29 de marzo de 2010

Ellos seguían gritando :"¡Crucifícalo, crucifícalo!"


Acabamos de cantar en el salmo responsorial “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Salmo 21). Palabras del Señor que atraviesan la historia humana desde el momento de la Cruz. Reproduce el sentimiento de abandono de Jesús en la cruz, pero también la experiencia de abandono de cada hombre a lo largo de la historia.
Jesús experimentó el abandono de quienes estaban cerca de Él durante su ministerio público, abandonado por aquellos que habían recibido el don de la curación de sus dolencias, abandono de sus apóstoles con la excepción de Juan y su madre que con algunas mujeres lo acompañaron al pie de la cruz, abandono de los que lo habían aclamado como rey un día como hoy en su entrada a Jerusalén y pidieron su muerte el viernes santo.
En el relato de la pasión escuchamos como signo de este abandono el grito inmisericorde de “¡crucifícalo!, crucifícalo” que se repite con vehemencia cada vez que Pilato esgrime alguna razón para liberarlo, especialmente diciendo que no ha cometido ningún delito.
El poder del maligno por medio de sus servidores incondicionales se desata con la permisión divina, -motivo más para sentirse abandonado-, en ese grito cuasi salvaje, sediento de venganza, cebándose en la inocencia del Salvador que, -como sucediera con el profeta Jeremías (cap. 20,10)-, resulta una afrenta continua a la maldad de una sociedad –que como la nuestra-, está sumida en el pecado de la infidelidad a Dios.
La injusticia de la crucifixión de quien es el inocente máximo es un anticipo de todas las injusticias que se cometieron en el pasado, se suceden en el presente y se realizarán a lo largo de la historia humana.
Porque no sólo Jesús debe ser atravesado en la cruz, ya que su presencia es un desafío ante la maldad humana, sino que todo lo que signifique o anuncie a Dios en el mundo debe ser crucificado, aniquilado o excluido porque su sola vista es un reproche continuo a tanta maldad y perversión.
He aquí que el abandono se orienta también al mismo hombre y hacia él se dirige con renovado odio este grito de “¡Crucifícale!”, proferido por personas o turbas que quieren vivir lejos de su Creador.
Y así con frecuencia comprobamos que crucifican a sus hermanos aquellos funcionarios y jueces inicuos que deciden o aprueban, interpretando la ley según su corazón torcido, la muerte de los niños no nacidos porque no son capaces de soportar –como Pilato- las presiones de las ideologías en curso. Y así, temen más el “escrache social” que el juicio inapelable de Dios ante quien han de dar cuenta algún día, acompañados por el testimonio acusador de los que silenciaron con la muerte.
Crucifican a sus hermanos los que manejan los resortes de la economía a su antojo y, para quienes el hombre no es más que un eslabón que sirve si se incrementan las ganancias, y que muchas veces se ven privados por la mezquindad de los poderosos de lo que provee a su dignidad.
Crucifican al prójimo los que trafican con la droga, el sexo o la violencia, pensando sólo en el propio enriquecimiento o placer.
Crucificamos a quienes nos han sido confiados, o nos constituimos en piedra de tropiezo de los que tienen fe, cuando como sacerdotes o guías religiosos, no vivimos el ejemplo de Cristo, el Buen Pastor, e impedimos a otros encontrar y seguir el camino de la santidad evangélica.
Crucifican a los ciudadanos sumiéndolos en la pobreza, los gobernantes que con la mala administración, el despilfarro o el favoritismo, dilapidan los dineros públicos.
Los crucificados por la falta de vivienda digna, por carecer de trabajo o desatendidos en su salud, van incrementándose día a día.
Los crucificados por la sociedad porque están enfermos, son débiles o son estimados inútiles por una humanidad de la opulencia, son descartados cada vez con mayor rapidez por una mentalidad que huye del dolor.
Cristo sigue siendo injustamente condenado, cuando con testigos falsos, pruebas fabricadas y odio visceral se aplica una justicia sesgada por la imparcialidad y la ideología de la venganza.
Y así podríamos seguir con esta dolorosa letanía que señala desde el tiempo del crucificado hasta nuestros días la permanente vigencia del sentimiento de abandono de un Dios que nos ha dicho siempre que está con nosotros.
Y el Creador sigue estando presente en nuestra historia dolorosa aunque nuestra duda cotidiana nos hace clamar como uno de los ladrones mirando al crucificado “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
En medio del supuesto abandono de Dios, sumergidos en las injusticias de este mundo tenebroso, surgen de nuestros labios las palabras confiadas del profeta Jeremías (cap. 20,11): “Pero Yahvé está conmigo, él, mi poderoso defensor; los que me persiguen no me vencerán. Caerán ellos y tendrán la vergüenza de su fracaso, y su humillación no se olvidará jamás”.
El estar crucificado es para Jesús el mayor de los servicios, ya que nos confiere la realeza que el Padre le concedió, si como los discípulos somos capaces de estar siempre con Él en medio de las pruebas.
Por lo tanto inversamente a lo que piensa y vive el mundo, el abandono de la crucifixión es siempre causa de fecundidad espiritual.
Así repercutió en el buen ladrón, cuando la injusticia patente y sufrida por el crucificado le hace exclamar “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”, con la consiguiente respuesta del Maestro: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
La ignominia y soledad de la cruz objeto de insultos, se transforma en salvación después de la muerte del Señor. Y así el centurión “vio lo que había pasado, alabó a Dios, exclamando: Realmente este hombre era un justo”. Vio el abandono de Jesús, vio el escarnio que sufría, vio cómo la divinidad se escondía, pero vio también la salvación que se ofrecía.
La multitud misma que había vociferado pidiendo la muerte del Señor, se había reunido al pie de la cruz “para contemplar el espectáculo. Al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho”. De la incredulidad y furia reclamando la muerte, pasan a la compunción del corazón y al dolor, al tomar conciencia de su complicidad ante tanto mal.
Esta descripción que la Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Lucas (22,14-23,56) realiza sobre los distintos protagonistas de los hechos, nos ayuda a tener siempre la esperanza que la gracia de la cruz es tan grande y eficaz que es capaz de cambiar los corazones más endurecidos.
El abandono y la crucifixión soportada por cada hombre en este mundo, como lo sufriera Cristo, no resultan inútiles, si por la misma misericordia del Hijo de Dios sus opresores son capaces de abrirse a la gracia, piden perdón y se encuentran con la verdad y la luz que provienen de Él.
Al levantar los ramos de olivos hoy, aclamamos a Cristo como rey y Señor nuestro, comprometiéndonos a mantener viva a lo largo del año esta aclamación. Aunque nos sintamos muchas veces abandonados y crucificados por nuestro prójimo, o quizás olvidados de Dios, -en la hora de las tinieblas-, no perdamos la esperanza y seguridad que nos viene del Salvador que está presente siempre en nuestras vidas.
Recorramos durante esta semana el camino de la Cruz, con Jesús, experimentando lo que Él vivió, para encontrar en su resurrección la meta de esta senda liberadora del dolor y la soledad.
Pidamos fervorosamente al Cristo crucificado que esta semana –especialmente el nuevo viernes santo- la gracia que proviene de su sacrificio convierta los corazones alejados por el pecado. De esta manera podremos construir una sociedad nueva en la que los brazos de la cruz nos unirán a todos entre sí y con nuestro Padre que respondiendo al “perdónalos, porque no saben lo que hacen” nos trata siempre con misericordia.
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“La crucifixión”, detalle de la sillería de la catedral de Jaén, España.

