porque había escuchado cosas maravillosas de Jesús. Y así sucede, quedó curada. Pero Jesús no se conforma con percibir que una fuerza salió de Él, se da vuelta y pregunta ¿Quién me ha tocado? Los discípulos dicen ¿Cómo Jesús pregunta eso, si está rodeado de tanta gente? Pero Él sabe bien a qué se refiere y, por eso la mujer llena de temor, como si hubiera hecho algo malo, -a veces las personas piensan que hacen algo malo invocando a Dios-, al desconfiar de otras soluciones y no se anima a decir que acudió a Dios, de allí que se dirija- al Señor.
Jesús tiene una actitud superadora para con esta mujer que muy asustada y temblando se arroja a sus pies y le confiesa la verdad, pero Jesús con mucho amor le dice “hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda sanada de tu enfermedad” aunque ya estaba curada.
¿Qué es lo que ha hecho Jesús? Con su curación, la mujer que estaba desplazada de la familia y de la sociedad toda, porque era considerada impura a causa de la pérdida continua de sangre, puede restablecida, vivir nuevamente con sus afectos familiares. Jesús le devuelve todo lo que la mujer había perdido, ya que como hombre que es, se conduele con ella por sus achaques y debilidades devolviéndole la salud física, y como Dios, la cura interiormente, le da fuerzas para que siga adelante aumentando su fe y su unión con el Salvador. La mujer por lo tanto, recupera el amor de los suyos que quizá no tuvo durante años, pudiendo ella a su vez retribuir dando su amor a los demás, y encuentra un nuevo sentido a su vida terrena madurando en la fe hacia la Persona de Jesús y  trasmitiendo con su testimonio la bondad y misericordia del  Salvador.
Jesús la cura en base a la fe que tiene esta mujer.  El “vete en paz,” es como decirle “acuérdate que seguirás en paz en la medida que sigas por este camino”, o sea en unión con  Cristo que es el único que salva y que cambia al ser humano.
Por eso no tengamos miedo de acercarnos al Señor, de confesar nuestras debilidades, nuestras miserias, pidiéndole que nos otorgue fuerza para sortear las dificultades y vivir siempre en unión con Él.
Pero sigamos caminando con Jesús y la muchedumbre hacia  la casa de Jairo. En ese caminar le avisan a Jairo que su hija ha muerto, pero Cristo insiste en ir al encuentro de la hija que ha muerto para todos pero que para el Señor  la niña sólo está dormida.
Esto me hace acordar que  en el uso común se habla de la necrópolis  como ámbito de sepultura de las personas y que significa ciudad de los muertos, sin que haya esperanza de la resurrección, mientras que los creyentes en la resurrección decimos  cementerio que es el lugar de los que duermen.
Mientras que unos no tienen esperanza, Jesús resucita a la niña anunciando  de ese modo una vida más allá de la propia existencia terrenal. Y por eso, le dice a esta niña “talitá kum”,“Yo te lo ordeno, levántate”. Jesús se manifiesta como  Señor de la vida, indicándole de alguna manera a la joven  que debe proclamar al mundo que existe la resurrección de los muertos, que no estamos atados a la muerte por más que la muerte sea el último enemigo a vencer. .Justamente en la antífona del aleluya cantábamos “nuestro salvador Jesucristo destruyó la muerte he hizo brillar la vida mediante la Buena Noticia  del Talitá Kum, levántate.
Y esta niña así curada debe  nutrir la vida nueva que ha alcanzado con la Eucaristía. En efecto,  Jesús ordena le den de comer. Imposible salir de la muerte del pecado, resucitar a la vida de la gracia y permanecer en ella sin el alimento permanente de la Eucaristía que es Cristo que se ofrece como pan de vida y bebida de salvación. Esa eucaristía que obviamente requiere el paso de la transformación interior, de la conversión, para lo que se nos ha dado  el sacramento de la confesión.
Jesús nos saca de todas las miserias de la vida, por eso no nos casemos de caminar  para encontrarnos más íntimamente con Él. Y si pareciera que el Señor no nos escucha, saber que Él siempre está en nuestra busca, quiere mirarnos a los ojos, y sacarnos del anonimato. Y así, también nosotros cuando por el pecado nos confundimos en la muchedumbre y tendemos al anonimato, Cristo con la vida, con la purificación interior nos saca del olvido que puede traer la muchedumbre para que veamos cuán importante es cada uno delante de Él.
Pidámosle a María Santísima, la madre de Jesús y madre nuestra que nos ayude a recorrer este camino hacia Jesús, pidámosle a San José también en este año dedicado a él que nos vaya mostrando el camino que nos lleva al Señor.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XIII del tiempo ordinario, ciclo “B”. 27 de junio de 2021. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com