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Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Parroquia San Juan Bautista de Santa Fe de la Vera Cruz. Argentina. Homilía en el domingo de Ramos de la Pasión del Señor. Ciclo “C”. 28 de marzo de 2010.
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro; http://gjsanignaciodeloyola.blogspot.com.-
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27 de marzo de 2010

“Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando”.


1.-El anuncio del “algo nuevo” en Isaías
Como anticipando su Pascua, Jesús fue al monte de los Olivos posiblemente para hacer oración, para encontrarse con su Padre. Al amanecer lo encontramos en el templo al que acudía mucha gente. Estando allí se sentó –posiblemente- para enseñar al pueblo acerca de lo que significa celebrar Su Pascua.
En su interior seguramente evocaba aquellas palabras divinas que recordaba el profeta Isaías (43,16-21): “no se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas; yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando”. Ese “algo nuevo” estará constituido por la gracia que atraerá hacia Él a todos los hombres, con su muerte y resurrección.
Este mensaje divino del “yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando”, atraviesa toda la historia de la salvación humana, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, ya que Dios siempre está mirando el futuro desde el presente temporal en el que está inserto el hombre.
Para nosotros cada acontecimiento está incluido en “las cosas pasadas”, sin perspectiva alguna de transformación a causa de nuestro pecado personal, siempre envejecedor de nuestro ser y de nuestro obrar.
Pero al mismo tiempo que esto sucede, Dios siempre está pensando en hacer algo nuevo desde las ruinas de nuestra infidelidad y desde el rechazo que manifestamos para con quien nos creó para la vida de hijos.
La experiencia del hombre pasa siempre por el sembrar fatigosamente y entre lágrimas –como destaca el salmo interleccional- a causa de nuestra contingencia, que se transforma -por medio de aquél que siempre viene a hacer algo nuevo en nosotros-, en un canto de alegría “¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros y estamos rebosantes de alegría!”. Es el misterio de la Cruz redentora y su prolongación de vida en la resurrección que surca el camino del hombre hacia la Casa del Padre.