21 de junio de 2021

El que vive en Cristo camina en medio de las dificultades sabiendo que en sus manos somos guiados por quien busca nuestro bien y paz.

En el libro de Job (38, 1.8-11) que acabamos de proclamar como primera lectura en la liturgia de este domingo, Dios le habla a Job diciéndole que en cuanto Creador, en cuanto omnipotente, ha puesto límite a todo lo creado. De tal modo que  existe un orden en la naturaleza creada a la que el Señor le ha dado vida. Y así entonces, queda expresado el poder divino que está por encima de cualquier otro.
Por eso, cuando los discípulos de Jesús se preguntan (Mc.4, 35-41) “¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?” debieran responderse con convicción que es Dios, el Hijo de Dios hecho hombre. Sucede que Jesús se manifiesta como Dios poco a poco ante los discípulos, porque no era fácil que pudieran entender y comprender esta verdad. Estaban acostumbrados a  contemplar al Señor actuando en cuanto hombre, sabían cómo subyugaba a las multitudes, cómo les enseñaba con paciencia y autoridad. Pero al mismo tiempo percibían que había algo nuevo en su persona, porque curaba enfermos, expulsaba demonios, liberaba a la gente de la esclavitud del pecado. Sin embargo no superaban la visión que tenían de que era el maestro.
Jesús quiere entonces que vayan entendiendo y comprendiendo quien es Él. Después de dejar a la multitud a la cual estaba enseñando, les dice a sus discípulos “vayamos a la otra orilla”. Y es en ese momento que se presenta la ocasión, no sin la Providencia Divina, para que Jesús se manifestara realmente como es.
Refiere el texto que Jesús estaba durmiendo en la popa sobre el cabezal, cansado de recibir a tanta gente y consolarla, extenuado duerme. De repente  se desata una gran tormenta, tan grande que la nave está a punto de zozobrar y los discípulos se ponen como locos, de allí que se acercan a Jesús, -en el fondo intuyendo que éste que hasta el viento y el mar le obedecen es alguien especial-, y le dicen “¿maestro no te importa que nos ahoguemos?”
¿Cómo no le va a importar?  De inmediato Jesús aplacó el viento y la fuerza del mar, transmitiendo su calma y equilibrio interior a la naturaleza desbocada, poniéndole límite a su furia, y concediendo a su vez esa misma paz a los discípulos miedosos,  a quienes  recrimina exclamando  “¿Porque tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?”
Esta interpelación de Jesús está dirigida a su vez a cada uno de nosotros para ayudarnos a preguntarnos cómo caminamos en esta vida temporal, donde pareciera que todo se viene a pique, donde la barca de la vida está a punto de zozobrar, el mundo mismo asolado por la pandemia, la barca de la Iglesia azotada por enemigos internos y externos, la barca de la sociedad y de nuestra Patria a la deriva, hundiéndose cada vez más.
Si miramos con ojos humanos hay cada vez más razones para preocuparse, para desesperarse,  porque como la barca que va a la deriva llevada por las olas, nuestra existencia humana pareciera ir sin ningún destino, sin ninguna meta.
Con esta perspectiva, para el que no tiene fe, obviamente no queda más solución que la desesperación, o pensar en algún salvador humano que pueda solucionar las cosas, que nunca va a aparecer por cierto. Pero para el que tiene fe, y cree en Cristo el Hijo de Dios hecho hombre, el Dios vivo, aquel que como Dios en la creación pone límites en las cosas y ordena todo lo creado, la mirada es diferente.
En efecto, el creyente sabe que Cristo no quiere más que nuestro bien, nuestra paz interior, y desea  transmitirnos lo que hay dentro suyo, su paz y seguridad.  De allí que  hemos de acudir siempre al Señor, con la certeza de que quien  está unido a Él nada teme, o si teme sabe que ese temor es superable, que no es un temor que asfixie o conduzca al abismo.
El mismo San Pablo (2 Cor. 5, 14-17) nos deja una pista en la segunda lectura de hoy. Partiendo del hecho de que Cristo murió por todos, señala que los  que viven, no vivan más para sí mismos sino para Aquel que murió y resucito por ellos, o sea para Jesús. Los discípulos, como nos acontece a nosotros muchas veces, estamos pendientes en vivir para nosotros mismos y no tanto para vivir por aquel que vivió y resucitó por nosotros que es Jesús, por eso sigue insistiendo el apóstol, que “el que vive en Cristo es una nueva criatura, lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente”.
El que vive en Cristo camina por este mundo en medio de las dificultades sabiendo que estamos en manos de Dios, que son las mejores manos y que estamos guiados por el Señor que busca siempre nuestro bien, la paz para nuestro corazón.
De allí que, queridos hermanos, hemos de concluir en la misma verdad, que lo más importante es la unión con Cristo Nuestro Señor. Cuando profundizamos en el conocimiento de Cristo, no solamente por su enseñanza sino también por  su modo de obrar, obtenemos nuevas posibilidades para nuestra existencia cotidiana, todo se transforma, y Él nos muestra el camino, porque Él es la verdad que ilumina nuestra inteligencia y porque Él es la vida nueva que nos la da en abundancia.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XII durante el año. Ciclo B. 20 de junio de 2021. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com





15 de junio de 2021

Lo bueno que hagamos para que Jesús llegue a todos, fructificará abundantemente por la gracia divina y la paciencia personal.

 

Nosotros conocemos ya la parábola del sembrador. Se trata de Cristo que arroja la semilla de su palabra y de acuerdo a la disponibilidad o la preparación de la tierra, es decir del corazón humano, se producen frutos diferentes, ya sea el ciento por uno o menos de acuerdo a esa respuesta de la tierra.
La parábola del texto evangélico de hoy (Mc. 4, 26-34) no refiere a la respuesta de la tierra o a la preparación o no de la tierra, sino de la potencia que encierra la semilla que se arroja en la tierra. Posiblemente todos tengamos la experiencia de haber plantado y de contemplar cómo  cada día crece lo que se ha sembrado. Realmente nos asombramos cómo sin saber justamente cuál es el mecanismo, la vida surge de  la tierra. Es la obra de Dios a través de la naturaleza que dispone todo para el bien de aquellos que ama, que somos cada uno de nosotros.
Jesús utiliza esto que acontece cada día en la vida natural llevándonos a contemplar el desarrollo de la semilla que culmina en el fruto, para que comparemos con  el idéntico proceso de desarrollo y crecimiento de la palabra divina, con el crecimiento del Reino, que es Él mismo en el corazón del hombre y la sociedad toda, sin que sepamos cómo.
A veces anida en nuestro interior la  angustia o la decepción al ver cómo el mal se extiende cada vez más y, pareciera que éste está por encima de  las obras que podemos realizar en el orden del bien. Sin embargo, sabemos que aunque crezca aparatosamente lo que sea malo y no se vea tanto lo bueno, es la obra del Señor la que triunfa.
Y esto es así, porque Dios es el dueño de la historia y enseña a través de su palabra que es necesario perseverar en la paciencia esperando el fruto, ya que aunque no sepamos cómo, su palabra germina en el corazón de la gente y nosotros mismos debemos aprovechar esa palabra para dar fruto abundante.
A veces creemos que acciones pequeñas no sirven para nada. ¡Qué hago yo con este ofrecimiento de tal obra en medio de tantas necesidades en el mundo! En realidad hacemos mucho aunque no lo veamos inmediatamente, porque quien hace fructificar es el Señor y Él obra para que abunden los frutos de lo poco que nosotros sembramos.
Por eso, nunca hay que desfallecer pensando que todo está perdido, porque es el Señor el que conduce y transforma los corazones. A veces creemos que estar cinco minutos en oración delante del Señor es demasiado poco, pero si es lo que puedo ofrecer yo cada día debo hacerlo y perseverar, tener paciencia y ver cómo los frutos aparecen a su debido tiempo porque es el Señor el que trabaja.
Quizás pienso que estoy desilusionando a Cristo porque hay tantas dificultades, tantas cosas que tengo en mi vida que son un obstáculo para crecer. Sin embargo, no hay que decepcionar al Señor con nuestra desconfianza, al contrario, luchar. Y si caemos, nuevamente levantarnos para dar frutos abundantes siguiendo la voz del Señor y siguiendo la enseñanza que Él nos deja permanentemente.