2.-El “algo nuevo en Pablo de Tarso”
Para san Pablo (filipenses 3,8-14) el “yo estoy por hacer algo nuevo” implica el profundizar en el conocimiento del misterio de Cristo, como pedíamos como fruto cuaresmal en el primer domingo de este tiempo.
La ilusión del hombre a través del tiempo ha sido siempre el creer que las cosas le otorgan una felicidad sin igual. Le resulta difícil asumir que tanto debe usar de lo temporal, cuanto le ayude a acercarse más y más al Señor. Y que tanto debe desecharlo cuanto le impidan poner su centro personal en la persona del Hijo de Dios hecho hombre.
De allí que no es de extrañar que el hombre de nuestro tiempo sacrifique muchas veces a Cristo para servir y servirse de las cosas incapaces de otorgarle la felicidad plena.
Para salir de este encierro sobre sí mismo, el individuo necesita que Jesús, como sucedió con Pablo, “haga algo nuevo” en su interior.
Ese algo nuevo que llamamos conversión o ruptura con las cosas pasadas “del hombre viejo”, permite una valoración distinta de la vida humana.
Lo “nuevo” en san Pablo y, debiera ser también para nosotros, implica que “por él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo, y estar unido a él”.
El resultado de esta visión nueva en el apóstol supone una unión más estrecha con Cristo que nace de la fe en Él y no de la propia justicia humana siempre parcializada e imposibilitada de hacer “justo” a alguien.
La fe permite elevar el entendimiento humano de tal manera que lo capacita para “conocer el poder de su resurrección y participar de sus sufrimientos” hasta hacerlo semejante al mismo en la muerte, impulsándolo a la resurrección.
Esta realización “de lo nuevo” en el corazón del apóstol y en todo creyente, es progresiva, ya que la meta buscada es lograda al final de la vida, siendo la esperanza la fuerza que motoriza el verdadero obrar cristiano.
Pero justamente porque antes fue alcanzado por Cristo con su gracia, es posible para Pablo seguir “en la carrera” de la perfección sin mirar ya el recorrido obtenido, sólo buscando la perfección del encuentro definitivo con su Dios.

3.-Jesús y “el algo nuevo” en la vida de los escribas y fariseos.
El Señor nos guía en este tiempo de cuaresma hacia la meta de su muerte y resurrección en Jerusalén. Este paso de la muerte a la vida implica no sólo hacer “algo nuevo” en su propia persona, sino concretarlo también en cada uno de nosotros, de manera que seamos nuevas creaturas, capaces de aspirar a las cosas celestiales y no a las pasajeras.
En su encuentro con la adúltera (Juan 8, 1-11), Jesús quiere anticipar en la persona y en la vida de ella, el misterio de la renovación total por la gracia de la misericordia.
Pero si miramos con detenimiento la actitud de Jesús para con los escribas y fariseos, notamos que también en ellos desea realizar “algo nuevo”.
Estos hombres le preguntan con mala intención acerca de la licitud o no de la muerte por lapidación que debían sufrir las adúlteras. No les interesa la mujer, quien debiera ser objeto de misericordia y por lo tanto ser ayudada a cambiar de vida, sino que su intento apuntaba a poner trampas al obrar del Señor para poder acusarlo.
Jesús, pasando por alto sus malas intenciones, les responde de una manera original que consiste en ir más lejos de lo que ellos pretendían saber.
No les responderá acerca de la licitud o no de matar a alguien a pedradas, sino que poniendo en evidencia la actitud de ellos por la que se colocan por encima de los demás como jueces inmisericordes, los obliga a examinar su propia conciencia.
Y así, “el que no tenga pecado que arroje la primera piedra”, se presenta como una frase lapidaria que saca a la adúltera del foco de atención de los presentes, para señalar a quienes en verdad necesitaban ser perdonados y reconciliados con Dios por su pecado de orgullo y autosuficiencia.
El obrar de Cristo con estas valientes palabras inicia el “hacer algo nuevo” en el corazón de los presentes, ya que empezando por los más viejos se van retirando del lugar. Se alejan avergonzados, con su soberbia maltrecha, ya que el Señor los ha dejado al descubierto en su malicia.
Si aprovechan la gracia que se les ofrece podrán cambiar su vida permitiendo que cada día Jesús vaya “haciendo algo nuevo” en su interior, si –en cambio- dejan pasar ese momento de gracia, ese “kairós” providencial, el endurecimiento en el pecado y la imposibilidad de la salvación será un hecho.

4.-Jesús misericordioso hace “algo nuevo” en la adúltera.
Después de la huida –casi a escondidas- de los escribas y fariseos, Jesús se encuentra a solas con la mujer pecadora. Se incorpora ante ella mostrando que viene a levantar a quien está hundido en el pecado diciéndole que no la condena. La reprobación hubiera significado la ausencia de esperanza de salvación para ella, el quedarse sumergida en sus debilidades.
Jesús cumple así su palabra de que como médico se manifiesta “sanador” de los enfermos, no de los sanos, que ha venido a buscar lo que estaba perdido, para que encontrado, no pierda el rumbo de la elevación humana.
Al no ser condenada, la mujer experimenta en su propia existencia lo que seguramente conocía sólo de oídas, la misericordia salvadora de Jesús.
Pero el mismo Jesús le advierte cuál es la condición para que se siga produciendo en ella “algo nuevo”: no ha de pecar más en adelante.
En realidad si ella siguiera pecando, se quedaría “en las cosas pasadas” de las que habla Isaías sin posibilidad alguna de lo nuevo.
Igualmente los escribas y fariseos si continúan pensando en apedrear a las adúlteras cerrándose al perdón y a la misericordia, seguirán “en las cosas antiguas”, sin descubrir que con la presencia salvadora del Señor ya “está germinado“ en el corazón humano la necesidad de imitarlo en el ejercicio de la misericordia.
La adúltera además no es más que una figura de cada uno de nosotros, inclinados con frecuencia al adulterio espiritual que consiste en dejar al Dios verdadero con Quien fuimos desposados por el bautismo, para entregarnos a los amores pasajeros que nos ofrece el espíritu mundano de nuestro tiempo.
Cristo por lo tanto al llamarnos a la permanente conversión del corazón, nos ofrece la posibilidad de ser reconciliados con el Padre, el “algo nuevo” que viene a transformarnos en lo más profundo de nuestro ser.
Con el espíritu confiado en la bondad del Señor, y que Él mismo nos inspira, pidamos humildemente la fuerza necesaria para seguir caminando en medio de las dificultades de nuestra vida, hasta llegar a la meta de la Pascua Eterna, de la que la de Cristo es ya certeza y anticipo.
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Imagen en el encabezado: “La mujer adúltera”, Santa Cruz de la Serós. Aragón, España.
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Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Parroquia San Juan Bautista. Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el quinto domingo de Cuaresma, ciclo “C”. 21 de marzo de 2010.
ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com;
www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro: gjsanignaciodeloyola.blogspot.com;-
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21 de marzo de 2010