Aprendamos de la semilla  de mostaza que es más chica que la cabeza de un alfiler, pero que  cuando comienza a germinar se transforma en una hortaliza muy grande que cobija a las aves del cielo.
Recuerdo, no sé si en esta parroquia o en otra, hicimos el experimento para los chicos de catequesis sembrando semillas de mostaza. Los chicos vieron el tamaño que tenían esas semillas y dejamos que la plantita crezca. Con el tiempo los chicos quedaban asombrados al ver lo que pasaba en el crecimiento de esa semilla, y entendían que por la obra divina sucedía lo mismo con el crecimiento  del Reino, es decir, de la presencia de Jesús entre nosotros.
No hay cosa buena por más pequeña que sea que no produzca fruto abundante y así por lo tanto no caer nunca en la desesperanza pensando que nada podemos hacer para cambiar este mundo. Saber que el Señor siempre nos guía y protege,  y que aún en medio de las pruebas, Jesús está con nosotros.
Ahora bien, esta mirada nueva de la vida solamente se da cuando vivimos a fondo nuestro ser de cristianos. ¿Qué nos dice el apóstol San Pablo en la segunda lectura al respecto? (2 Cor.5, 6-10) Afirma que para el creyente  habitar en este cuerpo es vivir en el exilio, aunque vivamos en la patria que nos vio  nacer, ya que estamos lejos del Señor.
Para  los primeros cristianos era muy fuerte la idea de que vivir en su lugar de origen era vivir en el exilio, porque consideraban que la verdadera Patria es el Cielo, la vida eterna y que nuestro caminar en la vida temporal que nos toca vivir a cada uno de nosotros no es más que un paso para alcanzar la tierra grande a la cual aspira el creyente que es la Vida Eterna.
¿Quién es el que hace el bien? Aquél que tiene bien en claro esta perspectiva escatológica de su vida y conoce que siembra y cosecha no para este mundo, sino para la gloria de Dios, para la Vida Eterna y para la presencia con Él en el Cielo.
El que obra el mal obviamente no tiene perspectiva de futuro, sabe que todo termina, o piensa que concluye en este mundo y por eso las obras del maligno van quedando en el camino, mientras que  la verdad y el bien son los que brillan permanentemente en el corazón de quienes tratamos de ser fieles al Señor.
Queridos hermanos pidámosle al Señor que mientras vivimos en el exilio de este mundo añoremos la Patria celestial, trabajando  incansablemente para producir frutos abundantes de bondad, verdad y justicia.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo XI durante el año. Ciclo B. 13 de junio de 2021. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com







8 de junio de 2021

“El sacramento del amor, del Cuerpo y la Sangre de Jesús, hace presente a Cristo nuestro Señor en su Iglesia y en el que lo recibe”.

 Siguiendo la Sagrada Escritura nos encontramos que se describe la historia de la salvación o también la salvación de la misma historia por el misterio de Cristo nuestro Señor, el Hijo de Dios vivo que se encarna en el seno de María haciéndose presente en la historia  humana para conducirnos a la casa del Padre.
La Sagrada Escritura proclama siempre el amor de Dios para con el ser humano. De allí que San Pablo exclama con fuerza que Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo para rescatarnos del pecado y de la muerte eterna. Y ese amor de Dios que busca al ser humano se manifiesta  a través de alianzas, por medio de pactos de amor, algo que es cercano al mismo corazón del hombre.
El libro del Éxodo (24, 3-8) da a conocer la alianza entre Dios y el pueblo en el Sinaí, momento en que Moisés quiere comprometer al pueblo en esta alianza de amor. Israel respondió ante la proclama de Moisés “estamos decididos a poner en práctica todas la palabras que ha dicho el Señor”, quedando esto sellado con la sangre de animales. El texto  menciona cómo Moisés rocía al pueblo con la sangre del sacrificio, y así, de esa manera queda sellada la alianza entre Dios y el pueblo; insistiendo nuevamente el pueblo que “estamos resueltos a poner en práctica y a obedecer todo lo que el Señor ha dicho”. Esta es la sangre, dice Moisés, de la alianza que ahora el Señor hace con ustedes.
De ese modo caemos en la cuenta  que el Señor busca al ser humano, es fiel a la alianza, mientras que el hombre con frecuencia es infiel, rompiendo ese pacto de amor. De allí la necesidad de que el mismo Dios que tanto ama al ser humano busque otra forma o profundice esa alianza a través de la sangre derramada de su Hijo hecho hombre. Necesariamente Dios Hijo se hace hombre para poder entregar su vida, y ofrecer su sangre por la salvación del mundo.
Precisamente esto es lo que describe la carta a los Hebreos (9, 11-15) que acabamos de escuchar. El autor sagrado enseña en el texto que la sangre con que se selló la primera alianza es para la purificación exterior del hombre, mientras que la sangre de Cristo que se derrama es para la purificación total del ser humano, realizándose la restauración interior de su  corazón.
En efecto, el ser humano que se extravió  por el pecado de los orígenes, alejándose de su Creador y la amistad que le brindaba, queda así restaurado interiormente y preparado para esta nueva alianza de amor con Dios nuestro Señor. Jesús no solamente marca esta alianza con el derramamiento de su sangre, sino que quiere quedar presente junto a nosotros por el resto de la historia humana.
¿Y cómo realiza esto? Instituye el sacramento de la Eucaristía, de su Cuerpo y de Su sangre, y así entonces, cada vez que celebramos la Misa, por las palabras de la consagración el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Cuerpo y Sangre del Señor que se ofrecen de continuo para restaurarnos y nutrirnos mientras caminamos por este mundo en el estadio de homo viator.
En su carácter de sacramento, la Eucaristía, por medio de los signos de pan y vino, se convierte en Pan de vida y Bebida de salvación, concediéndonos la gracia en la abundancia de los dones recibidos.
Jesús que ha vuelto al Padre el día de la Ascensión y, ha hecho presente en la Vida Eterna nuestra humanidad, cumple así por la Eucaristía, con lo prometido, “estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos”. Por lo tanto, es el sacramento del amor, del Cuerpo y la Sangre que hace presente  a Cristo nuestro Señor en su Iglesia y en el que lo recibe.
Y de tal manera quiso Cristo estar presente con nosotros hasta el fin de los tiempos, que en la última Cena, además de instituir el sacramento de su presencia, instituyó también el sacramento que hace posible a lo largo del tiempo esta presencia entre nosotros: el orden Sagrado.
Y así, “hagan esto en memoria mía” se repite en cada misa que se celebra sobre la faz de la tierra, exponiéndose incluso el mismo Señor a tantas ofensas y profanaciones por las comuniones  recibidas en pecado.
Por eso queridos hermanos no solamente adoramos hoy  este misterio de amor encerrado en la Eucaristía, sino que nos comprometemos siempre a vivir en unión con el Señor.
Para realizar esto, será necesario mantener en alto el espíritu de reparación que se merece este sacramento, buscando eliminar los obstáculos que impidan alimentarnos con Él, para nutrir la vida espiritual, preparándonos así para el convite celestial, del cual el banquete eucarístico celebrado en la tierra es un anticipo.

Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad del Corpus Christi. Ciclo “B”. 06 de junio de 2021. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com






1 de junio de 2021

El bautismo nos incorpora a la vida trinitaria, consagrados para vivir en comunión de vida y amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Hoy celebramos la Solemnidad litúrgica de la Santísima Trinidad. Dogma de fe, central en nuestra confesión católica, por el que creemos que en la unidad divina, es decir, en la única naturaleza divina, subsisten tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Podemos acercarnos a este misterio, pero indudablemente la pobre inteligencia humana no podrá conocerlo en plenitud, incluso cuando mediante la gracia divina y las buenas obras lleguemos a contemplarlo en la bienaventuranza eterna.
Allí también conoceremos a Dios de una manera  imperfecta, ya que será al modo humano. En efecto, aunque la inteligencia humana sea elevada por el don sobrenatural del “lumen gloriae” (la luz de la gloria), siempre Dios será superior al hombre. Pero así y todo, seremos felices, porque tendremos la capacidad de conocerlo y  amarlo  plenamente.
Ahora bien, Dios se ha manifestado a lo largo del tiempo, por lo que se fue purificando y perfeccionando  la mirada humana sobre Él. Y así, en el Antiguo Testamento, se da a conocer al pueblo de Israel, elegido para que sea su pueblo y con el que hizo una Alianza de amor. Pero los israelitas no pocas veces se inficionaban con las ideas de los pueblos vecinos cayendo en la idolatría y el politeísmo. Por lo tanto era necesario purificar la idea que se tenía de Dios
En el libro del Deuteronomio (4,32-34.39-40), Moisés habla al pueblo y enseña que Dios es uno: “Allá arriba, en el cielo, y aquí  abajo, en la tierra- y no hay otro”. Por medio de los prodigios realizados a favor de ellos, les recuerda que este Dios los ama tanto que los ha liberado de la esclavitud, conduciéndolos a la Tierra Prometida. Realizando Alianza en el Sinaí, el pueblo ha de observar los preceptos y los mandamientos, y de se modo “Serás feliz, tú y tus hijos después de ti, y vivirás mucho tiempo en la tierra que el Señor tu Dios te da para siempre”.
¿Pero cómo llegamos entonces al misterio de la Trinidad, que Dios es uno en naturaleza, pero que subsisten en esa naturaleza divina tres personas, la del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo? Es necesario una revelación, una manifestación posterior que la hace el mismo Cristo. De hecho en el Nuevo Testamento tenemos significativos casos en que aparece la Trinidad. Por ejemplo en el bautismo de Jesús, el Padre dice “Este es mi Hijo muy amado, escúchenlo”, Jesús que es bautizado, y el Espíritu que desciende sobre Jesús para señalar que es el ungido, el enviado para redimir a la humanidad a través de su muerte y resurrección.
Este misterio de la Trinidad se manifiesta paulatinamente, por lo que Jesús da precisiones concretas a los discípulos antes de volver al Padre. ¿Qué les dice? “Yo he recibido todo poder en el Cielo y en la tierra”, evocando que es el único Dios manifestado en el Antiguo Testamento. Soy el único Dios, tengo el único poder y no hay otro. Esto nos debe ayudar a pensar cuántas veces el ser humano se equivoca pensando que acumulando poder puede hacer algo. Dios se ríe de estas pretensiones soberbias, ya que “yo he recibido todo poder en el Cielo y en la tierra”. Es el Señor el que va escribiendo la historia de la salvación humana, de allí que continúe diciendo: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”, encomendándoles de ese modo una misión concreta que se continúa en la Iglesia (Mt. 28,16-20). De ese modo los apóstoles deben ir al encuentro de las culturas, de las razas, de los pueblos y hacer discípulos. Discípulos que tengan obviamente un único maestro que es Cristo.