Hacia el encuentro de la misericordia del Padre


San Lucas es el evangelista de la misericordia de Dios, el que nos habla de la abundancia de este atributo divino por excelencia. Nos hace ostensible en el texto que acabamos de proclamar la actitud de publicanos y pecadores que van a escuchar a Jesús, quedando en evidencia que sólo los que se consideran alejados van al encuentro del Señor.

Los fariseos y escribas que se imaginaban perfectos no tienen necesidad de escuchar al Salvador, ya que la soberbia que anida en sus corazones los cierra cada vez más a la posibilidad de la salvación, de recibir la misericordia del Señor.

Además se erigen en jueces de los demás y critican a Jesús porque come con publicanos y pecadores, y se acerca a quienes lo necesitan, olvidando su particular enseñanza afirmada con énfasis “que son los enfermos los que necesitan al médico y no los sanos”.

Con todo, Jesús quiere llegar al corazón de los escribas y fariseos, por eso a través de esta parábola conocida como la del hijo pródigo, si bien debiera llamarse la del Padre misericordioso, nos muestra la benignidad de Dios.

Se nos presenta también al corazón humano, herido por el pecado de los orígenes, que necesita de Dios. Este hombre que ha recibido dones en abundancia en la creación del mundo, como lo describe el libro del génesis, o como sucedió con el pueblo de Israel como escuchamos recién en el libro de Josué, pero que no ha sabido permanecer en fidelidad a su Dios, y agradecer los dones que de Él ha recibido.

Con prepotencia pide más: dame lo que es mío, la parte de mi herencia. ¿Cómo puede pedir lo que es del Padre? ¿Acaso ha sabido ganarlo respondiendo con su esfuerzo a la bondad divina?

Así el ser humano pretendió en el pasado ser como Dios, deseó la misma divinidad. Al pedir la supuesta parte que le corresponde está diciendo que quiere “hacer su vida” sin el Padre, lejos de quien lo es todo. “Ya soy grande como para estar dependiendo de Ti” –pareciera decir-.

Lo que se escucha muchas veces en el seno de la familia se repite en la relación con el Padre Dios. El hombre que quiere ser feliz a su manera, comienza a caminar por el mundo lejos del Creador, siguiendo sus impulsos y caprichos, llegando, exhausto de los bienes del Padre, al vacío total que lo llevan a recordar lo que ha recibido en otro tiempo.

Piensa que puede bastarse a sí mismo, que no necesita del totalmente Otro. Y así entonces agudizando su fantasía sigue hundiéndose cada vez más.

De ser libre se transforma en esclavo, puesto al servicio de un desconocido que no lo reconoce en su dignidad de hijo.

Es allí donde experimenta la hondura de su vacío interior al verse alejado de su Padre, al no poder participar de la mesa paterna a causa del pecado en que ha incurrido, deseando las bellotas que lo envilecen y a las que no tiene acceso a causa de su total decadencia personal.

La lejanía del Padre le impide también gustar de aquello que lo corrompe ya que se siente cada vez más miserable.

Con todo, Dios en su infinita misericordia va moviendo el corazón, interpelando al hombre en su interior, pero reclamándole al mismo tiempo su respuesta por la que se hace posible el retorno a la casa del Padre. Cuando cae en la cuenta que aún los jornaleros de su progenitor tienen alimento, percibe con brutalidad la degradación en la que ha caído.

Y en un primer momento es esto lo que lo mueve –en el fondo el interés a recuperar lo perdido- a volver a la casa. Recién cuando afirma que pecó contra el cielo y contra el Padre, es cuando manifiesta que añora al mismo, y no sólo los bienes que de Él puede recibir.

Comienza así el camino de retorno como muchas veces sucede en la vida de no pocos bautizados, que sumergidos en el pecado surgen de esa situación convencidos que sólo el encuentro renovado con el Padre puede alejarlos de ese escenario lastimoso.

El Padre que lo ve de lejos comienza a correr con alegría a su encuentro.

Se conmovió, -dice el texto-, reflejando el movimiento interior de alguien que siente en carne propia el estrago profundo de quien ama de veras.

El Padre desea encontrarse con su hijo ya que éste ha descubierto lo que significa vivir en su casa. Hace una fiesta, la del retorno, que evoca a la eucaristía, lugar de encuentro con el Hijo hecho hombre –después de la conversión- que se ha ofrecido al Padre por nosotros para que pudiéramos caminar sin sobresaltos hacia su eterna morada.

San Pablo en la segunda lectura recuerda justamente que Dios ha querido que el hombre se reconcilie con Él por medio del Hijo hecho hombre.