¿Y cómo se ingresa a esta nueva categoría del pueblo de Dios? Bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. . El texto habla en singular, en el nombre, no dice en el nombre del Padre, en el nombre del Hijo, en el nombre del Espíritu Santo, sino en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Nuevamente la afirmación de la única naturaleza divina en la que subsisten tres personas. A su vez deben enseñarles  a cumplir todo lo que el Señor les he mandado. La misión de la iglesia, pues, deberá consistir en hacer discípulos para formar un único rebaño y enseñar lo que Jesús ha enseñado, lo que  ha mostrado cuál es el camino de la salvación. Ahora bien, el hecho de ser bautizado significa entrar de lleno en la vida trinitaria, produciéndose una transformación en el corazón de cada uno. El bautismo precisamente nos incorpora a la vida divina, a la vida trinitaria, somos consagrados a Dios. Así como los templos son consagrados a Dios, como lo ha sido éste, nosotros recibimos la consagración a Dios en el sacramento del bautismo, al ser marcados con el Santo crisma en la frente, constituidos ungidos para Dios. Por eso es que el ser humano, a no ser que su conciencia se haya endurecido, cuando realiza el mal siente un cortocircuito en su interior porque al estar llamado y orientado a Dios se aleja de esa llamada. El bautismo nos introduce en la vida trinitaria, por lo que decimos Abbá (Rom. 8, 14-17), al Padre del Cielo, ya que el Hijo ha mostrado el camino que conduce a Él y, el Espíritu Santo mueve nuestro corazón para vivir en profundidad esta vida divina de la que participamos por el sacramento del bautismo, que nos hizo hijos adoptivos de Dios.
El mismo Espíritu entonces, se une a nuestro espíritu, nos dice San Pablo, para dar testimonio de que somos hijos de Dios. ¡Qué hermoso poder dar testimonio a la gente que nos rodea y a lo mejor no cree, que somos hijos de Dios y no es poca cosa, hijos adoptivos de Dios, y por lo tanto si somos hijos somos herederos enseña el apóstol y coherederos de Cristo, llamados como Jesús a la Gloria eterna porque sufrimos con Él para ser glorificados con el misterio de la cruz que nos hace participes de los sufrimientos de Cristo y conduce a la resurrección.
Queridos hermanos: reconociendo entonces a Dios Uno y Trino, crezcamos en nuestra fe en Dios Nuestro Señor, aprendamos a dirigirnos al Padre como lo hacemos en el Padre Nuestro o en la oración personal, reconocernos delante de Él como hijos débiles, buscar unirnos a Jesús en la Eucaristía limpiando  nuestro corazón y  alma, para poder recibir los frutos de esa recepción eucarística.  Pidamos a su vez, al Espíritu Santo, que nos de su gracia, que se derrame en nosotros con abundancia y, acompañados por María Santísima, la llena de gracia, caminemos esperanzados a la vida eterna.


Padre Ricardo B. Mazza. Cura párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Ciclo “B”. 30 de mayo de 2021. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com