Por eso el tiempo de cuaresma que es un caminar hacia la Pascua, es un avanzar hacia el Padre de las misericordias.

Es desde la cruz de donde brotan todas las gracias a las que tiene acceso el mismo hombre si se mantiene fiel al Padre.

Dios le posibilita al hombre el poder contribuir con Él en el orden de la creación cuando los israelitas al entrar en la tierra prometida –nos dice el libro de Josué- comenzaron a comer del fruto de la tierra y del trabajo del hombre. Ya caduco el orden del maná –puro don del cielo- comienza el orden de la colaboración del hombre en la creación.

El encuentro con el Padre posibilita una mejor vida, aplicable no sólo a cada persona, sino también al conjunto de la sociedad. Y así podemos afirmar que nuestra Patria ha declinado como el hijo derrochón de la parábola. Como Nación hemos malgastado todos los dones que de Dios hemos recibido, cada uno con responsabilidades diferentes, llegando en nuestros días a una decadencia nunca vista.

Le hemos exigido a Dios la herencia común de las generaciones futuras para dilapidarla en acopios personales de bienes, en favorecer la antivida, en el comerciar con las personas robándoles su dignidad haciéndoles creer que la pereza dignifica al ser humano, nos hemos burlado de la ley de Dios y de los hombres propiciando el reinado del más fuerte y del temor sobre los débiles a quienes no les queda más recurso y seguridad que acudir a Dios. Ese Dios que se conmueve ante tantas miserias nuestras pero que espera que comencemos a desandar el camino del pecado para encontrarnos nuevamente en la Casa Común donde todos somos hermanos, llamados a recibir equitativamente los dones que nos han sido dados. Lamentablemente en nuestros días se comenzó nuevamente a manifestar el deseo de los asesinos institucionalizados en el poder, que pretenden legitimar la muerte de inocentes no nacidos, a quienes se les niega la vida con total frialdad.

Imposible encontrarse con el Padre eliminando al hermano de la mesa festiva de los hijos de Dios con la prepotencia de los que se creen “dios”.

También la figura del hijo mayor encuentra eco en nuestra vida cotidiana. Quizás no nos alejamos del Padre, fuimos fieles a Él, pero no hemos sabido percibir su amor, ya que pretendíamos más que su amor, el “cabrito que no nos dio para comer con nuestros amigos”.

Como el hijo mayor muchas veces miramos desde arriba al que regresa a la casa paterna poniendo en duda la sinceridad de su conversión.

Nos olvidamos que la Iglesia es el lugar de los pecadores. Por eso a ella concurrimos los que sabemos de nuestros pecados y luchamos para ser cada vez mejores.

Los que son santos, los autosuficientes que han puesto su seguridad sólo en las cosas, en lo que perciben con los sentidos, no necesitan concurrir a la Iglesia, ya que se han inventado la suya propia.

El retorno a la casa del Padre por medio de una sincera conversión es el camino de los pecadores, no de los que se creen sanos y por lo tanto no necesitan al médico de las almas que es Cristo.

El Padre nos dice como al hijo mayor, “todo lo mío es tuyo”, pero los hijos mayores de hoy no quieren lo que es del Padre, sólo les interesa lo que ilusoriamente creen que “lo suyo es lo que han ganado con su propio esfuerzo”, hasta que lo pierden, -y muchas veces tan fácilmente- y sólo queda el volver al Padre.

No han gastado nada con “mujeres” como el hijo menor, porque al acumular sólo para sí han cerrado el corazón al hermano que vuelve a la casa paterna. Al criticar y negar al hermano el perdón, el hijo mayor no ha comprendido lo que es vivir en la casa paterna

Pidamos a Dios que nos muestre su amor de Padre para que nosotros sepamos exponerlo también a los demás, a la familia, a los amigos, ante tantos corazones alejados entre sí por las rencillas y odios más profundos. Vivamos así nuestra misión de embajadores de la reconciliación.

Padre Ricardo B. Mazza. Párroco de la Pquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, en Argentina. Homilía en IV domingo de Cuaresma, ciclo “C”. Textos: Josué 4,19.5, 10-12; 2 Cor.5, 17-21; Lc. 15,1-3.11-32.- 14 de marzo de 2010. ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; gjsanignaciodeloyola.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro.-

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14 de marzo de 2010

La cuaresma,éxodo hacia una vida religiosa más plena.


En este tiempo de Cuaresma seguimos caminando con Jesús que se dirige a Jerusalén. Allí celebrará su Pascua. Y este ir con Jesús nos evoca nuevamente aquél otro éxodo que describe el Antiguo Testamento. Acabamos de escuchar en la primera lectura cómo Moisés buscando siempre a Dios sube a lo alto del monte Horeb y allí Dios se le manifiesta. En un primer momento es la llama que arde en la zarza sin consumirla. Hecho prodigioso que hace que Moisés se pregunte sobre lo que sucede tan misteriosamente. Es en ese momento cuando Dios le dice que se descalce porque es tierra sagrada.
En este encuentro con Moisés, Dios le señala qué quiere de él.
Es el llamado o vocación de Moisés. Ha de ser el conductor y liberador del pueblo de Israel,-esclavo en Egipto-, ya que Dios ha escuchado su lamento y ha visto sus sufrimientos.
Moisés, como el enviado de Dios para conducir al pueblo, deberá acercarse al Faraón y decirle que debe dejar salir al pueblo para que dé culto a su Dios fuera del territorio de Egipto.
A él se le van marcando los pasos a seguir. Ha de dirigirse a la tierra de promisión recordando que lo guía el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y del mismo Jesús, el Mesías futuro.
Moisés va entendiendo lo que se le pide y es posible que previera una realidad más profunda que va más allá de una mera liberación política, social o económica del pueblo elegido.
Es un llamado para que el pueblo se despoje de todo impedimento que perturbe una relación más religiosa, más pura, con el Creador.
Dios quiere rescatar al pueblo de una esclavitud más insondable, quiere lograr la conversión de todos.
Por eso el éxodo, en definitiva, es dejar lo que impida un trato más personal y verdadero con el Señor, buscar la vivencia de una religión más pura.
La Iglesia en nuestros días, nos propone también este éxodo espiritual porque en la sociedad en la que estamos insertos muchas veces somos esclavos necesitados de liberación.
Nos percibimos prisioneros de las costumbres paganas que nos rodean, de cierta mentalidad mundana que se ha introducido en medio de nuestras vidas. Se hace necesario, pues, tomar conciencia de esta realidad, abandonar este clima que nos asedia para comenzar una relación más profunda y veraz con el Dios de la Alianza, no sólo la del Sinaí, sino la que vino a instaurar entre nosotros el mismo Salvador.
Tenemos experiencia de cuán difícil es hoy en día mantener esa unión con el Señor. En efecto, nos sentimos cautivos, dependientes de tantas cosas que buscan permanentemente apartarnos de Dios, enceguecernos con el poder, el dinero, los negocios, felicidades y placeres efímeros que nos dejan hondamente vacíos.
De allí que el llamado apremiante al pueblo de Israel para que viva su éxodo, se hace también hoy urgente para cada uno de nosotros.
Ante la pregunta que se le pueda hacer a Moisés sobre quién es ese Dios, deberá responder “yo soy el que soy” que no sólo es afirmación del ser y existir divino, sino el testimonio de que se trata de un Dios vivo.
Es decir, que humanizado, tiene ojos y ve, tiene oídos y escucha, tiene boca y habla. Se trata de un Dios viviente que comunica su vida a cada uno de sus hijos.
Muy diferente a la situación de los dioses paganos que tienen oídos pero no oyen, ojos pero no ven, labios pero no hablan. No pueden comunicarse porque en ellos reina la carencia de la vida de la que dispone el Creador.
Al “yo soy el que soy” se le podría agregar “para ti”. Como si dijera, “vengo a encontrarme contigo, te busco”, quiero sacarte del dominio de los dioses muertos de la sociedad de consumo, de los éxitos cómodos y pasajeros, de las falsas promesas de felicidad.
La realidad efímera que nos rodea y de la cual nos damos cuenta permanentemente, debiera ayudarnos a buscar una relación más profunda con nuestro Dios. Los santos nos llevan en esto la delantera justamente porque ante la experiencia de los “dioses muertos” reaccionan buscando una vida más intensa con su Creador.
Para darles un ejemplo, recuerdo ahora a Francisco de Borja Duque de Gandía y Grande de España, que en 1539 escoltó el cuerpo de la emperatriz Isabel de Portugal esposa de Carlos I°, de Toledo a su tumba definitiva en la capilla Real de Granada. Al llegar, Francisco abrió el féretro para dar fe del cuerpo muerto y entregarlo a los monjes que debían enterrarlo. En ese momento y al contemplar el descompuesto cuerpo de Isabel, Borja pronunció la frase «No puedo jurar que ésta sea la Emperatriz, pero sí juro que fue su cadáver el que aquí se puso». Tras esto, decidió «nunca más servir a un señor que se pueda morir».
Al tiempo, habiendo enviudado, ingresó a la Compañía de Jesús llegando a ser General de la Orden.
En definitiva Francisco llegó a la conclusión que el único servicio que no muere y permanece es el que se ofrece por sobre todo al mismo Creador y Señor nuestro. La experiencia de lo efímero le hizo comprender que la vida transcurre por otro camino, que no debía atarse a lo pasajero, sino mirar siempre aquello que permanece.
Por eso el llamado apremiante de hoy es ir al encuentro del Señor por medio de la conversión que implica siempre una respuesta.
El apóstol San Pablo dice del pueblo de Israel, que cuando se dirigía a la tierra prometida “todos comían el mismo alimento, todos bebían la misma agua que salía de la roca, que es Cristo, el agua espiritual”, sin embargo “no todos respondieron de la misma manera al Dios de la alianza, y por eso “quedaron tendidos en medio del desierto”.
Y sigue diciendo a los corintios: “Esto que sucedió en la antigua alianza aconteció simbólicamente para ejemplo nuestro a fin de que no nos dejemos arrastrar por los malos deseos como lo hicieron nuestros padres”, y “no nos rebelemos contra Dios como alguno de ellos por lo cual murieron víctimas del ángel exterminador” y todo esto es un anticipo de lo que vendrá. Esto nos tiene que servir de lección a los que vivimos en el tiempo final, por eso el que se siente muy seguro cuide de no caer”.
Lo afirmado por Pablo está en consonancia con lo dicho por Jesús en el evangelio de hoy al recordar que los aplastados por la torre de Siloé no eran los más pecadores de entre los habitantes de Jerusalén, por lo que no cabe unir muerte trágica con pecado.
El Señor advierte sobre esa confusión y continúa afirmando que “si no se convierten todos acabarán de la misma manera”, ya que la muerte se convierte en una tragedia toda vez que el cristiano no está preparado para encontrarse con su Dios, y no por la forma en que uno muere.
Por eso Jesús reclama la conversión. Si bien muestra por un lado la misericordia y paciencia de Dios en la parábola de la higuera, sigue su insistente llamado para que nos abramos a su gracia.
La higuera es figura del pueblo de Israel, que como no dio frutos mereció que se le quitaran los dones y fueran entregados a la Iglesia, pero exigiendo también a la misma, el hecho de dar rendimientos en abundancia.
En definitiva, nos da tiempo y espera pacientemente nuestra conversión para no cortarnos de raíz.
Por eso es importante buscar a este Dios, “al Yo soy el que soy”, al Dios viviente, entrar en su santidad para vivir ese pacto de amor, actualizado por Jesús a través de su paso de la muerte redentora a la resurrección gloriosa.
Meditando en estos pensamientos pidamos fervorosamente al Dios de las misericordias que sea Él quien ocupe el primer lugar en nosotros.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista”, en Santa Fe de la vera Cruz, Argentina. Homilía en el III ° domingo de Cuaresma, ciclo “C”. Textos bíblicos: Éxodo 3,1-8.13-15; I Cor. 10,1-6.10-12; Lc. 13,1-9.- 07 de Marzo de 2010.
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7 de marzo de 2010

Con la esperanza de su glorificación, marchemos con Cristo a Jerusalén


1.-La alianza con Abrahám.
Cuando Dios crea al hombre colocándolo en el paraíso, hace un pacto con él, brindándole todo aquello que el ser humano necesita para vivir dignamente, reclamándole una respuesta que se ha de concretar en la fidelidad para con su Creador que piensa y realiza siempre el bien a favor nuestro.
Pero el hombre rompe esta alianza por el pecado, al no querer aceptar su límite creatural.
A pesar de ello Dios vuelve reiteradamente a invitar al hombre para concretar un compromiso de amor.
Y así hablamos de la alianza patriarcal cumplida con Abrahám, la realizada con Noé después del diluvio purificador del pecado del hombre, de la sinaítica cuando Dios entrega las tablas de la ley al pueblo a través de Moisés, afirmando que Él será su Dios y ellos el pueblo elegido si cumplen la palabra escuchada, la alianza de Siquem (Jos.24), la davídica (2 Sam. 23,5), la posexílica (Neh. 8-10).
Todas estas alianzas que caracterizan la historia de la salvación, se orientan a la nueva Alianza concretada por Cristo (Lucas 22,20), a través de su muerte y resurrección.
El libro del génesis nos presenta la alianza patriarcal, que a diferencia de las otras es unilateral, de carácter promisorio, ya que es Dios quien se compromete a cumplir con la palabra dada a Abraham en el sentido de que será padre de un gran pueblo y habitará la tierra prometida.
Abrahám ha cumplido con el llamado del Señor dejando su tierra y su familia, e incluso dejándose a sí mismo o a sus intereses, para ir tras las sendas que Dios le marcaba sin que él supiera con claridad qué ocurriría, sino sólo entregándose.
Dios le ha prometido una gran descendencia comparable a las numerosas estrellas del cielo, asegurando también una tierra en la que afincarse es ya anticipo de la tierra ofrecida del cielo.
Abrahám cree en Dios pero en él se esboza una pregunta sobre cómo sabrá que habrá de poseer esa tierra, anticipando aquella pregunta del Nuevo Testamento en boca de María, sobre cómo será la encarnación.
Dios le indica la forma de realizar un pacto unilateral por el cual se compromete a realizar lo anunciado, como le dirá en el futuro a María que será cubierta por el poder del Altísimo.
Partidos por la mitad los animales utilizados en el rito de alianza, se observa que una antorcha de fuego pasa por en medio. ¿Qué significa esto?
Era común en la antigüedad, que los que concretaban el pacto, pasaran por en medio de los animales partidos para sellar un convenio determinado augurando igual suerte que los animales, para quien faltara a su palabra. Constituía por lo tanto un pacto serio cuyo cumplimiento obligaba, no como ahora que no sólo ha perdido valor la palabra empeñada, sino también los compromisos escritos.
La antorcha indicaba el paso de Dios que se comprometía a cumplir la palabra dada a favor de Abrahán, esto es, la promesa de una gran descendencia y la tierra que habrían de habitar.
Lo acontecido en la vida de Abrahám prepara la historia de Israel, historia de salvación humana que culmina en la persona de Jesús.

2.-Jesús en el Tabor.
Lo encontramos a Jesús en el monte Tabor en aquél acontecimiento conocido como la Transfiguración.
Se trata de una experiencia espiritual que tendrán Pedro, Santiago y Juan ante la manifestación de la divinidad de Cristo que los fortalecerá para vencer las debilidades que se presenten en la Pasión.
La presencia de Moisés y Elías señalará que la ley y los profetas se orientan al Salvador, ya sea porque Él es la Palabra –perfección de las diez palabras del Antiguo testamento-, ya porque en Él se cumplen las profecías y devela la intimidad divina.
Por otra parte hay una referencia explícita a la necesidad de subir al Monte. Como Moisés en el Sinaí, como Elías en la cueva del monte, sube también Cristo a la montaña de la perfección y, nos invita a nosotros a realizar lo mismo para encontrarnos con la divinidad, despojándonos de todo lo que pueda resultar distractivo para ese encuentro íntimo con el Señor.
Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, nos dice el texto bíblico, significando el lado oscuro del hombre ante la manifestación del Señor, ya que su misterio se va develando progresivamente y no resulta comprensible de entrada a todos los que lo conocen. Con todo, la experiencia permite exclamar “¡Qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas” para seguir gozando del conocimiento de la divinidad.
La divinidad del Señor aparece como algo palpable para los apóstoles, y se escucha además la voz del Padre: “Este es mi Hijo, escúchenlo”. Hagan caso a lo que les vaya enseñando.
Previamente Pedro, ante la pregunta del Señor sobre lo que piensa la gente de Él, dirá “Tú eres el Hijo de Dios Vivo”.
En esta oportunidad, el Padre es quien confirma la veracidad de lo que ya afirmara Pedro, por eso la necesidad de escuchar al Señor.
Esta experiencia de escucharlo es muy propia del tiempo de cuaresma, de allí la necesidad de subir al monte de la perfección para entender el misterio de Dios.
Pero hay también una invitación muy importante y es la de salir con Jesús y caminar junto a Él hacia Jerusalén.
Moisés y Elías aparecieron revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús que habría de cumplirse en Jerusalén la ciudad que mata a los profetas y que está esperando al Señor para darle muerte.
A esta Jerusalén deben dirigirse no sólo Pedro, Juan y Santiago, sino también cada uno de nosotros ya que se trata de un nuevo éxodo, un salir de nosotros mismos para ir al encuentro del misterio de la Pascua, de la muerte y resurrección del Señor.
De allí la necesidad de vivir a fondo lo que nos dice el Padre del Cielo en el sentido de escuchar al Salvador, porque es el predilecto del Padre que nos conduce a conocer más su misterio divino.

3.-La purificación interior.
Pedíamos en la primera oración de la liturgia de hoy, que la escucha de la palabra de Dios vaya purificando nuestra mirada interior, -esa mirada que muchas veces está contaminada de tal modo que nos impide ver al Señor- para que podamos contemplar la gloria de Dios.
Imposible contemplar con mirada interior la gloria de Dios si previamente no la purificamos en profundidad con la luz y la gracia divinas.
Por eso el apóstol Pablo nos deja hoy una invitación que recuerda lo que nosotros somos, y viene a coronar lo que decimos. Dirigiéndose a los cristianos de Filipos, -y lo hace llorando- afirma que “hay muchos que se portan como enemigos de la cruz de Cristo”.
Esto le duele al apóstol, porque redimido por Jesús, el cristiano no puede vivir como enemigo de la Cruz salvadora, a no ser que quiera renunciar a su ser de cristiano. Sigue Pablo diciendo acerca de los enemigos de la cruz de Cristo que “su fin es la perdición, su dios es el vientre, su gloria está en aquello que los cubre de vergüenza, y no aprecian sino las cosas de la tierra”.
Palabras duras, por cierto, que describen lo que él percibe en la comunidad de Filipos. ¡Cuántos cristianos viven hoy de esta manera! Esto podría dirigirlo a los cristianos de Santa Fe, o de nuestra Patria toda, o del universo mundo.
A continuación señala el ser propio del cristiano afirmando que “somos ciudadanos del cielo y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo”. Al ser ciudadano del cielo por la cruz salvadora, el cristiano no puede tener como fin lo que lo llena de vergüenza y aquello que lo deja estancado en las cosas de este mundo.
De allí la necesidad de ir al encuentro de Cristo que transforma nuestro cuerpo, nuestra alma, todo nuestro ser., haciéndonos semejantes a Él.
Concluye el apóstol –y quiero hacer mías esas palabras suyas- “ustedes que son mi alegría y mi corona, amados míos, perseveren siempre en el Señor”.
Tenemos la experiencia en mayor o menor medida, que cuando nos apartamos del Señor para seguir los goces fugaces que nos presenta el mundo, no queda más que amargura, vacío y soledad en el corazón. Cuando nuestra vida, en cambio, se expande bajo la mirada y experiencia profunda de Cristo, todo es claridad y fuerza que lleva a crecer más en Él.
Aprovechemos para implorar la gracia de la fidelidad a Cristo, luchemos para perseverar en ella, para llegar así a la gloria de la resurrección de Aquél que quiere mostrársenos plenamente.
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Padre Ricardo B. Mazza. Cura Párroco de la parroquia “San Juan Bautista” en Santa Fe de la Vera Cruz, Argentina. Homilía en el II° domingo de Cuaresma. Ciclo “C”. 28 de Febrero de 2010.-
Textos: Gen. 15, 5-12.17-18; Filip. 3,17-4,1; Lc. 9,28-36.- ribamazza@gmail.com; http://ricardomazza.blogspot.com; www.nuevoencuentro.com.ar/tomasmoro; http://gjsanignaciodeloyola.blogspot.com.-
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